Hace mucho tiempo que no escribía,
casi todo lo comparto en el Caralibro. Pero esta publicación, quizás
más mía, no quiero que esté tan abierta (aunque no me oculto) y
sólo aquellos interesados en mis idas de olla, las íntimas, se
molestarán en leerlo. O no, ¡qué más da!. Este escrito no deja de
ser un hablar en voz alta conmigo misma.
Acabo de regresar de unas vacaciones
estupendas en Cabo Verde, en la isla de Sal. En Caralibro he
publicado las fotos: playas de arenas blancas, aguas turquesas,
desiertos, cabellos despeinados, sonrisas.
He vuelto con el espíritu cargado de
calma y sonrisas, pero ¿qué sería yo sin que las sonrisas
estuvieran acompañadas por las lágrimas y las reflexiones en
solitario frente al mar (cuando se puede)? ¿Sin mis turbulencias
interiores?
La cara amable del país es la que
publiqué, la triste, la que me tuvo frente al mar, buscando un
bálsamo. La de la pobreza; la de los niños alcoholizados, la del
destrozo de la naturaleza, la del analfabetismo y la falta de
recursos para no morirse por cualquier tontería que aquí se curaría
en nuestra denostada Seguridad Social.
Palmeira... Los pescadores llegaban y
la algarabía de las mujeres que querían comprar, bien para
subsistencia propia, bien para la venta, llenaba el muelle. Algunos
niños pequeños correteaban por la calle, en ocasiones ajenos a las
miradas de sus cuidadores. Pero no de la mía. Nada calma ni nada me
solivianta (por su sufrimiento) mi espíritu como los niños. Quizás
sólo el mar...
Alia captó enseguida mi atención. Una
pequeña muñeca de tez oscura y ojos grandes, que miraban asustados
a la turista inglesa que insistía en cogerla en brazos. Yo quería
acercarme, pero una mezcla de pudor y preocupación por la niña me
lo impidieron hasta que ella me miró curiosa.
Me acerqué a ella, sin ademán de
cogerla, pues la vi incómoda. Le hablé en voz baja en mi portugués
y ella me miró con sorpresa, como si las personas blancas de cabello
rubio que se le acercaban normalmente no fueran capaces de
comunicarse con ella. Al poco, me tendió su manita y jugué con ella
entre mis dedos. Charlé con su abuela, que me contó que su madre
era una chiquilla de dieciocho años que trataba de buscarse la vida
como podía. Alia echó mano a mis gafas, intentando quitármelas,
como cualquier niño de su edad, que busca experimentar y aprender .
Al ponerle caras raras y muecas, se asustó un poco hasta que me oyó
reír y se unió a mis risas. Antes de despedirme de ella con el
espíritu calmado, rebusqué entre mis cosas y encontré un
chupachups. La última imagen que tengo de ella desde la pick up es
chupando el caramelo, feliz, mientras jugueteaba con el pelo de su
abuela
Pero la tranquilidad que Alia me
regaló, me duró poco pues fuimos hacia el interior de la isla.
Vertederos y montañas de basura en mitad de ninguna parte. Terreno
descuidado que presagia un futuro poco halagüeño. Un perro
callejero en mitad de la nada se acercó receloso a la pick-up, hasta
que lo espanta con gritos el conductor.. Me acuerdo de mi Boliche,
feliz en casa. La mirada de este perro, que me subyuga, sólo refleja
temor y hambre. Lo que nos espera si persistimos en cargarnos el
planeta.
El viaje continuó hasta la capital de
la isla, Espargos. Desde Terraboa entramos por la zona más mísera
de la ciudad. Chabolas a medio construir de hormigón y chapa, sin
luz, sin agua, con basura, ratas y moscas y sin futuro. O quizás, sí
hay esperanza de un futuro. Eso pensé al ver a los los niños que
nos sonreían y saludaban de vuelta de la escuela, cargados con sus
mochilas. A los pocos días, descubrí como funciona la educación
allí (como todo, a base de dinero) y no pude evitar sentir un
escalofrío al acordarme de la niña del “baby” azul que llevaba
una mochila de Frozen, ajada y más grande que ella y que tenía una
sonrisa que brillaba.
Vuelta al hotel, fui al bar en busca de
algo fresco y allí estaba ella. Una fotografía que captó mi
atención entre todas las demás. Una mujer, anciana, que me atrapó
con su mirada. Mezcla de sufrimiento, sabiduría y algo que no
conseguía descifrar. Estaba tan ensimismada en su contemplación,
tratando de descifrarla, que no me enteré cuando los camareros me
hablaban. Cada visita al bar, en solitario o acompañada, supondría
una nueva charla, intentando entenderla y entenderme. Pregunté si la
fotografía estaba a la venta, para seguir charlando, pero no hubo
suerte. Incluso pasó por mi mente el llevármela de madrugada y
traérmela a España.
Otra mañana... Me siento chispeante
porque voy a dar un paseo en velero por la costa occidental de la
isla. Al llegar al puerto, nos recibe el capitán. Nos habla en
inglés (otra vez mi pinta de guiri) pero al ver que mi amiga no se
entera “ni de papa” prueba con otros idiomas hasta que acierta
con el español.
“- ¿De dónde sois
- Españolas. De Ávila y de Madrid.
¿Usted es portugués?.
- No, catalán
- Ah, ¿qué hace un español en Cabo
Verde de capitán de barco?
- No, español, no. CATALÁN.”
Esa breve conversación me hizo intuir
que no iba a tener conversaciones gratificantes con el capitán, pero
estaba como niña con zapatos nuevos y no le di mayor importancia.
