martes, 26 de mayo de 2009

Un regalito para Fran (y para mí)

Porque a Fran le gustan las morenas (sobre todo una) y a mí la canción, que me da energías y me hacen falta.



Espero que os guste

viernes, 15 de mayo de 2009

Motivo para una gran sonrisa

Porque no todas las visitas al hospital, que aún me quedan unas cuantas, van a ser trágicas o tristes.

Ahora salgo de mi oficina para ir al hospital a ver a mi hermana. Y es que mi sobrino, cuyo nombre aún ignoramos, aunque yo apuesto por Adrián, se ha adelantado unos días.

A ver si va a salir glotoncete y quiere comerse una rosquilla del santo...

martes, 12 de mayo de 2009

Sosiego

El domingo por la mañana falleció muy abuela Socorro. Un acceso de tos y acabó todo. Sin que ella sufriera, como todos deseábamos, pues llevaba sedada toda la semana.

El entierro no fue hasta ayer por la tarde. Deseaba que la misa se celebrara en la parroquia del barrio, a la que asistía a diario y con la que colaboraba. Además, así podrían ir sus amigas de misa, todas de su quinta, y las compañeras de brisca. Que de rostros familiares que me devolvieron a mi infancia. La verdad es que la quería mucha gente en el barrio.

Un par de horas antes de que ella falleciera, yo estaba sentada a su lado, pensando. Las noches en los hospitales son largas y dan para mucho. Esta vez pensaba en lo afortunada que he sido en un aspecto concreto. Bueno, y en algún otro.
A diferencia de muchos de mis amigos, yo he podido conocer a mis abuelos. A los cuatro. Tuve tiempo, aunque hubiera querido más, de aprender de ellos, de quererlos y de disfrutarlos. Aunque lo veo también en el resto de sus descendientes, en mí, que siempre he sido muy abuelera, veo claramente su legado. Ya no son los parecidos físico, sino los gestos, valores, manías. A mí abuela Socorro era a la que menos me parecía físicamente, pero alguna expresión y gestos suyos tengo.

Ella tenía dos "temores" cuando ella falleciera. No a la muerte pues tenía firmes creencias cristianas y sabía que iba a estar en buenas manos, a reecontrarse con aquellos a los que quería.

Su primer temor era que mi familia materna, que la componen cuatro gatos, se distanciara cuando ella no estuviera. Mi tío y yo, depositarios de la cabezonería familiar y que estábamos encabronados desde hace tiempo, nos sentamos a hablar el sábado por la mañana y limamos nuestras diferencias. Hasta nos reímos recordando algunas cosillas de mi abuela, como la bronca que le echó a mi tío hace muchos años porque me enseñó a disparar con la escopeta. Bronca compartida con mi abuelo, por permitirlo.

La segunda era algo más material.
Precisamente porque somos cuatro gatos, temía que no iba a tener muchas flores. Y le encantaban. La semana pasada me decía lo mucho que le gustaba una camisa de flores que llevaba puesta al hospital, que era alegre.
Sus favoritas, como las mías, eran las margaritas y las rosas. O las florecillas pequeñas del campo de muchos colores que no tengo ni repajolera idea de como se llaman. Pero lo que más le gustaba, como a mí, era el olor.
Nunca he olido rosas que olieran también como las del rosal que tiene en la huerta. El olor impregnaba la casa cuando las traía y mientras crecían, nunca faltaban en la tumba de mi abuelo. No ha sido posible llevar rosas de ese rosal, pues no han salido por el frio tardío, pero no se iba a quedar sin flores.

