
Ayer fue la ya famosa votación por la prohibición de las corridas de toros en Cataluña. Detrás de una buena causa, como puede ser el maltrato animal, se esconden intereses políticos nacionalistas (aunque haya quién no lo quiera ver así).
Este tema, además de ocupar buena parte de las portadas de los periódicos de hoy, tiene bastante protagonismo desde ayer en redes sociales, foros y blogs; con partidarios de uno y otro bando y posturas muy enfrentadas (lo que me recuerda al Duelo a garrotazos de Goya).
Desde ayer, he leído que no soy sensible, que no merezco ningún respeto, que se me puede comparar a un pederasta y no sé cuantas cosas más. Un precio a pagar por el terrible delito que es que me guste la tauromaquia.
En mi afición por los toros, más que un verdadero conocimiento, del que carezco, hay un componente sentimental.
Veía las corridas de toros por televisión cuando era pequeña con mis abuelos y cuando veo una, me recuerda a esas tardes con ellos. O a un amigo de la familia muy querido que siempre venía a ver la Feria de San Isidro desde Portugal.
Tampoco tengo razones para mi querencia.
Sé que es, en ocasiones, un espectáculo cruel. El toro sufre, como cualquier ser vivo al que se le hiere (Pero de ahí a hablar de daños morales al toro como he leído por ahí, aunque ahora no recuerde dónde, media un abismo). Y mi comportamiento y mi pensamiento intentan que nadie o nada de lo que me rodea, sufra.
Quizás como ha dicho Albert Boadella es "un espectáctulo moral y didáctico, porque allí existen todas las esencias básicas de la existencia humana: el miedo, la valentía, la astucia, la inteligencia, el buen gusto, el arte, la muerte...".
Dónde otros ven salvajismo y crueldad, yo veo la lucha de un hombre por vencer a su propio miedo, por doblegar a la naturaleza, una exaltación de la vida a través de la lucha y la muerte. Teseo derrotando al toro de Maratón (Sólo que esta vez empleando un capote).
Supongo que es una de mis múltiples contradicciones...