jueves, 22 de marzo de 2012

Observando

A mí no se me dan bien estas cosas ni sé tanto como Turulato pero se me invitó en Caralibro a hacerlo (perdón por la demora, pero los exámenes y demás complicaciones existenciales no me han permitido hacerlo antes). Y quien no se arriesga, no aprende ni disfruta.


El cuadro forma parte de una lista muy larga, y que no deja de crecer, de mis favoritos del Prado.
La primera vez que lo vi en persona, me impresionaron sus dimensiones. Es enorme (6x4 metros) y la mirada se ve inevitablemente atraída por el vértice que forman la figura de Torrijos, con su levita marrón; con Francisco Fernández Golfín (a la derecha, al que están vendando los ojos) y con Manuel Flores Calderón, a la izquierda con levita gris.

Yo creo que para que los cuadros te cuenten cosas y te hagan preguntarte otras, además de cierta receptividad a escucharlas, se agradece el silencio y la soledad y eso se logra en el Prado, normalmente, a primera hora de la mañana. Te sientas en uno de los bancos y a escuchar/disfrutar. Y eso es lo que he hecho.

Hace frío, de ese húmedo que se te mete hasta el tuétano. Es temprano, el sol permanece oculto tras las nubes y y sopla una brisa invernal que riza con espuma las olas del mar. Definitivamente, es un día triste y no sólo por lo que está a punto de suceder. Las figuras centrales me atraen, pero decido dejarlas para el final y fijarme en otros detalles.

Una de las primeras cosas que me llaman la atención es la ausencia de curiosos. ¿Dónde están? Sólo se ve a los soldados que van a fusilar a los reos, a éstos y a los frailes que les asisten. ¿No hay ni una madre que llore en silencio a su hijo? ¿Una esposa? ¿Unos hijos? Mientras busco entre las cabezas de los soldados un rostro apenado, me llaman la atención los frailes de la derecha. Cabezas gachas, miradas huidizas... me soliviantan. ¿Se avergonzarán de ser cómplices de esta ignominia? ¿Alguno alzará la voz para impedirlo o se callarán como put...?
¿Y los soldados? La mirada del que está junto al oficial me hace preguntarme sobre lo que está pensando. Seguro que no quería estar ahí en ese momento, quizás hasta simpatice con Torrijos, pero le tocó.

Bajo la vista y esa chistera, junto al cadáver del que sólo se ve la mano izquierda, despierta mi imaginación. Salvo el hombre de la barretina, todos los demás reos van con la cabeza descubierta. ¿Quién sería el hombre de la chistera? No acabo de concebir a ninguno de los pasajeros o tripulantes del Virginia, con una chistera sobre la cubierta del barco, así que me inclino a pensar en que era alguna de sus colaboradores que le esperaba en tierra, quizás un comerciante burgués o un maestro y que huyó con ellos hasta la alquería de Alhaurín. Con el eco de las últimas balas silbando, se levanta del suelo, estira las arrugas de la levita, limpia algo de polvo su chistera y sale tras Torrijos y los suyos. O en la cárcel, tras una larga noche de miedos y cavilaciones, cuando le vienen a buscar para matarlo, se abrocha los botones del chaleco para protegerse del frío, se cala la chistera y sale con dignidad. ¿Se preguntaría si todo mereció la pena? ¿Recordaría a todos a los que amó? Esa historia que imagino del hombre de la chistera (y otras tantas leídas o presenciadas), la de la dignidad frente a la ignominia y la adversidad, inspiró este relato.

Continúo paseando mi mirada por la playa de San Andrés hasta el grupo de cuatro reos recién fusilados. Del hombre del fajín rojo no se ve el rostro, pero los otros son bastante serenos, sin muecas de horror, como sería de esperar, en ellos dibujadas.
Quizás la caída tras el disparo ha hecho que se le cayera el vendaje al hombre joven de la derecha. Sus dedos se han quedado engarfiados, rígidos, pero su boca entreabierta en un último suspiro y su pierna derecha, así doblada... parece como si pudiera incorporarse en cualquier momento.
El hombre más mayor de la izquierda, parece dormir, apoyado sobre la cadera del hombre del fajín y polainas de cuero tan ricamente labradas (parece que aunque humilde, tenía posibles), que está girado ante otro de los enigmas que me llaman la atención, el cuarto hombre.
¿Quién era esa hombre? ¿Qué le hace distinto? No lleva ropas demasiado humildes ni ostentosas, no ocupa una figura preminente pero no es como el resto de los reos comunes. ¿Qué porque lo digo? Porque no está maniatado (salvo el hombre de la chistera, todos lo están), pues en un gesto último de dolor, ha llevado su mano izquierda al pecho por dónde ha entrado la bala que le ha sesgado la vida. ¿Sería uno de esos curiosos a los que echo en falta al que han capturado?

