domingo, 26 de julio de 2009

Apagando fuegos

Era el decimosexto café de la larga jornada. Al terminar, había colocado el vaso de papel vacío en la torre que iba creciendo sobre su mesa. Empezaba a semejarse a una chapucera torre de Pisa.

Notó un pinchazo en la boca del estómago. Sin levantar la vista de los papeles que tenía frente a sí, estiró la mano hacia el cajón de su escritorio y lo abrió. Buscó a tientas el frasco del medicamento, que se había convertido en su amigo inseparable estos días. Sólo alzó la vista un segundo, lo justo para poner una cantidad de Mabogastrol en la boca y no ponerse perdido. ¡Cómo odiaba el sabor del anís! Pero aunque le dejara mal sabor de boca, reconocía que el medicamento le hacía efecto y calmaba temporalmente el ardor de estómago.

Volvió su mirada hacia la mesa cubierta de papeles. Un último esfuerzo más y lograría que todo estuviera correctamente, subsanando el desaguisado que había creado el que sería próximamente su ex-socio. Si hubiera querido apagar fuegos, me habría metido a bombero pensó amargamente. Notó el sabor de la bilis en su boca, mezclado con el del anís y sintió ganas de vomitar. Respiró hondo, intentando controlar las náuseas. Quería salir de ese maldito despacho, irse a casa y dormir durante dos días seguidos. Y sabía que esa clase de pensamientos le harían menos eficaz y le alejarían de su objetivo.

Se levantó las gafas de pasta negra y se frotó los ojos, cansado. El Mabogastrol no parecía tan eficaz en esta ocasión y notaba como el pinchazo en la boca del estómago era cada vez más fuerte. Cogió de nuevo el frasco, se puso un poco más de medicina en la lengua y volvió a sumergirse en los papeles.

Un par de horas después, alzó la vista de sus papeles. Movió la cabeza de un lado a otro, intentado aliviar el dolor de sus cervicales. Aunque cansado, su rostro mostraba satisfacción. Lo había hecho. El esfuerzo y el terrible dolor de estómago merecerían la pena. La empresa en la que tantas esperanzas y trabajo había depositado podría seguir adelante.

Al levantarse de su asiento, notó un nuevo pinchazo en el estómago. Cuadró los papeles, antes de meterlos en la caja fuerte; tiró los vasitos de papel, el bote vacío de Mabogastrol y la caja vacía de pizza de la cena del día anterior y apagó la luz del despacho. Se iría a casa, dormiría unas horas y al día siguiente, lunes, estaría en su puesto.

Al salir, vió su reflejo en el espejo del vestíbulo. Despeinado, los ojos inyectados en sangre, las ojeras pronunciadas. La sombra de barba comenzaba a oscurecer su mentón y sus mejillas y él, que vestía siempre impecablemente, llevaba el traje y la camisa arrugadas, por el par de horas que se había echado en el sofá del despacho. Se notaba al límite de sus fuerzas. Le costaba caminar, le dolían las mandíbulas, suponía que por el estrés y el maletín le pesaba una tonelada. Pero lo había logrado. Se sonrió con gesto cansado y se encaminó al ascensor.

Mientras esperaba a que éste llegara, notó otro pinchazo en el estómago, más fuerte que los anteriores y que le hizo doblarse de dolor. Sería mejor que llamara a un taxi, pues así no podía conducir. Sacó el móvil. Sin batería. Como él. Seguro que pasaba alguno por la avenida.
Respiró hondo y se incorporó. Tendría que buscar un rato en el que ir al médico a que le mirara si tenía una úlcera. Las puertas del ascensor se abrieron y él se dejó caer contra la pared del fondo, agotado. Hasta respirar le costaba un mundo.

La señora de la limpieza le encontró a la mañana siguiente. Parecía dormido contra la pared del ascensor, pero cuando se acercó a despertarle, el cuerpo se desplomó hacia un lado.

Infarto, dijeron los médicos.
Algunos se lamentaron porque la muerte se había llevado a alguien tan joven y trabajador. Otros susurraban que le habían encontrado con restos de polvo blanco y que quizás eso le había matado. El asunto fue la comidilla del edificio de oficinas durante un par de días, hasta que fue sustituido por los rumores de affaire entre la secretaria de la empresa de mensajería de la segunda planta con el director general de la agencia de publicidad del cuarto...

domingo, 19 de julio de 2009

Una visita para combatir el aburrimiento

Afuera arreciaba la tormenta. Las gotas de lluvia repiqueteaban enfurecidas contra los cristales. Las ramas de los árboles cercanos, agitadas por el viento, chocaban unas contra otras y contra las paredes de la casa, como si fueran fuerzas de asalto. No supo muy bien porqué pero recordó el cuento de “Los tres cerditos” que tanto le gustaba cuando era niño.

