martes, 30 de noviembre de 2010

¿Democracia?

Al leer el último artículo de Turulato y el comentario posterior de Kalia, estuve pensando en mi concepto de democracia.

Cuando era más joven e idealista, era firme partidaria del "un hombre, un voto". Me moría de ganas de que llegara mi mayoría de edad para poder votar, algo que me parecía una especie de ritual iniciático a la madurez. En las primeras elecciones en las que pude votar y aún sabiendo a qué partido iba a ir mi voto, me leí los programas electorales de los principales partidos. (Costumbre que sigo teniendo, aunque cada vez son más coñazos y vacíos de contenido).

Estaba equivocada, sobre todo, en lo de la madurez. Cualquier persona, por el mero hecho de tener dieciocho años, puede decidir sobre el porvenir de la sociedad en la que vive. Aunque esa sociedad le importe un comino.

No me gusta la democracia como se plantea ahora. Nada. Ya no es sólo que cualquiera pueda votar, sino que la clase política que hay en este país, me da muchísimo asco. La mayoría me parece una panda de advenedizos, en busca del poder y el dinero fácil y escasamente preparados. Nunca he acabado de comprender como personas sin conocimientos de Derecho, como sucede con tantos diputados, pueden dictar las leyes que van a ordenar la convivencia de otros.

¿Y entonces? Empezaría por restringir el derecho a voto. Ya oigo por ahí a alguno que me llama fascista, pero un momento, a ver si me explico.

No pretendo instaurar ninguna sistema de castas, algo que me parece una soberana tontería. No discriminaría por inteligencia ni formación, pues no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades. Hablo de compromiso. De decisiones libres de cada individuo.
Sólo aquel que verdaderamente se compromete con la sociedad en la que vive, tendría verdadero derecho a participar en el rumbo que va a tomar. Y en sus órganos de Gobierno y funcionamiento.

En la novela de Heinlein "Starship Troopers" sólo adquieren la ciudadanía, y por tanto, el derecho a voto y a trabajar como funcionario, aquel que cumple el servicio militar.
A mi no me hubiera importado hacer la "mili", pero entiendo que haya quien no quiera tener que ver con las armas, así que podría ser un servicio a la comunidad, algo que sirviera para tener plena consciencia de que ser un ciudadano no es sólo un ser objeto de derechos, sino sujeto de obligaciones.
Así aquel que aceptara voluntariamente tomar parte en ese servicio, adquiriría automáticamente la ciudadanía y el derecho a voto. Y bueno, también el derecho a trabajar como funcionarios o acceder a cargos públicos. Porque en ese sistema utópico que imagino, los ciudadanos se sentirían orgullosos de ser servidores públicos (que es lo que tendría que ser cualquier político), de aceptar ese compromiso consigo mismo y con la sociedad en la que vive.

En fin, sólo es un pensamiento surgido de la desesperanza y el descontento que siento al ver lo que me rodea.

martes, 23 de noviembre de 2010

País este...

Plin-plin-plin..... Hora y media después de músicas, hablar con contestadores supuestamente inteligentes y operadores que no se enteran del NO-DO, logro hablar con una "supervisora".

- Buenas tardes. Le atiende C...
- Buenas tardes. Verá, como le he explicado a su compañera, he descargado unas facturas de unos grupos que tuve el mes pasado y no me cuadra con lo abonado.
- Dime los números de reserva
(¿Dime? ¿Desde cuándo esa señora y yo somos amigas?)

Después de comprobar los números que le facilito y darle los números de factura, continuamos la conversación.

- Sí, son dos reservas por importe de 187 euros cada una.
- Ya, pero es que las facturas sólo vienen por importe de 165 euros cada una. Faltan los gastos de gestión que me cobraron por las entradas.
- Es que eso no se lo facturamos.
- ¿Cómo que no me lo facturan?
- No, no se facturan.
- ¿Por qué?
- Porque nosotros no emitimos facturas.
- ¿Ein? Pero ustedes me lo han cobrado, yo lo he abonado y quiero mi factura con su IVA correspondiente.
- Te repito que nosotros no podemos emitir facturas.
- ¿Qué no pueden? ¿Por qué? Una cosa es que la entradas estén exentas de IVA y otra es que ustedes me cobren un gasto de gestión, por tanto, un servicio y eso está sujeto a IVA.
- Ya, pero verás, es que no las hacemos.
- ¿Pero por qué no? ¿En que ley se amparan para no entregarme una factura de un servicio contratado con ustedes y abonado?
- Mira, es lo que hay. Además, son sólo 22 euros por factura.
- Me da igual la cantidad que sea. Quiero la factura de esos 44 euros con el IVA incluido al 18%.