Los compañeros de travesía (cuatro ingleses, dos galeses y dos
holandeses) tampoco parecían colaborar mucho con mi estado “zen”
al comenzar con los gintonics y las voces a las nueve y media de la
mañana.
Pero yo, inasequible al desaliento, me
dediqué a pasear por cubierta, charlando con los tripulantes
caboverdianos mientras el viento me recolocaba el peinado y el sol
tostaba mi piel. Cuando fondeamos para hacer snorkel antes de comer,
casi toqué la gloria mientras me zambullía y buceaba entre los
peces.
Durante la comida, el capitán
explicaba en inglés al resto de pasajeros que el idioma castellano
es más moderno que el catalán, gallego o portugués. Al corregirle,
otra discusión sobre “verdades históricas” y un comentario, al
saber mi profesión, que decía “El turismo es para idiotizar al
pueblo” (que manda huevos que me lo dijera un tipo que se dedica a
dar paseos a turistas) estuvieron a punto de amargarme la jornada,
hasta que dije un “A tomar por saco” mentalmente y volví al
agua. Los peces me parecían mucho más dialogantes que el
capitán....
Al desembarcar, me fui con una
sensación agridulce. Dulce por el tiempo en la mar, navegando y
nadando; agria por el fanatismo y la sensación de sentirme extraña
con alguien que comparte un patrimonio común...
Santa María... La zona turística de
la isla, cerca de los hoteles dónde los turistas nos tostamos al
sol. Vendedores que se acercaban, insistentes; niños jugando en la
calle o en el muelle; turistas que compran... lo que está en los
puestos y lo menos evidente...
Cuando comenté que iba de viaje a Cabo
Verde, escuché algún comentario del tipo “¡Qué, a zumbarte a
los negros!”. Poco me conoce quien piense eso. Primero, porque no
pago, directa o indirectamente, por follar; porque no me gusta abusar
y porque, aunque sea un polvo de una noche, quiero que sea por mí y
no por el tamaño de mi billetera. Y no hay necesidad de meterse
tanto vuelo para echar un polvo. Pero aunque yo no vaya en ese plan,
como muchas otras personas, hay quien va.
Una noche, en la discoteca del hotel,
me fijé en su mirada. Una turista inglesa: altísima, rubísima y
con tipazo, me miraba extraño. “Ya está, he vuelto a ligar con
una tía” y se lo comenté a mi amiga entre risas. “Está celosa,
¿no te das cuenta?”. Y yo que soy un poco pava para esas cosas, no
entendía porqué.
“-Quiere liarse con Venancio, el
camarero y ve que te presta más atención a ti que a los otros
clientes.
- Pero yo no quiero nada con él...
- Y él lo sabe. Por eso está tan
relajado con tu simpatía, charlando contigo, viendo tus esfuerzos
por hablarle en portugués o tratar de entender algo de criolo.
Porque aunque esté trabajando, es una relación entre personas, no
un negocio”
Otra noche. El viaje en el coche con
Mamadou está lleno de risas mientras vamos a la playa. Un cielo
cuajado de estrellas, aunque sin luna, que nos acompañará en
nuestra búsqueda de tortugas. Al llegar a la playa, no hay nadie más
y podemos ver como una tortuga regresa al mar después de hacer su
nido. Yo disfruto como una enana, viendo a uno de mis animales
favoritos. Poco a poco van llegando más coches y la “prohibición”
de no usar linternas para no molestar a las tortugas, la ignoran a
pesar de las broncas de los guías. ¡Otra tortuga! Esta vez saliendo
del mar. Entre trompicones a oscuras, llegamos hasta dónde va a
poner el nido. Y al mismo tiempo, llegan unos veinte turistas más,
ruidosos, con sus linternas y sus flashes. A mi lado, una inglesa no
sabe lo cerca que ha estado de que su móvil acabara en el mar por
molestar a la tortuga mientras ponía los huevos. A pesar de ellos,
es tan maravilloso ese espectáculo de la naturaleza, que yo sigo
flipada. Y así regresaré al hotel.
Tantas emociones me pedían una charla
conmigo misma, así que sin hacer ruido, salí de la habitación y de
madrugada, ante la mirada sorprendida del de seguridad, me voy a la
playa. Las estrellas, el mar y yo. Nadie más. Desconectarme para
reconectarme conmigo misma; para reír y llorar, a veces al tiempo.
A la mañana siguiente de mi charla,
Ponta Petra. Playa idílica en la que apenas estábamos cincuenta
personas. Entre ellas, unas familias caboverdianas que estaban de
picnic. Los juegos de los niños, sus voces, llegaron hasta mí y no
podía evitar sonreír.
Dificil averiguar quien soy...
Al poco, dentro del agua, acabé cerca
de ellos. Estaban lanzando un muñeco por los aires al agua y cayó a
mi lado.
- “É o Ken, o namorado da Barbie,
não é? - los niños me sonríen y me responden que sí - “Tem a
pele branca como eu, tens de pôr crema para o sol”.
Con eso, ya me he hecho de su panda. Al
rato, soy yo la que acaba lanzándoles por los aires, siendo su
trampolín humano.
Me despido de ellos, con risas y
nuevamente, con el espíritu calmado.
Ha habido más cosas. Algunas, son sólo
para mí. Otras, ya las he compartido en el Caralibro o no tienen
tanta importancia. Pero ha sido lo que tienen que ser los viajes,
enriquecedores para el espíritu.Y siempre, como la vida misma,
llenos de sonrisas. Y de lágrimas.