Si no hubiera sido porque contaba con un generador independiente, llevaría tiempo sin luz eléctrica. Tampoco es que importara demasiado porque para lo que había que ver, el fuego de la chimenea era más que suficiente.

Sintió un escalofrío que le recorrió la espalda y se levantó pesadamente del sofá para echar un tronco a la chimenea. Se quedó de pie, frente al fuego, frotándose las manos para entrar en calor. Las llamas eran bellas, pero todas tan iguales...

Hastíado, apartó la vista y regresó a tumbarse al sofá. Durante un rato, intentó entretenerse mirando las sombras caprichosas que dibujaba el reflejo del fuego en el techo, pero pronto se cansó. Probó a leer un rato el libro que estaba tirado en el suelo. Nada. Distinta historia, distintos personajes pero lo mismo de siempre, como los miles de libros que había leído antes. Tedio. Podría probar a ver algo en el portátil o escuchar algo de música, que siempre le entretuvo, pero ¿para qué? Antes de ir a la casa, se había planteado llamar a alguna de sus amantes para que le hiciera compañía, pero ¿merecía la pena? Distintos rostros, pero las mismas conversaciones y rituales. Hasta echar un polvo le parecía aburrido, porque ¿y después? Lo mismo de siempre. Hasta había probado también con otros hombres, pero pasada la novedad inicial, el aburrimiento lo volvía a atrapar.

No es que no los quisiera ni que no fuera capaz de sentir. No. Simplemente que le aburría todo.
Así que había decidido acabar de una vez por todas y como era un hombre considerado, ahí estaba. En medio de la nada. Solo, como había decidido.
No estaba ni triste ni desesperado ni abatido. No sentía todos esos sentimientos que comúnmente se asocian a los suicidas. Más bien lo contrario. Tenía lo que otros envidiarían como una buena vida, había logrado sus metas, era querido y respetado, había amado y era buena persona. El perfil de hombre feliz. Pero terriblemente aburrido.

Siempre había sido un hombre organizado y no iba a dejarse morir así como así, al buen tun-tún.
Pensó en algo muy clásico como una sobredosis de barbitúricos, un tiro en la sien o cortarse las venas en su baño, pero menuda papeleta para quien lo encontrara. No, no. Sería muy desconsiderado por su parte. Descartó, por el mismo motivo, tirarse a las vías del tren. ¿Por qué iba a traumatizar al pobre conductor de la locomotora?.
Lo meditó y decidió que tendría que ser un suicidio que pareciera algo natural o un accidente. Porque si debaja una nota de suicidio, los que le rodeaban se sentirían culpables de su muerte y de no haberla podido evitar. Y tampoco era plan de convertirlos en carne de psiquiatra para los restos. Así que mejor que le achacaran a las circunstancias o a la Divina Providencia y siguieran con sus vidas.

Descartó la idea de hundir su velero en medio del mar. Porque uno era suicida, pero respetuoso. Y bastante mierda tenía ya el mar para que él añadiera un poco más. Podía ir a hacer senderismo a la montaña, despeñarse por un barranco y ser pasto de los lobos. Pero ¿no sería egoísta por su parte el tener a su familia en vilo, abrigando falsas esperanzas, hasta que encontraran su cadáver? Por no hablar de los domingueros que asaltaban el campo a la mínima de cambio y que seguro que le frustraban los planes. No, no.
Así que pensó en una casa, en mitad del monte. Una noche de tormenta como aquella.
Una ventana entreabierta que hace que se apague el calentador del gas, la chimenea y ¡pum! angelitos al cielo. Si es que los suicidas tenían permiso para entrar.

Decidida la manera, había que elegir el sitio. Su primera elección había sido Groenlandia, pero entre que no hablaba ni una palabra de danés y que habría supuesto un gasto excesivo para aquellos que le querían... Así que acabó decantándose por una casa perdida en la sierra madrileña, alejado varios kilómetros del pueblo más cercano y sin cobertura para el móvil.
Con el lugar ya alquilado, encontró la excusa: se retiraba a escribir su nuevo libro, en paz y sosiego.

Así que después de tanta planificación, ahí estaba. Esperando a que llegara su hora. Que llegaría cuando decidiera levantarse, acercarse a la cocina y apagar el calentador de un soplido.

