viernes, 25 de noviembre de 2016

Pasos de hormiga

Hoy he hablado de ti sin decir tu nombre. Es uno de esos días en que tu ausencia se nota especialmente, que acongoja y me tiene al borde de las lágrimas, aunque sonría.

Tú lo sabes. He tratado de ser egoísta, de recogerte sólo para mí y avanzar, de no convertirte en un fantasma que me ancla a una casa encantada y deshabitada, a un "lo que pudo haber sido y nunca será". Pero son pasos de hormiga en un mundo de gigantes.

Entre todo lo que añoro, lo que más echo de menos es el silencio. No este impuesto, atronador y que me asfixia, sino el compartido; el que se llenaba de miradas, de medias sonrisas, de besos robados y regalados, de observar sin que te dieras cuenta (o sí)...

A veces desearía olvidarte, olvidar todo lo sentido. Y al instante, me doy cuenta de la barbaridad que estoy pensando y me cabreo conmigo misma por ello, por desleal. Por desagradecida.

Sé que este día gris pasará. Siempre hay un rayo de esperanza y el dolor volverá a una de mis cápsulas. Y seguiré caminando. Disfrutando del camino como me enseñaste, aprendiendo, intentando escuadriñar que hay detrás de cada curva, del horizonte lejano.

Pero hoy, esta hormiguita, esta brizna insignificante, necesita parar. Dejar que la lluvia que cae arrastre las lágrimas, que sea agua rodada que me limpie y nutra. Que me permita creer que estás aquí, compartiendo el silencio.



martes, 22 de noviembre de 2016

Encapsular

Tengo algunos pequeños tumores cutáneos. Son resultado de picaduras de mosquito que mi cuerpo ha acabado encapsulando y creando esos tumores. Cuando se lo comenté a un amigo muy querido se reía y lo achacaba a mi personalidad, a ese afán mío de guardarme lo que me daña y no dejarlo aflorar.

Quizás sea así y lo que me daña y no entiendo, lo rodeo y ahí se queda... Aunque a veces se reabra.

Hace un rato estuve haciendo "limpia" de viejos correos electrónicos y papeles del ordenador. Y releí algunos, de algo sucedido hace muchos años. Algo que se solucionó, pero a tenor de todas los pensamientos que llevo teniendo desde que he releído, sé que en mi interior, no. Una cápsula que se ha abierto un poquito...

Y cuando eso pasa, es una reacción en cadena. Dudas que enlazan a otras y éstas a otras, inseguridades, miedos... y al fin, dolor.

Hoy decía que dormía bien últimamente. Sé que esta noche no va a ser así. Tengo pendiente una lucha interna, Silvia vs Silvia, en la que no va a haber vencedores.  Y que dolerá, porque me diré verdades (o lo que para mí lo son). Pero también, porque algo tienen los años, que mañana lo habré superado.

O quizás, todo lo que creo superado esté por ahí, debajo de la piel. Esperando a que algo lo reabra y así poder limpiarlo.

sábado, 1 de octubre de 2016

Cabo Verde

Hace mucho tiempo que no escribía, casi todo lo comparto en el Caralibro. Pero esta publicación, quizás más mía, no quiero que esté tan abierta (aunque no me oculto) y sólo aquellos interesados en mis idas de olla, las íntimas, se molestarán en leerlo. O no, ¡qué más da!. Este escrito no deja de ser un hablar en voz alta conmigo misma.

Acabo de regresar de unas vacaciones estupendas en Cabo Verde, en la isla de Sal. En Caralibro he publicado las fotos: playas de arenas blancas, aguas turquesas, desiertos, cabellos despeinados, sonrisas.
He vuelto con el espíritu cargado de calma y sonrisas, pero ¿qué sería yo sin que las sonrisas estuvieran acompañadas por las lágrimas y las reflexiones en solitario frente al mar (cuando se puede)? ¿Sin mis turbulencias interiores?