El lunes por la mañana, antes de regresar al tanatorio, me recorrí varias floristerías buscando flores que olieran. No encontré nada parecido a las nuestras, pero logré encontrar margaritas de muchos colores, alegres, con las que componer un ramo enorme que casi abultaba más que yo y al que añadí tres rosas. Como el número de hermanos que eran, de hijos y de nietas que tuvo.
Antes de salir de la floristería, ví unas rosas muy bonitas. Apenas olían, pero sé que le habrían encantado. Preparé otro ramo. Sólo cuatro. Una por cada una de mis sobrinos, hasta por el que está a punto de nacer (y que impidió que mi hermana estuviera con nosotros con lo que la hemos echado de menos y lo mal que lo habrá pasado ella aquí). Sus bisnietos la adoraban, como ella a ellos y de los que presumía.
Me sorprendió ver el ramo sobre el féretro cuando lo trajeron a la iglesia. SErá una casualidad, pero es lógica. Sus bisnietos son parte de su legado, los que harán que siempre viva.

Al llegar al tanatorio, ví las coronas y ramos que iban llegando. ¡Qué de flores!. Entre ellas, el ramo de un gran tipo, ese bellotero al que tanto quiero y del que tengo la inmensa fortuna de ser su amiga (Gracias, gracias y más gracias).
Mi abuela tenía el rostro tranquilo, como si estuviera dormida. Rodeada de tantas flores que tanto le gustaban. Habría sonreído al ver el ramo enorme con el que llegué. Luego me habría regañado por haberme gastado el dinero y no ahorrar o gastármelo en mí. ¡Cuánto voy a añorar esas regañinas cariñosas!.

Estoy bien. Tranquila. Hasta me sorprende como lo llevo. No por la entereza, pues llevaba una semana preparándome para este desenlace, sino por la esperanza.
Antes del funeral, hablé con el cura que tan bien conocia a mi abuela y que tanto afecto mostró con sus palabras. Fue una ceremonia bonita, sin grandes alharacas.
Mientras decidíamos la carta de San Pablo que finalmente leí en el funeral, me dijo algunas cosas que me alegraron y me asedaron. Gracias a él, conocí algunas cosas más de mi abuela. A mí no me lo dijo nunca, pero a él le había contado orgullosa, como él me dijo, que su nieta mayor había leído con mucho sentimiento una carta a San Pablo el día de su primera comunión. Y mañana hace veinticinco años de eso...
Sé que le gustaba que la leyera y a mí me encantaba hacerlo, pero nunca me habría imaginado que le había emocionado tanto, yo que soy un pelín siesa y pedrusco emocional.

La echaré mucho de menos. Mucho. Yo que soy la duda hecha a persona (no pude evitar sonreír al escuchar la mención al apóstol Tomás en el responso), tengo la certeza de que está en buenas manos. Pocas veces he estado tan segura de algo. Además, como dicen los aborígenes australianos, permanecerá viva mucho tiempo, ya que lo que las queremos, la soñamos y mantendremos vivo su recuerdo.

Antes de acabar, quería dar las gracias a los que a través de la distancia, se han preocupado por mí. Reconforta saber que detras del cable hay grandes personas. Gracias otra vez.

sábado, 9 de mayo de 2009

Un cuento importante

Al mediodía el médico nos informó de que mi abuela no llegaba a esta noche. Doscientos treinta y nueve kilómetros de nerviosismo después, que se me hicieron eternos, llegué al hospital con el temor de tener que despedirme de una carcasa vacía.
Ahora la quietud de la noche la rompe la máquina que le suministra la morfina, la luz mortecina de un amanecer incipiente y gris y su respiración. Está agitada y me temo que tras una de las apneas, no haya bocanada de aire. Aunque nos duela al resto, ella ya tiene que permitirse descansar.
Escribo para combatir el sueño pues me cuesta, por el cansancio acumulado, mantenerme despierta.

Hace un rato, el "gruñón" ha fallecido. Solo. La sobrina se iba de cena cuando yo llegué. Supongo que como ya no se enteraba, no había necesidad de hacer el paripé...

Mi hermana pequeña dormita a los pies de la cama. Ahora tiene los rasgos relajados pero sé lo asustada que está y lo culpable que se siente por no haber venido antes a ver a mi abuela.