Un trueno hizo que retumbaran los cristales del salón. Desde niño, le habían aterrorizado las tormentas. Y ahora, lo único que sentía era aburrimiento ante ese espectáculo sobrecogedor de luz, sonido y agua. Quizás el Supremo Hacedor tendría que plantearse remodelar sus efectos especiales. Aunque ya casi todo los habían inventado en Hollywood pensó.

Toc, toc. Se incorporó sorprendido. ¿Eso que había escuchado eran golpes en la puerta o habrían sido las ramas? Esperó un par de segundos, antes de volver a la misma postura, convencido de que habían sido las ramas.
Toc, toc
. Alguien estaba llamando a su puerta. Consultó el reloj de pulsera. Las dos de la madrugada. ¿Quién sería a esas horas y con esa tormenta?
Toc, toc. Fuera quien fuera era insistente. Aunque claro, con la que estaba cayendo, era normal.

Se acercó a la puerta y la abrió sin mucha emoción. Sospechaba que podía ser alguna de sus amantes que había ido a pasar la noche con él, para que no se sintiera solo. Así que cuando vió a un completo desconocido que le sonreía, enarcó una ceja en gesto de sorpresa. ¿Quién era ese extraño hombrecillo, empapado de la cabeza a los pies? ¿Qué hacía a esas horas de la noche en un lugar dejado de la mano de Dios?
Esperó unos segundos a que el hombre hablara, mientras las ráfagas de viento cargadas de lluvia empapaban su rostro y su camisa. Pero el hombre permanecía mudo, sonriente. Aunque con el estruendo de la tormenta, apenas lo habría escuchado.

- Pase usted, hombre, que nos vamos a coger un resfriado - dijo pasados unos segundos. Como no parecía que el hombre le hubiera escuchado, apoyó su mano en el brazo y lo atrajo hacia sí. El hombre se dejó hacer sin dejar de sonreír. Antes de cerrar la puerta, miró a ver si había alguien más en el exterior. Nadie. Todo era muy extraño.

Observó a su raro invitado. No era ni demasiado alto ni demasiado bajo, ni demasiado grueso ni demasiado delgado. Tenía un rostro anodino, fácilmente olvidable entre la multitud. Nada destacaba en él salvo su extraño atuendo, totalmente inadecuado para dar un paseo por medio del monte en una noche de tormenta. Vestía un traje blanco de lino, que a pesar de la lluvia y del barro, estaba inmaculado. Sacudía con cuidado un sombrero panamá, que estaba empapado por la lluvia.

- Está usted empapado. Déjeme que le traiga una toalla

- No, gracias, no se moleste
- el extraño había hablado por primera vez. Su voz, como el resto de su persona, era anodina - ¿Le importa que me acerque al fuego para secarme un poco? Ha habido un error en la planificación y mi vestuario no es el más adecuado - el hombre hizo un gesto invitador y el hombrecillo se acercó a la chimenea.

- Me imagino que estará sorprendido por mi súbita aparición - continuó el hombrecillo mientras se acercaba al fuego - No le robaré mucho tiempo señor García. ¿Me permite llamarle Jorge?.

Jorge dió un respingo al oír su nombre en boca del extraño. Le miró con recelo unos instantes. Cálmate, Jorge, que seguramente haya leído alguno de tus libros pensó.

- Sí, claro. Puede llamarme Jorge, señor... - dejó la frase a medio terminar esperando que la completara el hombrecillo.

- Muchas gracias, Jorge - el hombrecillo ignoró la invitación de Jorge de dar su nombre y le miró sonriente - Me gusta el lugar que ha escogido para morir. Es acogedor.

Jorge sintió sus manos temblar al oír hablar a ese hombre acerca de sus planes suicidas. ¿Pero qué demonios estaba pasando? ¿Quién era ese desconocido que sabía de sus planes?

- ¿Cómo sabe usted...?

- Ah, tranquilo, estoy aquí por eso. Forma parte de mi trabajo saber esas cosas.

- ¿Su trabajo? ¿No será usted mi ángel de la guarda?
- Jorge se sintió ridículo según terminó de pronunciar la frase. Vió que el hombre sonreía beatificamente.

- ¿Su ángel de la guarda? Creo que alguien ha visto muchas películas de Capra... No, no soy su ángel de la guarda. Y como sé que se lo pregunta, tampoco soy un diablo que viene a ofrecerle un trato por su alma. La verdad es que el negocio de las almas está algo devaluado. Demasiada oferta en el mercado. Y con tan poca calidad... - El hombre suspiró.