Hemos seguido discutiendo como cosa de media hora. Al final, no he logrado la factura y he tenido que presentar una reclamación telefónica y en persona (este mediodía, en mi rato libre para comer). Además de que me he pillado un cabreo de tres pares de narices. ¿Para qué? Para nada. Es un organismo dependiente del Estado y va a caer en saco roto.

Cada día me siento más gilipollas viendo como los que se suponen que tienen que garantizar el cumplimiento de la ley, son los primeros que se la saltan.

¡Ganas de mandar todo a que le den por el orto! (como dice un amigo de orígen argentino)

jueves, 18 de noviembre de 2010

Desinhibirse

Ayer mi hermana, en aplicación del famoso artículo 33, me dijo que tengo que participar en una representación de Hansel y Gretel para la clase de mi sobrino Félix. Inmediatamente, salté que quería el papel de la bruja.
Durante los casi ochocientos metros que separan el colegio de mi casa, fui haciendo el tonto por la calle con mi sobrino, imitando a una bruja. Bueno y a un lobo, que me dijo que le hiciera el de Caperucita, y a un zombie, que aunque le dan un miedo horrible, también le hacen mucha gracia. Para acabar bailando la canción Loca de Shakira, que les gusta muchísimo a los tres.

Y eso que yo soy muy tímida en público, pero con los niños, con tal de arrancarles una sonrisa, se me están quitando las inhibiciones. Y más me vale, porque de vez en cuando saltan cada cosa...

Como Félix que hace un par de semanas en la piscina saltó en voz alta, después de haber estado hablando con él del dimorfismo sexual, un: Mí tía tiene las tetas gordas. Yo, colorada como un tomate, deseaba que se me tragara el sumidero mientras los padres presentes miraban con disimulo (o descaradamente, que también los hubo) mi escote.

Me está viniendo bien esta terapia de choque para la timidez.

martes, 16 de noviembre de 2010

Querida Milagros

A raíz de un enlace en el Caralibro y de los comentarios posteriores, me he acordado de esta canción de El último de la fila, que siempre me gustó.




lunes, 15 de noviembre de 2010

En la noche

Estiró el brazo para alcanzar su jersey. Lenta y silenciosamente, para no despertar a la persona que yacía a su lado, comenzó a vestirse.

- Mmm, ¿qué haces? - a su espalda escuchó como se movía.
- Sshh, vuelve a dormirte - se giró y le dió un beso con suavidad en los labios - Me voy a casa.
- Noooo, quédate a dormir - protestó aún con voz somnolienta - Es muy tarde y hace frío.
- Ya, ya lo sé, pero mañana tengo que hacer cosas en la oficina.
- Yo te llevo en coche, pero quédate...
- Otro día. Además, no quiero hacerte madrugar tontamente y no he traído ropa para cambiarme... ni nada.
- Excusas. Siempre dices que otro día y no pasas nunca las noches conmigo.
- Me quedaré a dormir. De verdad. Anda, vuelve a dormirte que mañana tú también tienes trabajo.

Acabó de vestirse y se inclinó para despedirse con un beso. Cogió un pitillo y lo encendió mientras salía. Se quedó unos segundos en el quicio de la puerta, mirando. Quizás en otro momento eso hubiera sido distinto pero ahora...Sonrió con tristeza, lanzó un beso al aire y se dió media vuelta.

No solía fumar en los ascensores, pero eran las cuatro de la madrugada y no creía que fuera a molestar. Además, no tenía ganas de bajarse los cinco pisos caminando.

Una lluvia fina caía sobre Madrid. Sintió tentaciones de coger un taxi, pero quería pensar y nada mejor que un paseo nocturno. Se subió el cuello del abrigo y comenzó a caminar. A lo lejos podía ir el ruido de un búho, pero ni coches ni personas transitaban por su calle. Parecía un fantasma vagando por las calles de Madrid. ¿Y acaso no lo era?


Yo pienso en aquella tarde
cuando me arrepentí de todo...

Encendió otro pitillo mientras escuchaba la canción de Pereza en su cabeza. Sí, se arrepintió de los silencios, de los reproches, de las cobardías y de las oportunidades desperdiciadas. Como la de la habitación que acababa de abandonar.
Dio una calada profunda al cigarro, sintiendo como se le llenaban los pulmones de humo. Aún estaba a tiempo de recuperarla, de volver a esa habitación y abrazar su cuerpo desnudo, mientras dormían, para dejar de sentir miedo.

Daría, todo lo daría por estar
contigo y no sentirme solo...