En su sueño agitado mi abuela murmura algo en gallego. Muy raro ya que ella no emplea nunca su lengua materna. Sólo ante mi insistencia, porque me gusta su sonoridad, me cantaba alguna canción cuando era pequeña. No logro entender que es, parece como si hablara con alguien pero no sé de que sé trata. ¿Algún recuerdo de su infancia?. Me dijeron una vez que cuánto más mayores nos hacemos, intentamos entroncar con nuestras raíces, "cerrar" nuestro círculo vital. Quizás por eso estos días atrás hablaba de los castaños, de su tío Leandro que era conductor de diligencia, del párroco de su pueblo que escondía a los rojos de los falangistas, de los días nevados de invierno, de los niños...

Cuando habló por primera vez de los niños, pensé que era otro delirio de la morfina. Al fin y al cabo, unos minutos antes había visto a san Antonio. Los niños que acababan de llegar, que la cuidaban a ella, pero que había que sanar y cuidar, algo en lo que insistía mucho, me resultaban familiares. Al mencionarle eso a mi tía, me dijo que siempre que tenía fiebre, hablaba de los niños. Pero no, no era eso. A mi me sonaban de tiempo atrás, de cuando era una niña. De peque, era una niña "ideal" para los abuelos. A ellos les gustaba contar batallitas y a mí, escucharlas, pidiendo siempre más. Quizás por eso sé más cosas de mi familia materna que mi madre o mis tíos.
Así que me estrujé la neurona intentando recordar hasta que lo logré.

Dicen que ciertas vivencias de nuestra infancia condicionan nuestro carácter para el resto de nuestra existencia. En mi caso, ya que soy el sujeto que tengo más a mano, sé que es así y sabría decir exactamente cuales fueron, pero ese no es el tema.

No sé el año exacto y faltan muchos detalles porque me lo contaron como si de un cuento se tratase. Tampoco entendí en su momento la moraleja de ese cuento pero no importa.
Sé que era invierno, que mi bisabuela estaba en la cama con un resfriado y había estado nevando. Mi abuela, una adolescente, daba de comer a las pitas cuando los vio venir a lo lejos, como una suerte de Santa Compaña. Eran un grupo de huérfanos de la guerra que unas religiosas llevaban a Verín. Tiritaban de frío y tenían los zapatos raídos y cubiertos de barro. Las mujeres del pueblo, entre ellas mi abuela, una vez vencido el recelo inicial, comenzaron a cuidar a esos niños, mientras la chiquillería, jugaba con ellos. Una les daba un poco de caldo, otra un poco de tocino, la de más allá, cachelos... Compartiendo lo poco o mucho que tuvieran a cambio de un poco de brillo en los ojos de esos críos.

Quiero creer que este recuerdo y las profundas creencias de mi abuela, la hicieron la mujer generosa que siempre ha sido. No lo sé con seguridad y me jode no tener más tiempo para seguir indagando.

Vuelve a hablar de los niños. Le cojo la mano, siempre tan calentita (algo que yo heredé) y le digo en voz baja que no sé preocupe y esté tranquila, que yo los cuido.

Raquel pregunta de que hablamos y le digo que me recuerde otro día que le tengo que contar a ella y a mis sobrinos un cuento importante.

viernes, 8 de mayo de 2009

Conversaciones ajenas

Aprovechando la hora del almuerzo, fui a cortarme el pelo. Como terminé antes de lo previsto, ventajas del pelo cada vez más corto, me acerqué a comer a un restaurante tailandés que me gusta mucho.

Hace no demasiado, una amiga me comentaba que le daba vergüenza que la vieran comer sola y que casi siempre, se volvía a casa sin comer por no pasar por ese trance. Aunque prefiero comer en buena compañía y disfrutar de la sobremesa posterior, nunca me ha dado apuro ni comer ni viajar sola. Es más, necesito de días de soledad conmigo misma como me sucedía hoy. Días en los que abstraerme bien leyendo, con música u observando y analizando lo que me rodea de un modo más exhaustivo.