Los ojos de Jorge estaban a punto de salírsele de las órbitas. ¿Pero de qué hablaba ese hombre? ¿Se habría escapado de algún psiquiátrico? O podía tratarse de alucinaciones pre-mortem provocadas por el escape de gas. Pero aún no lo había apagado. O quizás sí y no lo recordaba.

- ¿Le importa que me sirva un poco de cola cao? Estoy helado. Se supone que yo hoy tenía que estar tranquilamente dando un paseo por la Habana, pero ya sabe como son estas cosas de la burocracia. ¡Y la maldita informática!. Antes era todo mucho más sencillo. Pluma, pergamino y todo solucionado. Pero claro, con las explosiones demográficas nos habríamos visto obligados a desplumar a todos los ánades del planeta para llevar a cabo nuestro trabajo.

Jorge se reconocía a si mismo que estaba viviendo, gracias al extraño hombrecillo, el momento más interesante de su vida en los últimos tiempos. Era irónico que se produjera gracias al gas que lo iba a matar para acabar con su aburrimiento.

- Perdone, aún no tengo muy claro quién es usted. Y a qué ha venido.

- Oh, claro, claro. Perdone mi descortesía
- el hombre dió un trago al cola cao - ¡Qué bien sienta! Ah, sí, ¿por dónde íbamos? Quería saber quien soy yo. Yo soy una Muerte.

- ¡¡¿La Muerte?!!


- No, no, no. La Muerte no. Una Muerte - el hombrecillo sonrió con ternura al ver la cara de desconcierto de Jorge - Ya se lo expliqué antes. El crecimiento demográfico... La pobre Muerte original no daba abasto de un lado a otro, así que sacaron unas cuántas plazas para ayudarla y aquí me tiene.

- ¿Y dónde ha dejado la guadaña y el manto oscuro? ¿Y el tablero de ajedrez? - Jorge sonreía socarronamente, mientras pensaba que tenía que haber mirado los efectos secundarios de la intoxicación por gas antes de decidirse por esa forma de morir.

- Verá, yo soy más de parchís y cinquillo, aunque sé que hay algunas compañeras que son más intelectuales. Confieso que el ajedrez me resulta tremendamente aburrido, porque todos se creen que ganando una partida prolongarán su existencia. Pero por lo que tengo entendido, ni siquiera Bobby Fischer lo logró. Es que no fui yo quien le asistió - el hombrecillo dió un sorbo al cola cao y continuó hablando, con un brillo de emoción en los ojos - Pero en el parchís.. El azar al lanzar el dado lo dota de más emoción y es mucho más divertido. Y más apropiado para despedidas grupales...
- Y la guadaña... Ya le dije que fue un error. Yo tenía que estar en La Habana, asistiendo a un hombre importante. Allí no se estila mucho eso de las iconografías tan clásicas... Pero por un malentendido, tengo que asistirle a usted primero. Siento que no sea como había esperado...

Jorge se dejó caer en el sofá, boquiabierto. Se había de reconocer a sí mismo que al menos su imaginación y su subconscientes eran entretenidos. ¿Por qué no habrían salido a relucir antes de apagar el calentador? Lanzó una mirada a la cocina. Quizás aún estuviera a tiempo de ventilar todo y dar marcha atrás a su plan... El hombrecillo se dió cuenta de la mirada de Jorge y le sonrió.

- ¿Está ya preparado? Da gusto tratar con personas como usted, que le facilitan tanto el trabajo. No se levante, ya me encargo yo del gas...

- ¡¡NO!! ¡¡ESPERE!! - Jorge se incorporó rápidamente, interponiéndose entre el hombre y el camino a la cocina - Yo, yo...no quiero morir. Ha sido todo una estupidez por mi parte

La Muerte frunció ligeramente el ceño, antes de sonreírle.

- Mi querido amigo, son normales estos temores. Todos los sienten. Pero sólo será un momento y se olvidará de todo. Además, no es que quiera meterle prisa, pero tengo que ir a la Habana. Ya verá que sorpresá se llevan al verme...

- No, no, por favor
- la voz de Jorge era débil - Yo no quiero morir. Fue una tontería. Tenía todo y pensé que no podría lograr nada más, que ya no merecía la pena disfrutar de la existencia. Pero me equivoqué. ¡¡Tiene que entenderme!! - el hombrecillo miraba apenado a Jorge. Había presenciado ese lamentable espectáculo demasiadas veces - ¡¡Por favor, ayúdeme!!.