Aún preguntándome quién será el hombre misterioso, me fijo en el grupo de figuras principal. Hay campesinos, marineros, militares, algún hombre de negocios, políticos... Hombres de toda clase y condición juntos esperando el mismo destino. Y en cada rostro, en cada gesto, distintas maneras de afrontar su próxima muerte.
Me gusta el gesto desafiante del campesino del fajín bermellón. Porque estoy atado, que si no, tiraba de mi siete muelles y me cobraba las tripas de alguno antes de ir a ver a San Pedro.
O la mirada perdida en el horizonte de su compañero de pañuelo rojo al cuello. Y ese gesto tierno entre los dos amigos que se abrazan despidiéndose (¡Qué grande es abrazar y que te abracen!).
O la mirada medio displicente medio resignada del campesino de la barretina. Francisco de Borja Pardío, que fuera comisario de guerra, tiene la mirada gacha y está sumido en sus pensamientos. También con la cabeza gacha, mirando a los recién fusilados, está el rubio, el inglés Robert Boyd. No sé si por beneficiar los intereses de su país o porque era un idealista convencido de su lucha contra la tiranía (por lo que me inclino), pero financió a Torrijos y los suyos. Y ahí está, esperando a que le den un tiro. A su lado, el coronel López Pinto alza sus ojos al cielo en muda oración.

Mientras pienso en los rostros de esos hombres, en sus emociones...llego ya al trío principal, al que se desvían las miradas en un primer vistazo.

A la derecha, con su levita negra, está el más anciano de los tres hombres, Fernández Golfín, al que le están vendando los ojos. Los labios apretados, el puño izquierdo cerrado en un gesto de impotencia, erguido... Si tuviera que definirlo con una palabra, esta sería dignidad.
A su lado, el personaje principal: Torrijos. El ceño fruncido, la mirada perdida...Pesadumbre. Derrota y desesperanza. Pienso inmediatamente en una conversación que tuve hace tiempo sobre la estatua de Perseo que está en la Loggia dei Lanzi. Los vencedores sin retorno. Sólo que Torrijos no ha vencido (ni convencido, viendo lo que me rodea).
Pero quién más atrae mi atención no es Torrijos ni Fernández Golfín, sino Flores Calderón.
Parece que me mira fijamente y me cuesta mantener esa mirada dura. Pero no por temor, sino por vergüenza.

¿Qué, hermosa, y tú que vas a hacer? ¿Te vas a quedar ahí mirando sin hacer nada mientras los de siempre nos hunden en la miseria? Coño, a nosotros nos van a matar. Al menos haced algo para que estas muertes no sean un desperdicio inútil.


En mi cabeza, inicio una especie de mudo diálogo en el que respondo a sus preguntas. Aunque más que preguntas, siento que son alaridos de alguien herido. Pero todo me suena a excusas y justificaciones y me siento pequeñita ante esos hombres que lucharon y murieron junto por ese ideal de una España mejor.

Esa aparente severidad en su porte, en su mirada, que puede echar un poco para atrás, se diluye en cuánto veo el gesto cariñoso hacia Torrijos. Fernández Golfín y Torrijos se dan la mano (supongo que para no sentirse solos ante tan duro trance) pero Flores Calderón, con la mano cubriendo la de Torrijos, casi en un gesto que diría maternal, intenta acoger y proteger a su compañero. Me encantan esos gestos pequeños, que suelen pasar inadvertidos para la mayoría. Quizás trate de darle consuelo ante la traición que les ha llevado hasta allí o quizás, hacerle ver que está ahí, para morir a su lado, después de tantos años compartiendo el pan juntos. Lealtad.

Durante un buen rato, contemplo en silencio el cuadro y me pierdo en mis pensamientos y recuerdos. Supongo que para algunas personas, el cuadro sólo será bonito o feo, o le gustará si se parece más o menos a la realidad o si está mejor o peor realizado técnicamente.
Para mí, ya sea este cuadro, una estatua u otro estímulo (como lo puede ser un paisaje natural); implica una forma de iniciar diálogos y de intentar responderme o plantearme preguntas de esas que todos tenemos. Y de soñar con los ojos abiertos.

sábado, 17 de marzo de 2012

Insomnio por el japonés (otra vez)

Me duermo casi sin darme cuenta pero un par de horas después, me despierto con dolor de cabeza. Hoy, como novedad de la semana, llorando. ¿Cuánto hacía que no lloraba? Desde la última crisis del japonés. ¡Cómo odio no ser yo quién controle lo que me afecta o no hasta el punto de hacerme llorar! Pero nuestra "alma" sólo es una combinación de sustancias químicas y las mías están a por uvas.

