El boxeador
Ting. Ting.
Entre las nebulosas en las que estaba su mente, oyó el sonido de la campana salvadora. Se acercó como pudo a su esquina y se desplomó sobre la banqueta que, no sabía muy bien colocada por quien, estaba en su rincón. Su refugio. Dónde retomar el aliento por unos instantes antes de volver a la pelea. Lo más parecido a un hogar que tenía.
Con los ojos entrecerrados a causa del castigo recibido, vió la sombra amoratada que se estaba formando en sus magulladas costillas. Si no había alguna rota, no tardaría mucho en estarlo. Ese cabrón pegaba duro, pero no era el primero que le castigaba así.
También vió el dibujo que las gotas de sangre de los cortes de su cara, dibujaban en la lona. Formas caprichosas, mezcla de sangre, sudor y quizás, si hubiera sido capaz de llorar, hasta de alguna lágrima.
Tenía la garganta seca y quería tragar, pero no le quedaba ni gota de saliva y sí ese sabor acre de su propia sangre tras el protector. Con un gesto pidió agua. Se sentía como en un sueño. O mejor, en una pesadilla. Escupió el primer trago de agua, rojizo de tanta sangre, para después beber con ansía. Como si fuera la última vez que lo fuera a hacer.
Con la lengua, tocó su único colmillo sano. Por ahora aguantaba, pero seguramente acabaría cubierto de sangre en algún sucio lavabo y dejándole con una sonrisa "encantadora".
Ahogó un reniego cuando el bastoncillo con la mezcla de vaselina y alumbre se posó sobre el corte de su ceja, intentando cortar la hemorragia. Otra cicatriz más para su cuenta particular. Así nunca ganaría el certamen de Mister Universo. Se habría reído si no le doliera tanto todo el cuerpo. O si le quedara alguna energía que derrochar. Apenas tenía fuerzas para sujetar erguida la cabeza. Sólo quería dormir y no volver a pelear, pero sabía que no iba a ser posible.
¡Menuda mierda! ¿Por qué tenía que ser todo tan jodidamente díficil? Sólo un golpe. Nada más se conformaba con eso. Enganchar uno de esos golpes que están a punto de acabar con el contrincante en la lona. Pero estaba visto que cuando creía que iba a engancharlo, un nuevo golpe le devolvía a la cruda realidad. A la de los perdedores que sólo sabían encajar un golpe tras otro, levantándose siempre que podían de la lona, con la esperanza de encontrar un hueco en las defensas del rival para dar el golpe de su vida.
El agua fría de la esponja le devolvió a la realidad. Unas manos masajeaban su magullado costado y sus brazos. Otras cubrían la piel de su rostro con vaselina.
Oía esas voces sin rostro que no hacían más que aconsejarle.
Eleva tu izquierda... Muévete más... No dejes que te arrincone...
¡Qué sencillo! Pues nada, machotes, calzaos vosotros los guantes y salid a pelear.
Respiró hondo. Sabía que era inútil esa frustración mal dirigida. Al fin y al cabo, sólo él era el responsable de estar así. Él, el que había decidido pelear pues no sabía hacer otra cosa. El que mantenía la esperanza.
Ting. Ting.
¡Mierda! ¡Otra vez la maldita campana! .
Se levantó pesadamente, cansado. Elevó su guardia, observando a su contrincante. Dejaba un hueco por su izquierda y podría calzarle un buen golpe.
La esperanza...
Avanzó un paso y fue, resuelto, a su encuentro.
Sangre en el suelo - Francis Bacon
1988 - Colección particular