El hombrecillo le cogió el brazo firmemente y le sonrió con afecto.

- No puedo, Jorge. Fue su elección. Usted al menos la tuvo y tiene que ser consecuente con ella.

Jorge le contempló incrédulo, con los ojos al borde del llanto. Quería resisitirse, pero sentía que una rara lasitud se apoderaba de sus músculos. Se dejó caer contra el respaldo del sofá, llorando como un niño.
Él no quería. Se habia confundido en su decisión. ¡¡¡Alguien tenía que entenderlo!! Quería continuar y apagar el gas. Pero estaba tan cansado...

El hombrecillo, se acercó a él y le cogió del brazo con gesto paternal.

- Ande, ande. Cálmense. Sé que tiene miedo. Todos lo tienen. Venga al sofá conmigo - Jorge se dejó llevar por el hombrecillo, que lo sentó en el sofá - Confíe en mí. Durará poco y no sentirá nada.

Permanecieron en el sofá unos minutos. Jorge sollozando con la cabeza entre las manos y el hombrecillo tomando cola cao con una expresión de placer dibujada en el rostro. Poco a poco, los sollozos de Jorge se fueron amortiguando, mientras se acurrucaba en el sofá.

- ¿Y ahora? ¿Qué va a ser de mí? ¿¿Adónde iré? - la voz de Jorge apenas era un hilillo. Intentaba mirar a la Muerte, pero sentía como le pesaban los párpados.

- No sea impaciente. Lo descubrirá enseguida. Es sólo cuestión de elección.

Jorge no pudo escuchar las últimas palabras. Su corazón había dejado de latir. El hombrecillo le miró sonriente, murmuró un Buen viaje y se levantó. Antes de salir por la puerta, se acercó a la cocina y apagó el calentador de un soplido.

Apenas se había alejado unos cientos de metros de la casa, cuando escuchó la explosión. Se sacudió algunas agujas de pino que le habían caído sobre el traje por culpa de la onda expansiva. El viento traía hasta su nariz llegó el olor a madera quemada.

Para ser tan considerado, no tuvo en cuenta el incendio que iba a causar con su suicidio
pensó mientras apresuraba el paso. Quizás podría llegar a visitar al hombre importante de la Habana, antes de acabar su jornada.

Beep, beep.
Tenía un mensaje. Un nuevo encargo que cumplir en Oslo antes de irse a la Habana. ¡Cachis la mar! Era la tercera vez que le suspendían el encargo de la Habana. Seguro que ese hombre tenía algún contacto dentro de la organización porque si no, no se explicaba tanto fallo. Pero bueno, él solo era un empleado. Un empleado que pronto estaría de baja por un resfriado. Y es que tanta descordinación...

Suspirando, se levantó las solapas del traje, para protegerse del frío y es desvaneció en la noche.

sábado, 18 de julio de 2009

"Secuestro"

Esta mañana, como se puede comprobar en el anterior artículo, estaba muy quemada. Y esta tarde, la tónica ha sido la misma, salvo por un paréntesis muy agradable que he tenido y que me ha hecho afrontar la tarde de otro modo.
Un amigo me ha "secuestrado" y me ha llevado a tomar un tinto de verano. O dos o tres, que tampoco nos vamos a poner tiquismiquis echando cuentas (Porque como en otros asuntos, no importa tanto la cantidad ni el tamaño como la calidad).

Mi amigo me ha contado algunas anécdotas que ha hecho que me olvidara de los gilipollas matutinos. No hemos hablado ni del sentido de la vida, ni de amor, ni de la crisis ni demás cosas serias. Lo más serio de lo que hemos hablado ha sido sobre sexo y tampoco hay que tomarse el asunto muy en serio.
Las preguntas más trascendentales que nos hemos hecho han sido del tipo ¿Por qué a hacerse una paja se le llama hacerse una paja? ó ¿Qué hacen por la noche los papeles de nuestras mesas que por la mañana hay más? ¿Follan y se reproducen?.
Y una que me planteé ayer y en otras ocasiones y que hoy volví a hacerlo: ¿Por qué a aquellos que no les gustan (o no les apetecen) los caracoles se ponen ciegos mojando en la salsa de los míos?.

Así, al poco, mientras mis eritrocitos y leucocitos compartían mis venas con el tinto de verano y las preguntas absurdas iban saliendo una tras otra, hemos pasado a las carcajadas.