La cara amable del país es la que publiqué, la triste, la que me tuvo frente al mar, buscando un bálsamo. La de la pobreza; la de los niños alcoholizados, la del destrozo de la naturaleza, la del analfabetismo y la falta de recursos para no morirse por cualquier tontería que aquí se curaría en nuestra denostada Seguridad Social.

Palmeira... Los pescadores llegaban y la algarabía de las mujeres que querían comprar, bien para subsistencia propia, bien para la venta, llenaba el muelle. Algunos niños pequeños correteaban por la calle, en ocasiones ajenos a las miradas de sus cuidadores. Pero no de la mía. Nada calma ni nada me solivianta (por su sufrimiento) mi espíritu como los niños. Quizás sólo el mar...
Venciendo recelos

Alia captó enseguida mi atención. Una pequeña muñeca de tez oscura y ojos grandes, que miraban asustados a la turista inglesa que insistía en cogerla en brazos. Yo quería acercarme, pero una mezcla de pudor y preocupación por la niña me lo impidieron hasta que ella me miró curiosa. 
Me acerqué a ella, sin ademán de cogerla, pues la vi incómoda. Le hablé en voz baja en mi portugués y ella me miró con sorpresa, como si las personas blancas de cabello rubio que se le acercaban normalmente no fueran capaces de comunicarse con ella. Al poco, me tendió su manita y jugué con ella entre mis dedos. Charlé con su abuela, que me contó que su madre era una chiquilla de dieciocho años que trataba de buscarse la vida como podía. Alia echó mano a mis gafas, intentando quitármelas, como cualquier niño de su edad, que busca experimentar y aprender . Al ponerle caras raras y muecas, se asustó un poco hasta que me oyó reír y se unió a mis risas. Antes de despedirme de ella con el espíritu calmado, rebusqué entre mis cosas y encontré un chupachups. La última imagen que tengo de ella desde la pick up es chupando el caramelo, feliz, mientras jugueteaba con el pelo de su abuela

Pero la tranquilidad que Alia me regaló, me duró poco pues fuimos hacia el interior de la isla. Vertederos y montañas de basura en mitad de ninguna parte. Terreno descuidado que presagia un futuro poco halagüeño. Un perro callejero en mitad de la nada se acercó receloso a la pick-up, hasta que lo espanta con gritos el conductor.. Me acuerdo de mi Boliche, feliz en casa. La mirada de este perro, que me subyuga, sólo refleja temor y hambre. Lo que nos espera si persistimos en cargarnos el planeta.

El viaje continuó hasta la capital de la isla, Espargos. Desde Terraboa entramos por la zona más mísera de la ciudad. Chabolas a medio construir de hormigón y chapa, sin luz, sin agua, con basura, ratas y moscas y sin futuro. O quizás, sí hay esperanza de un futuro. Eso pensé al ver a los los niños que nos sonreían y saludaban de vuelta de la escuela, cargados con sus mochilas. A los pocos días, descubrí como funciona la educación allí (como todo, a base de dinero) y no pude evitar sentir un escalofrío al acordarme de la niña del “baby” azul que llevaba una mochila de Frozen, ajada y más grande que ella y que tenía una sonrisa que brillaba.

Vuelta al hotel, fui al bar en busca de algo fresco y allí estaba ella. Una fotografía que captó mi atención entre todas las demás. Una mujer, anciana, que me atrapó con su mirada. Mezcla de sufrimiento, sabiduría y algo que no conseguía descifrar. Estaba tan ensimismada en su contemplación, tratando de descifrarla, que no me enteré cuando los camareros me hablaban. Cada visita al bar, en solitario o acompañada, supondría una nueva charla, intentando entenderla y entenderme. Pregunté si la fotografía estaba a la venta, para seguir charlando, pero no hubo suerte. Incluso pasó por mi mente el llevármela de madrugada y traérmela a España.