Pero hoy, más que observar, lo que quería era continuar con la lectura de un artículo sobre la violencia en el Toledo del siglo XV que estaba muy interesante. O seguir escribiendo ciertas idas de olla en la agenda.
Algo que no ha sido posible gracias a los vecinos de mesa... situados tres mesas más allá. Porque una de dos, o yo tengo un oído muy fino, cosa que dudo o la otorrinolaringología es una especialidad con mucho futuro en la medicina, porque cada vez estamos más tenientes.

El hombre le contaba a su amiga que sus suegros, después de estar un tiempo separados, se habían reconciliado. El suegro había conocido a una chica, se había encaprichado (palabras de él) y había dejado a su mujer después de muchos años. Pero había descubierto que echaba de menos a su legítima, ella le había perdonado y toda la familia alucinaba con el culebrón.
Me he abstraído un momento de lo que decían, porque además no era asunto mío, y he recordado lo que en una conversación con Fran definí como "no es lo mismo el turismo que la inmigración", aplicable a muchas situaciones, como este caso.
Y es que, aunque no siempre es así, lo que representa esa otra persona, es una especie de exotismo que creemos que nos va a sacar de nuestra rutina, va a solucionar todos nuestros males y nos atrapa en esa esperanza de lo nuevo. Pero muchísimas veces, con el paso del tiempo, nos damos cuenta que ese complejo tan maravilloso acaba siendo igual de aburrido y repetitivo que nuestro día a día y que encima, nos tenemos que amoldar a él, cosa que ya habíamos logrado anteriormente. (No sé si se habrá entendido la analogía, que ando espesa).

Después de eso, intenté volver a mi lectura, pero volví a captar otras palabras (¡qué cotilla soy!). Ahora era ella la que hablaba de un amigo que se iba a Cuba de vez en cuando a disfrutar de las mulatas jovencitas. Los dos se mostraban muy escandalizados ante el comportamiento de la persona de la que hablaban, pero sin conocerles y sólo con observarles, me atrevería a afirmar que si ellos pudieran también le darían una alegría al cuerpo con un habitante de la isla.
Después han seguido hablando del atractivo que ejercen las mujeres jóvenes sobre hombres de cierta edad (yo creo que más que la juventud, que también, son los cuerpazos y esa sensación de hacerles sentir los reyes de la selva, el macho alfa que todo controla). Y ha hecho que recordara otra conversación con un amigo (qué crudo lo llevo...) y lo rídiculo y algo triste que me parece siempre aquellos que se van al Caribe con la idea de echar un polvo.
Y con los postres, han acabado hablando de que las mujeres que se sienten atraídas por hombres mayores, buscan en ellos una especie de rol paternal (¡y una leche!).

Al irse, he intentado retomar la lectura pero ha sido un esfuerzo baldío. Aunque en un principio la cotilla que vive dentro de mí logró que me abstrayera, la susceptibilidad de estos días y el cansancio han reabierto otra vez la caja de Pandora.

Con todo lo listos y desarrollados que nos creemos como especie, somos poco más que monos con poco pelo, muchos temores, demasiada soberbia como para reconocerlos y una facilidad enorme para las autojustificaciones y excusas. Pero yo no pierdo la esperanza. O eso creo...

miércoles, 6 de mayo de 2009

Hospitales

Los hospitales son sitios curiosos. Siempre me han transmitido la sensación de que el tiempo se detiene en ellos. En las iglesias y conventos me pasa lo mismo, pero a diferencia de estos, me da la sensación de que en los hospitales el aire es pesado, como si fueran una especie de arenas movedizas que te atrapan y te entorpecen. Además, al poco de entrar me pican los ojos y tras mi única estancia en uno, logré aborrecerlos para siempre. Pero reconozco que son un sitio ideal para contemplar al ser humano en toda su grandiosidad y miseria.