¡Qué gusto da disfrutar de algo tan simple como una buena compañía, miradas chispeantes de complicidad, muchas risas, un tinto de verano y un plato de caracoles!

Estoy hasta las mismísimas narices de aguantar gilipolleces y gilipollas

viernes, 10 de julio de 2009

Bochorno

Pasarán más de mil años, muchos más, yo no sé si tenga amor la eternidad...

El vinilo daba vueltas sin cesar, llenado la habitación con el sonido sensual del bolero. El ventilador del techo seguía su rítmico movimiento, lento, como si quisiera acompasarse con la música en una danza invisible. A lo lejos, tras la ventana abierta, se oían algún perro callejero y las voces de chiquillos que jugaban en las calles, chapoteando en los charcos.

El hombre permanecía sentado de espaldas a la puerta. Una pequeña arruga cruzaba su frente, mientras escribía concentrado. Esa tarde de verano era especialmente calurosa y la lluvia que había cesado unos minutos antes, no había hecho sino empeorar el bochorno. Pero a pesar de ello, él intentaba guardar la compostura. La americana de su traje reposaba en el respaldo de su sillón, Sabía que esa tarde iba a recibir visita y no quería que le pillaran hecho un Adán.

La pluma se deslizaba sobre los folios, llenándolos con una letra pequeña y picuda. No sabía si ese pequeño resumen de su vida le interesaría a alguien, pero sentía la necesidad de trascendencia. Que se supiera como un chico de ciudad, lleno de sueños, y que odiaba el calor había acabado, casi anciano, en un pueblo de mala muerte en medio de un calor infernal. Todo por una mujer. Esa maravillosa fuente de problemas que otros, a lo largo de la historia, habían padecido antes que él. Y que si él viviera cien vidas más, desearía volver a padecer.

Alzó la mirada para ver como se deslizaban las últimas gotas de lluvia por el cristal de la ventana y frunció ligeramente el ceño. No faltaba mucho. Se quitó las gafas de montura de concha y se frotó los ojos con gesto cansado. Antes de incorporarse, cuadró los folios que acababa de terminar.

Abrió con la mano la cortina de cuentas de madera para acceder a la sala que hacía las veces de dormitorio. En un rincón, había un pequeño aparador con una jarra con algo lo más parecido a agua fresca que había en el pueblo. Echó un poco de agua en la jofaina y se lavó el rostro. Con él aún húmedo, se contempló borroso en el espejo. Notaba en su mentón la sombra de barba que empezaba a crecer. Se secó con una vieja toalla, algo raída y se ajustó el nudo de la corbata.

Junto a la cama, en la pequeña mesita, estaban la botella de whisky que le traía Pascual de la ciudad una vez al mes y su caja de habanos. Normalmente se servía solo un poco de licor, que rebajaba con agua, racionándolo para que le durara hasta la próxima visita de Pascual, pero esta vez fue generoso consigo mismo.

Regresó a su escritorio, bebiendo pequeños sorbos de su vaso de whisky. Delicioso. Uno de sus pequeños placeres. Abrió el cajón del escritorio y sacó una caja de largas cerillas de madera. Con cuidado, casi ceremoniosamente, encendió un fósforo largo, de madera. Mordió la perilla de su habano y comenzó a girar el habano entre sus dedos, con mimo. Como si estuviera acariciándolo, mientras se encendía poco a poco.

Se recostó en su sillón, fumando con parsimonia. Volvió a mirar los papeles. Una lástima pensó. Todo lo que he sido, puede acabar en alguna letrina. Cubierto de mierda.

Como si fuese un extraño presagio, cargado de ironía, oyó un zumbido que se acercaba. El zumbido cesó y unos segundos después, notó la punzada en su nuca. ¡Maldita sea! Con un gesto rápido y seco, se golpeó la nuca. Al retirar la mano, los restos del tábano cubiertos de sangre. La suya y quizás la de otros succionada por ese asqueroso bicho para poder sobrevivir. Sacó el pañuelo de su bolsillo y se limpió. Su mejor camisa y seguro que estaba sucia de sangre por culpa de ese bicho. Él, que siempre gustaba de ir impoluto, aunque fuese en ese barrizal.

El disco terminó y sólo se oía el rascar de la aguja del gramófono. Entonces se dió cuenta. Las voces de los niños habían cesado y sólo se oía algún lamento a lo lejos. El silencio se había adueñado del pueblo.
Estaban llegando.