Durante un buen rato, me quedo en la cama inmóvil para ver si logro volver a dormirme, pero nada. Así que cojo el móvil y trasteo un rato por internet. Un error. No porque no vaya a volver a dormirme, sino porque no debería leer ciertas cosas sabiendo que estoy con el japo a tope y que seguramente no sea objetiva. Duele hasta las lágrimas ver la poca valoración que le dan a tu trabajo o el poco aprecio que demuestran aquellos a quién quieres.
Una parte de mí se siente tentada a contestar con una bordería o intentar aclararlo con palabras, pero ninguno de los dos métodos va a hacer que me sienta mejor, sólo sería un alivio efímero.

Así que entran unas ganas enormes de ir a la cocina a por el bote de Nocilla de mis sobrinos y calmar la ansiedad y la tristeza con eso. No lo hago.
No por falta de ganas ni por el temor a vomitar, sino porque no voy a lograr calmar la ansiedad más que sólo unos momentos y por la mañana, le añadiría la culpabilidad causada por haber hecho lo que no debo.

Miro el techo y lloro. Digo yo que cuando la medicación haga su efecto y pase la crisis, pararé de llorar. O no. Tampoco es algo que me quite el sueño. ¡Ah, no! Que sí, que sí que lo hace. Me río quedo ante el pensamiento (es lo que tienen estas crisis, que pasas de María Magdalena a descojonarte por cualquier tontería).

Sigo dándole vueltas a las palabras que he leído en internet y me siento cada vez más tentada a mandar un mensaje y decir lo que me ha dolido. Pero, ¿para qué? No voy a dejar de sentir el dolor y dudo mucho de que vaya a cambiar la situación. Además, ahora no me siento capacitada para evaluar si es o no una percepción errónea por el japonés y antes de meter la pata con alguien a quién quiero, prefiero callarme.

En fin, que cansada de mirar al techo (y llorar) y comerme la cabeza (y llorar), me enchufo una pastilla a deshoras y mientras espero a que me haga efecto, cojo un juego tonto del móvil para ver si así no pienso en nada.

viernes, 16 de marzo de 2012

A veces no nos damos cuenta del daño que hacemos a otros...

El otro día estuve charlando con un amigo, a raíz de la separación de un conocido común, sobre los traumas infantiles. Esta separación no está siendo fácil pues una de las partes se dedica a hacer la vida imposible a la otra, aún a costa y sabiéndolo, que está haciendo muchísimo daño a sus hijos.

Yo hice un comentario de que "Lo mejor que les puede pasar a esos niños es que esa parte desaparezca de sus vidas para siempre. Muerto el perro, se acabó la rabia". Y me llevé un ¡Pero qué cafre eres!. Pues sí, suena cruel, pero sigo pensando que es lo mejor.

Porque duele más que alguien que supuestamente te tiene que querer, no lo haga que el dolor de una pérdida. Sí, claro que marca perder a alguien a quién quieres, alguien tan importante como un progenitor, pero solemos tender, y más si no hemos compartido mucho con esa persona, a idealizarla en nuestro recuerdo.
Pero lo otro, reconcome. Porque nos han enseñado que nuestros padres, nuestra familia (y más tarde, nuestros amigos, nuestra pareja) nos tienen que querer y preocuparse por nosotros y que eso es lo correcto.
Cuando percibes que eso no sucede, te desgarra por dentro y piensas que la persona responsable eres tú. Si mi mamá/papá no me quiere y se porta así conmigo, es porque hay algo malo en mí. Y si no tienes a nadie que te diga y te demuestre lo contrario, tu autoestima, tu confianza en ti y en otros, se va a resentir para siempre. Por mucho que te esfuerces en que eso cambie.

Siempre he sabido, y ahora más que convivo con tres niños pequeños, que hay que tener muchísimo cuidado con los niños pequeños pues son como esponjas que absorben todo, pero sin ningún filtro y podemos marcar su futuro y amargarles la existencia con nuestras acciones y omisiones.

jueves, 15 de marzo de 2012

Charlando

Quería charlar contigo, como en esas tardes en el Pandora, contemplando atardeceres o en aquel otro café que está cerca del Congreso, con tu zumo de naranja, que acabábamos bebiendo a pachas y mi cola cao humeante sobre la mesa de mármol; mientras entre silencios y risas cómplices, nos hablábamos de lo menudo y de lo grande o simplemente, nos perdíamos el uno en los ojos del otro. Pero no es posible.
Así que quizás por eso, porque este es mi pequeño café, como los que nos gustaban, charlo por aquí.