Tiró la colilla y dio media vuelta, decidido, camino de la casa que acababa de abandonar. La lluvia arreciaba cuando llegó al portal. Se quito las gafas, llenas de agua y vio su reflejo en el cristal de la puerta. Desdibujado por las gotas de lluvia, con aspecto cansado, como si un fantasma se tratase. Detuvo su dedo sobre el botón del portero automático, dubitativo. El miedo otra vez.

Encendió un pitillo, respiró hondo y dio un paso hacia adelante...

viernes, 12 de noviembre de 2010

No ha sido mal día

Estaba citada a las nueve de la mañana. A las once menos veinte aún esperaba en el pasillo. Después de acabarme el libro que llevaba, me fijo en el entorno. Deprimente. El pasillo está atestado de gente que espera intentando armarse de paciencia, aunque a algunos los dolores no se lo permitan. Las baldosas son antiguas y están desgastadas. Las paredes, llenas de desconchones, tienen lo que algunos llamarían blanco roto y que no es otra cosa que blanco con mugre. La megafonía tiene toda la pinta de ser la misma de la inaguración.

Finalmente, me llaman. El médico que me atiende, cuyo nombre ignoro, está flanqueado por dos estudiantes. Lleva el uniforme verde del quirófano y me fijo en que le sale una mata de pelo negro del pecho. Después del interrogatorio de rigor y de que sus ayudantes me palpen el abodmen, mientras yo aguanto las cosquillas, me da una batería de papeles para las pruebas a las que me tengo que someter.

¿Recordáis esos videojuegos de plataformas en los que el muñequito tiene que ir sorteando obstáculos y subiendo plantas? Pues algo parecido.
Me dirijo primero a radiología. Después de esperar la primera cola, la empleada de la ventanilla me dice que el médico me ha hecho mal el volante y que tengo que ir a que me lo corrija.
Esquivando sillas de ruedas, viejecitas de mala leche y grupos de celadores tertulianos, regreso a la consulta y logro que me corrijan los volantes. ¡Bien!

Hago una pequeña trampa y paso al siguiente nivel: el semisótano. Objetivo: conseguir cita para la endoscopia, que es la prueba que más tarda. Esquivo una cola enorme en la sección de urología y llego al mostrador. La potra está de mi lado y me dan la cita para el mes que viene. Contenta, toca subir a la siguiente planta: la undécima.

Los ascensores están saturados, pero finalmente logro montarme en uno lleno a reventar. O eso me parece, porque al saludar, sólo se oía el eco de mi voz. Va parando en cada una de las plantas y yo me voy poniendo más nerviosa, por la prisa de salir allí cuánto antes. El doctor que me atiende es muy agradable y me deriva a mi ambulatorio para conseguir la prueba con más rapidez, pues ellos están saturados. ¡Genial! Una cosa menos.

Espero el ascensor durante un par de minutos, pero éste no llega así que decido bajarme hasta el segundo semisótano andando. Según desciendo, me doy cuenta de que el ruido es cada vez mayor. Para mí, inadmisible en un hospital, por simple respeto a los enfermos. En la quinta planta, descubro la causa. En el rellano, frente a los ascensores, hay como quince o veinte gitanos hablando en un tono de voz bastante alto. Mucho más cabreada, prosigo mi camino, mientras me pregunto porque narices no les saca la policía municipal del hospital por incumplir las normas.
Finalmente llego a radiología y la cola es mucho mayor que en mi primera visita. Pero hoy era mi día de suerte y consigo que me concentren las pruebas en dos dias del mes próximo.

Una cita más y podré abandonar ese edificio para ir al anexo y conseguir cita con el anestesista. Mientras espero en otra cola, veo que el empleado de la ventanilla no está precisamente de buen café, al escuchar las contestaciones que le da a dos personas delante mía. ¿A qué se me va a fastidiar el día de suerte? Pero no. Una sonrisa, el sencillo método de ser amable y pedir las cosas por favor y me da la cita en uno de los huecos libres que tengo en esos dos días.

Salgo del hospital contenta. He conseguido cita para todas las pruebas y mucho más pronto de lo que esperaba. De hecho, más pronto que otra paciente que se tiene que someter a la misma intervención que yo y que salió antes que yo de la consulta. Lo que me convence que se logran más cosas con buenos modales y una sonrisa, que con la bordería que lucía ella.

El resto del día ha seguido en la misma tónica, como si el mundo se hubiera confabulado para ponerme las cosas fáciles. Como dice mi sobrino Félix, ¡Yuhu!

martes, 9 de noviembre de 2010

¿Y tú de quién eres?

Me quedo unos pasos rezagada, paseando bajo el sol de noviembre. La familia se ha adelantado hacia el coche, mientras yo camino con la cabeza en mis cosas, despacio. Aún es temprano y no sé ve a nadie más en los alrededores.