Oyó pasos que se acercaban apresurados, una respiración agitada y la puerta cerrarse con un portazo. Sin necesidad de verle, sabía que era José.

- Profesor, profesor. ¡¡Qué ya han llegado!! Corra, corra usted.


Carraspeó y se giró. Un chiquillo moreno, de pelo alborotado y con los pies descalzos y cubiertos de barro, esperaba junto a la puerta.

- ¿Eso es lo que le he enseñado, José? ¿A entrar a trompicones en una casa ajena, dando voces, sin ni siquiera saludar a su anfitrión?
- miró la cara de desconcierto del niño. Sabía que éste le guardaba sincero afecto y que aún era muy joven para entender todo aquello. Sintió una oleada de ternura y se acercó a él, apoyando paternalmente su mano en el hombro - Ande, no se preocupe. Hágame el favor y apague el el gramófono, mientras voy a por un pequeño regalo para usted.

Vió la mirada de sorpresa del muchacho que, obediente, se acercó hasta el gramófono. Él regreso al escritorio y cogió la estilográfica negra con la que había estado escribiendo. Un regalo de un padre orgulloso a su hijo el día que éste finalizó la carrera y se convirtió en "Todo un señor ingeniero". Él no tenía hijo a quién legársela y antes de que fuera fruto de la rapiña, serviría para ese muchacho. Es inteligente y tenaz y quizás pueda salir de aquí algún día...

- José, venga aquí. ¿Ve esto? Es un regalo que me hicieron ya hace muchos años y que ahora yo le hago a usted. ¡¡Úsela para practicar los ejercicios de ortografía!! Aquí tiene algunos papeles
- El hombre cogió los folios manuscritos y se los entregó también al niño. Al menos que fueran útiles a alguien...
El niño cogió la pluma reverentemente, como si fuera un tesoro sagrado. Y algo así era, pues sabía que el hombre trataba ese objeto con el mayor de los cariños y que no lo habría cambiado ni por un fajo de dólares. Dobló los papeles y se los metió por debajo del cinturón.

- Y ahora, muchacho, ha de irse. Será mejor que no le vean aquí. Siga estudiando, hágase alguien de provecho y no se deje aplastar.

Vió como las lágrimas se asomaban a los ojos del niño. En un arrebato, éste le dió un beso en la mejilla antes de irse corriendo. El hombre tocó con las yemas de sus dedos el lugar dónde le había besado el chiquillo y sonrió con algo de amargura. ¿Cuánto hacía que no le habían besado de un modo tan sincero y espontáneo? Hacía ya tanto tiempo que casi lo había olvidado.

Oyó muchos pasos pesados y ecos de voces ebrias que se acercaban por la calle principal. Se puso la americana y colocó el pañuelo en el bolsillo, perfectamente doblado. Estaba hecho un dandy, como cuando salía en su juventud a pasear en su ciudad, con su joven esposa del brazo. Él, el brillante ingeniero de futuro prometedor. De un trago, apuró el contenido de su vaso y con su habano en la mano, se dirigió hacia la puerta, para recibir a sus invitados. Antes de abrirla, recordó algo y fue apresuradamente hacia el dormitorio, de dónde sacó una vieja fotografía. La fuente de sus problemas. Sonrió antes de abrir la puerta, recordando la letra del bolero.

El silencio de la tarde se vió roto por el repiqueteo de las armas de fuego. Y después, de nuevo el silencio. Ni un lamento, ni una imprecación a los asesinos. En la esquina de la casa, escondido entre los matorrales, un chiquillo de pelo negro alborotado lloraba en silencio al contemplar la escena. Sólo, frente a la casa, cubierto de sangre y barro, un cuerpo inmóvil, tirado con una vieja fotografía de bordes gastados a su lado.

El chiquillo, aún con lágrimas en los ojos, se despidió mudamente de su viejo profesor. Apretó las mandíbulas con determinación y se aferró a la estilográfica como un náufrago se aferra a su tabla de salvación.

jueves, 9 de julio de 2009

Para la socia

Hace un rato, hablé con la socia. Además de estar un poco afónica, estaba muy cansada.
Y de repente, sin previo aviso ni nada, su voz ha cambiado y ha sonreído por teléfono. Cuando le he preguntado, me ha dicho "Escucha" y ha puesto el teléfono junto a la música ambiental. Me ha confesado que esta canción la revitaliza y que el vídeo la encanta.

Esto va como aperitivo de la semana que viene, "joven".