Hoy escuché, por casualidad, aquella canción. Supongo que el cd acabaría en una bolsa de basura negra cuando todo pasó. No recuerdo haberlo recogido, aunque tampoco recuerdo mucho de esos días de niebla opresiva. Hubiera sido una extra perfecta para cualquier película de zombies.

Ahora no hay niebla. De hecho, brilla el sol, pero no uno de esos achicharrantes, sino del que reconforta y templa y que juega al escondite entre las nubes. Otros días, llueve mansamente para limpiar todo. Hasta he visto un arco iris y he vuelto a soñar al verlo. No sé, creo que ha pasado el tiempo de las tormentas, aunque nunca se sabe.

Y no sé si será por el japonés ese que vive en mi cuello o porque ya sabes como soy, pero a veces siento que una parte de mí traiciona tu memoria al haber llegado a este punto. Al poco, te oigo en mi cabeza diciendo uno de tus ¡¡Paparruchas!! mientras sonríes burlón. Sé que tienes razón, pero me acongoja la idea de que si te relego al olvido, no sigas viviendo.

El otro día dije que no sería nunca buena compañera. Si me llegas a escuchar me regañas y si te pones mano a mano con Roberto, con el que sé que te habrías llevado estupendamente, me habriáis puesto la cabeza como un bombo dándome argumentos convenciéndome de lo contrario. Y yo me habría callado, sabiendo que me equivoqué al decirlo, sonriendo al ver que mostráis más fe en mí que la que desmuestro yo en más de una ocasión. La verdad es que extraño esas regañiñas cariñosas, aunque escocieran.

Tengo muchas más cosas que contarte, pero por aquí, es imposible pues saltaría de una a otra sin sentido, aunque para nosotros lo tuviera y además, sé que las sabes.

Y prefiero compartir un ratito de silencio cómplice, después de esta charla contigo y conmigo misma.

lunes, 12 de marzo de 2012

Baile

- Me apetece bailar contigo.
- ¿Ahora? ¿Medio en pelotas?
- Sí, ahora mismo.
- Ahh, pillín, ya entiendo...¡Vale!
- No, no. No seas mal pensada. Quiero bailar contigo como se ha hecho toda la vida, como lo hacían nuestros padres y abuelos. Tú entre mis brazos, cogerte por la cintura, pegarnos, oler tu pelo, acariciarte.
- ¿Eh?
- No lo he hecho nunca y no sé si sabré, pero quiero hacerlo ahora.
- ¿No has bailado nunca pegao?
- No y éste es tan buen momento como otro para empezar... ¿Por qué sonríes?

- Porque nunca dejas de sorprenderme... En el Ipod que está conectado al altavoz hay una lista de reproducción que se llama íntimo. Cualquiera de sus canciones sirve...
- ¿Me perdonarás si te piso?
- Claro que sí, tonto. ¡Qué cosas tienes! Abrázame fuerte.
El amanecer les sorprendió meciéndose uno en brazos del otro.



Más petarda (y con más idas de olla)

Supongo que será porque ya peino canas (aunque aún no son muchas)o porque he pasado ya por algún cataclismo de esos que pensé que iba a mandar mi vida al garete y aquí sigo, dando guerra. El caso es que ya no me duelen ciertas cosas que antes me abrían en canal y aún me cuesta reconocerme así.

Sentir fuera de tu vida a alguien a quién quieres y al que ya no sientes que le importas (si es que alguna vez fue así) era una de esas cosas. Seguramente, antes, habría hecho lo imposible por cambiar eso y que volvieran a quererme, para paliar esa sensación de desamparo un poco infantil y que regresara la seguridad. Ahora...pues va a ser que no.
Puede que a su manera, me quiera. Pero yo no quiero que me quieran así, ya no me conformo con ello. Amigos de risas y cañas, se consiguen fácilmente sacando a pasear la cartera en el momento adecuado o poniéndoselo fácil sin llevar la contraria; quiénes están ahí cuando te muestras como la petarda que realmente eres, es más complicado.
Hubo un tiempo en que pensé que éramos compañeros. Los que comparten el pan. Pero si me fijo ahora, con la perspectiva que da el tiempo, no hay compañerismo en que sólo sea mi pan el que se comparte. No pretende ser un reproche y en las mismas circunstancias que se dieron en su momento, actuaría igual. Simplemente, que así lo siento y percibo ahora, pues ya no soy la misma. O quizás si, pero más petarda aún si cabe.

En ocasiones, siento que estoy inmóvil y no avanzo nada, que desde que salí del hospital, sólo suelto lastre y corto cabos. Y al mismo tiempo, siento que no paro de bullir, que afianzo y construyo hacia dentro y que en pocas etapas anteriores de mi vida, había avanzado tanto y con tanta serenidad.