Al pasar a la parte nueva, me cruzo con ella. No sé que edad tendrá exactamente, pero sé que son muchos años, más cerca de los noventa que de los setenta y no parece que hayan sido especialmente fáciles, a tenor de las arrugas y marcas de su rostro. Viste ropas humildes, de color negro. Es más bien bajita y poquita cosa, pero algo en sus movimientos te hace saber que estás ante todo un carácter. Lleva recogido su pelo gris en un moño estirado y de sus orejas cuelgan unos zarcillos de oro, casi una copia idéntica a la forma de vestir y peinarse de mis tías abuelas.

Se me queda mirando un poco recelosa. Sé nota que no me conoce y que se está preguntando que hace una extraña por esos lares.

- Buenos días - su voz tiene ese acento extremeño que mi padre ha perdido casi por completo y que en mi cabeza asocio a veranos calurosos, búsquedas del tesoro en la troje, migas y sapillos.
- Buenos días - sonrío con ternura a la mujer. Y es que aunque sé que sería capaz de arrearme dos soplamocos llegado el caso, la veo tan poquina cosa que me salen las ganas de protegerla.
- No es usted de por aquí, ¿no?
- No, pero mi familia sí. Vine a traer unas flores.
- ¿Y de quién es?
Sonrío al escuchar esa frase. Me parece que tengo siete años y voy paseando con mi abuelo Miguel cerca de la iglesia de San Andrés. Me iba explicando porque a mi familia le llamaban como la llamaban y que era una forma de identificarnos, como el apellido. A mí además me hacía especial gracia, pues parecía el santo y seña para que te dejaran pasear por el pueblo.
- Soy de Los rondines - la mujer asiente con la cabeza al escuchar el mote de mi familia. ¡He dado el santo y seña correctamente! - Una de las nietas del Gato Tripao y de la Marcos.
- Ahora que lo dices, te pareces a tu abuela. Yo vivía cerca de tu tía Adela, que era amiga mía. ¿Qué eres? ¿De su mayor?
- No, no. Soy del tercero. De Rafael.
- Me acuerdo de él. Jugaba con mi Antonio. Menudas las que liaba...

La señora comienza a contarme algunas de las trastadas de mi padre con su hijo mientras caminamos del brazo hacia la salida del cementerio. Trastadas que sé en su mayoría, pues mi abuela me las contaba cuando era una niña.

Al llegar a la puerta, un chaval que espera con cara de aburrido en un coche (¿su nieto?) hace ademán de acercarse, pero ella va a saludar a mi padre y charlar un rato. Yo observo desde la distancia aquello que forma parte de mis orígenes y de quién soy.

Hace calorcillo y no es precisamente por el sol otoñal...

viernes, 5 de noviembre de 2010

Odio

El espejo le devolvió su reflejo. No quedaba ni rastro de la mueca guasona o la mirada tierna que solía verse en su rostro. Sólo una mueca terrible; los dientes apretados, la mandíbula tensa, marcándose las venas de su cuello y el ceño fruncido. Las lágrimas de rabia salían de sus ojos y notaba su respiración fuerte y alterada, como la de un animal a punto de atacar.

Sentía odio. De ese profundo y visceral que hace que te queme la garganta por el sabor de tu propia bilis. Y deseaba con toda su alma dejar salir ese odio y destrozar al causante de él. Como aquella otra vez...

Sólo fue una milésima de segundo, justo antes de que su cabeza impactara en la nariz de su contrincante, pero recordaba su mirada de pavor y sorpresa. Y la sensación de triunfo que sintió al oír como se fracturaba el hueso. Lo demás fue demasiado rápido. Golpeaba y golpeaba en una orgía de furia y placer. ¡Iba a machacar a ese pedazo de carne que gemía desde el suelo! Sintió una mano en su hombro y sin pensar, lanzó el puño. ¿Quién coño osaba desviarle de su objetivo?
Entonces oyó que alguien gritaba su nombre. Uno de sus mejores amigos, al que acababa de golpear, miraba asustado en su dirección. Esa mirada... Fue como si se le cayera el velo rojo que cubría sus ojos hasta el momento. ¿Pero qué había hecho?
Se inclinó hacia la figura que lloraba y gemía desde el suelo, que intentó apartarse asustada como un cachorrillo. Comenzó a balbucear excusas mientras las lágrimas corrían a raudales por sus mejillas. A lo lejos, oyó el sonido de las sirenas de policía y notó como su amigo le cogía en volandas y le obligaba a caminar, alejándose de la escena y de la obra que su odio había creado.

Alzó la cabeza hacia el espejo. La mueca había desaparecido y ya no era odio, sino tristeza, lo que manaba de su mirada. Y vergüenza. Sin fuerzas, se dejó caer llorando en el suelo.