Otra mañana... Me siento chispeante porque voy a dar un paseo en velero por la costa occidental de la isla. Al llegar al puerto, nos recibe el capitán. Nos habla en inglés (otra vez mi pinta de guiri) pero al ver que mi amiga no se entera “ni de papa” prueba con otros idiomas hasta que acierta con el español.
“- ¿De dónde sois
- Españolas. De Ávila y de Madrid. ¿Usted es portugués?.
- No, catalán
- Ah, ¿qué hace un español en Cabo Verde de capitán de barco?
- No, español, no. CATALÁN.”
Esa breve conversación me hizo intuir que no iba a tener conversaciones gratificantes con el capitán, pero estaba como niña con zapatos nuevos y no le di mayor importancia. Los compañeros de travesía (cuatro ingleses, dos galeses y dos holandeses) tampoco parecían colaborar mucho con mi estado “zen” al comenzar con los gintonics y las voces a las nueve y media de la mañana.
Pero yo, inasequible al desaliento, me dediqué a pasear por cubierta, charlando con los tripulantes caboverdianos mientras el viento me recolocaba el peinado y el sol tostaba mi piel. Cuando fondeamos para hacer snorkel antes de comer, casi toqué la gloria mientras me zambullía y buceaba entre los peces.
Durante la comida, el capitán explicaba en inglés al resto de pasajeros que el idioma castellano es más moderno que el catalán, gallego o portugués. Al corregirle, otra discusión sobre “verdades históricas” y un comentario, al saber mi profesión, que decía “El turismo es para idiotizar al pueblo” (que manda huevos que me lo dijera un tipo que se dedica a dar paseos a turistas) estuvieron a punto de amargarme la jornada, hasta que dije un “A tomar por saco” mentalmente y volví al agua. Los peces me parecían mucho más dialogantes que el capitán....
Al desembarcar, me fui con una sensación agridulce. Dulce por el tiempo en la mar, navegando y nadando; agria por el fanatismo y la sensación de sentirme extraña con alguien que comparte un patrimonio común...

Santa María... La zona turística de la isla, cerca de los hoteles dónde los turistas nos tostamos al sol. Vendedores que se acercaban, insistentes; niños jugando en la calle o en el muelle; turistas que compran... lo que está en los puestos y lo menos evidente...

Cuando comenté que iba de viaje a Cabo Verde, escuché algún comentario del tipo “¡Qué, a zumbarte a los negros!”. Poco me conoce quien piense eso. Primero, porque no pago, directa o indirectamente, por follar; porque no me gusta abusar y porque, aunque sea un polvo de una noche, quiero que sea por mí y no por el tamaño de mi billetera. Y no hay necesidad de meterse tanto vuelo para echar un polvo. Pero aunque yo no vaya en ese plan, como muchas otras personas, hay quien va.
Una noche, en la discoteca del hotel, me fijé en su mirada. Una turista inglesa: altísima, rubísima y con tipazo, me miraba extraño. “Ya está, he vuelto a ligar con una tía” y se lo comenté a mi amiga entre risas. “Está celosa, ¿no te das cuenta?”. Y yo que soy un poco pava para esas cosas, no entendía porqué.
“-Quiere liarse con Venancio, el camarero y ve que te presta más atención a ti que a los otros clientes.
- Pero yo no quiero nada con él...
- Y él lo sabe. Por eso está tan relajado con tu simpatía, charlando contigo, viendo tus esfuerzos por hablarle en portugués o tratar de entender algo de criolo. Porque aunque esté trabajando, es una relación entre personas, no un negocio”

Otra noche. El viaje en el coche con Mamadou está lleno de risas mientras vamos a la playa. Un cielo cuajado de estrellas, aunque sin luna, que nos acompañará en nuestra búsqueda de tortugas. Al llegar a la playa, no hay nadie más y podemos ver como una tortuga regresa al mar después de hacer su nido. Yo disfruto como una enana, viendo a uno de mis animales favoritos. Poco a poco van llegando más coches y la “prohibición” de no usar linternas para no molestar a las tortugas, la ignoran a pesar de las broncas de los guías. ¡Otra tortuga! Esta vez saliendo del mar. Entre trompicones a oscuras, llegamos hasta dónde va a poner el nido. Y al mismo tiempo, llegan unos veinte turistas más, ruidosos, con sus linternas y sus flashes. A mi lado, una inglesa no sabe lo cerca que ha estado de que su móvil acabara en el mar por molestar a la tortuga mientras ponía los huevos. A pesar de ellos, es tan maravilloso ese espectáculo de la naturaleza, que yo sigo flipada. Y así regresaré al hotel.