Otro pequeñito homenaje

Hace un ratito, vino Concha a mi oficina. Seguramente los que me leen no la recuerden, pero hablé de ella aquí. Me sorprendió verla sola y me temí lo peor. Acerté.

Sabe el cariño que siento por ellos y quería compartirlo conmigo. Entre lágrimas, me ha dicho que Lorenzo falleció el fin de semana en Alicante. Me hubiera gustado enterarme antes, para acompañarla y que no se sintiera sola.
Hace tiempo, alguien más listo que yo, me dijo que el cariño requiere roce y nos hemos dado un abrazo. Mientras ella lloraba sobre mi hombro, por haber perdido a su compañero de tantos años, al amor de su vida, he roto a llorar. En silencio. Todas las lágrimas que he reprimido últimamente porque alguien tenía que tirar de los que le rodean y me tocó, han salido una detrás de otra.
He llorado por Lorenzo, pero también por mi abuela a la que echo tanto de menos. Y por aquellos a los que quiero y no están.

Poco a poco, nos hemos ido calmando ambas. Antes de irse, le he insistido en que tiene mi móvil y que si necesita cualquier cosa, que me llame. Ella me ha medio sonreído y se ha despedido con un beso en la mejilla y un "gracias, hija".

La he visto irse hacia casa, a través del escaparate, aún con los ojos enramados, como ahora cuando escribo.
El otro día hablaba con un amigo sobre el negocio y la forma de trabajar. Me decía que quizás, tendría que convertirme en un tiburón y pensar en mí y después en mí, enfocando a los clientes como pequeñas cajas registradoras. Nada más.
¿Y qué queréis que os diga? Que le pueden ir dando a mi amigo y su forma de enfocar los negocios.

domingo, 5 de julio de 2009

Tiranos

Si le preguntamos a la mayoría que entiende por tirano, seguramente se forme en su mente la imagen de alguno de los dictadores que, en muchos casos se han hecho con el poder por la fuerza de las armas.

Pero no sólo la tiranía se impone por la fuerza de las armas ni tiene porque ser la obtención del gobierno de un Estado, sino algo más de andar por casa. Sin necesidad de una violencia evidente, sólo subyacente.

Todos hemos oído hablar o incluso hemos presenciado episodios de los pequeños tiranos. Niños y adolescentes que amparados por la impunidad que se les permite (y es que de tanto protegerles se nos ha ido la mano), hacen lo que les da la gana.

En otras ocasiones, ya he hablado de la tiranía de lo políticamente correcto. No me voy a extender demasiado con ésta, sólo hay que observar el mundo que nos rodea con un criterio mayor que el de una peladilla.

Quisiera extenderme algo más en otra tiranía: la del dolor. La que más presencio últimamente en mi entorno.

Conozco a dos personas de mi entorno que padecen la misma enfermedad. Crónica y dolorosa. La primera, lo lleva como buenamente puede, resignándose y apretando los dientes si es preciso. Como todos cuando estamos pochos, a veces tiene mal genio, pero no es lo habitual.
En cambio la otra...
Ha convertido su dolor en el arma que emplear contra otros, la justificación para todos sus desmanes. Y parece que quisiera que todos los que le rodean estuvieran igual, en una extraña suerte de solidaridad. Mal de muchos...

El otro día presencié un episodio de esta clase de tiranía en otra persona.
Es que estoy con depresión. Hay quien realmente padece esa enfermedad y sufre verdaderamente, pero en muchísimos casos, es la excusa tras la que disfrazar la falta de decisión, cuento, irresponsabilidad y egoísmo (en cantidades industriales).
Esta persona se dedicó durante un buen rato a machacar a otra, porque no hacía las cosas como ella quería. Y la otra persona, callada, porque no quiere dañar a quien está mal. Yo también lo estuve un buen rato, hasta que me harté y dejé salir mi diplomacia acelguil. Seguramente fui cruel. La tiranía de lo políticamente correcto así lo considera. Aunque podría haber suavizado mis palabras, sé que hice lo correcto.

Yo no soy una santa. Tengo mi mal genio cuando sufro. Me he comportado en ocasiones como una tirana, aunque normalmente mi rabia la enfoco hacia mí misma y no a hacer daño a otros.

Si te apetece descargar tu furia contra otros sin motivo, líate a cabezazos contra la pared. Con el dolor de cabeza, se te quitan las ganas de pegar voces a nadie.

Como hoy comentaba en otro asunto, quizás todo se solucionara teniendo algo más de empatía con los que nos rodean. O sea, que dejemos de mirarnos un poco el ombligo...