Tantas emociones me pedían una charla conmigo misma, así que sin hacer ruido, salí de la habitación y de madrugada, ante la mirada sorprendida del de seguridad, me voy a la playa. Las estrellas, el mar y yo. Nadie más. Desconectarme para reconectarme conmigo misma; para reír y llorar, a veces al tiempo.

A la mañana siguiente de mi charla, Ponta Petra. Playa idílica en la que apenas estábamos cincuenta personas. Entre ellas, unas familias caboverdianas que estaban de picnic. Los juegos de los niños, sus voces, llegaron hasta mí y no podía evitar sonreír.
Dificil averiguar quien soy...

Al poco, dentro del agua, acabé cerca de ellos. Estaban lanzando un muñeco por los aires al agua y cayó a mi lado.
- “É o Ken, o namorado da Barbie, não é? - los niños me sonríen y me responden que sí - “Tem a pele branca como eu, tens de pôr crema para o sol”.
Con eso, ya me he hecho de su panda. Al rato, soy yo la que acaba lanzándoles por los aires, siendo su trampolín humano.
Me despido de ellos, con risas y nuevamente, con el espíritu calmado.

Ha habido más cosas. Algunas, son sólo para mí. Otras, ya las he compartido en el Caralibro o no tienen tanta importancia. Pero ha sido lo que tienen que ser los viajes, enriquecedores para el espíritu.Y siempre, como la vida misma, llenos de sonrisas. Y de lágrimas.







sábado, 16 de enero de 2016

Casi un año y medio sin escribir y es una ida de olla inconexa


Mi sobrina mayor dice de mí, bromeando, que soy extraterrestre. Pero soy terriblemente terrenal, sólo que cada vez me siento más alienada.
Llevo una temporada que "vivo sin vivir en mí". Pero no como Santa Teresa de Jesús, que tenía momentos espirituales. Como he dicho, soy demasiado terrenal.
Reconozco mi cara en el espejo, pero cuando me quedo mirando, más profundamente, la Silvia que me mira no es la Silvia que normalmente soy. O la que quiero ser.
No sé si es cansancio, hastío, estrés, la crisis de los 40 o el japonés que vive en mi cuello. Ya me he cansado de buscar explicaciones a esta sensación de sentirse extraña en una misma.
Según escribí la última frase, me acordé de Meursault. Y en otras circunstancias, me asaltaría la pena al pensar en que me puedo convertir en alguien como el personaje de "El extranjero", pero ahora, es como si tuviera ciertos sentimientos anestesiados, como sucede con las ilusiones que mantenía hasta hace no mucho.
Quizás, como me ha dicho una amiga, es ahora cuando me viene de golpe todo lo que he aparcado durante los momentos más duros de la crisis. Y no hablo de la económica, que he ido capeando, sino de la sensación de pesimismo que ella trajo.
Hace unos años, por un problema familiar, hice algo similar. Me "até los machos" como dicen allende los mares y tiré para adelante retrasando los efectos de los malos momentos, dejándome en el camino una parte importante de mí misma. Y causando unos estragos de los que me costó tiempo recuperarme.
Sólo que ahora no sé si quiero recuperarme de esos estragos y prefiero dejarme llevar.
Casi año y medio sin escribir, ni en el blog ni poco más que algún apunte en Caralibro y escribo esta ida de olla.
Eso creo que nunca va a cambiar