El hospital dónde está agonizando mi abuela tiene los días contados en cuánto construyan el nuevo. Supongo que por eso no han dado el follón con la ley de memoria histórica, porque tiene nombre de uno de los "malos". Las cañerías provocan un ruido de mil demonios como si tuvieras las cataratas del Niágara en el servicio; el ascensor hace unos ruiditos que asustan un poco y las paredes son de papel, lo que te permite enterarte de todos los lamentos de los vecinos.

¿Será que cuando nos hacemos mayores o estamos enfermos se exacerban los rasgos de nuestro carácter? (Si es así, me pregunto como seré yo cuando me encuentre en la tesitura, que espero sea en muchos años).
Mi abuela se ha quejado en voz baja, sin dar mucho el follón como ha hecho siempre.
El vecino de la derecha es un poco ñoño y su mujer me confirmó que siempre ha sido así, pero que ahora era exagerado.
Luego tenemos al vecino de la izquierda. Un lamentable espectáculo. Entiendo que grite de dolor o de incomodidad. Sólo es deseable que se recupere pronto y no tenga motivos para gritar, pero el problema es que, aún estando sedado, es grosero e insulta a las enfermeras, a la señora de la limpieza, al compañero de habitación y a todo aquel que se le acerca. Una joya de hombre al que, en más de una ocasión y de dos, he querido dar dos guantás y quedarme tan pancha. Porque ahí más que dolor, está el carácter.
Una mañana salí de la habitación de mi abuela para que le realizaran las curas y coincidí en el pasillo con la sobrina del vecino. La noche anterior había escuchado todas las lindezas que le había dedicado su tío, mientras ella trataba de calmarle. Quizás porque estoy estos días muy tierna, me alegró comprobar que podía el amor y el cariño a los malos tragos y que yo me había equivocado en mi percepción del grosero. Y sí, el amor puede, pero en este caso era amor al dinero. Sólo tuve que presenciar como hablaba la sobrina con ¿su marido? para ver que lo único que le ligaba a esa cama era esperar su recompensa en forma de herencia y que hablaba del viejo con absoluto desprecio. Muy triste.

Pero no sólo hay espacio para las miserias...
Luisa es una mujer de setenta y pico años a la que le han realizado una colostomía. Ya está casi recuperada de la operación, aunque dentro de poco empezará con la quimio. Sus hijas han traído desde el pueblo en el que vive en las Merindades a su marido para que esté con ella. Se cogen de la mano y comienzan a pasear despacio por el pasillo, dónde me cruzo con ellos. Me encantan sus miradas, los pequeños mimos que se dedican el uno al otro. Reconfortan.

En otro momento, quizás esa misma mañana u otra, corre por el pasillo un niño de unos seis años. Casi se choca conmigo, que salgo en ese momento de la habitación. Ufano, me dice que viene a ver a su tío Carlos, que tiene un bicho en la tripa, pero que él le va a ayudar a que se le quite.

En la reciente estancia de mi padre en el hospital, una enfermera subió pidiendo sangre a los familiares que estamos de visita. Miguel, el hijo de la vecina, que casi se desmayó al ver como ponían una vía, hace de tripas corazón y sobreponiéndose a su pánico a las agujas, que comparto, va a donar sangre. No es el único y al menos de esa planta, van unas cuántas personas.
Y ese mismo día, nos enteramos que una familia ha donado todos los órganos de su hija, de veintipocos años, que ha fallecido de derrame cerebral. Un acto de generosidad sobreponiéndose al propio dolor.

En estas visitas, no sólo he presenciado las grandezas y miserias ajenas, sino también las propias. Las noches son largas y dan para pensar, incluso en aquello en lo que no quieres pensar. La caja de Pandora de los recuerdos se abre y salen algunos esqueletos que estaban agazapados en el fondo del armario, esperando su momento. Ahora no es tiempo de prestar atención a esos esqueletos, pero tendré que enfrentarme a ellos antes de que me lastren demasiado.

P.S. Gracias a los que me han dado su apoyo en los comentarios al anterior artículo en el que hablaba de la situación de mi abuela (y a los que lo han hecho por teléfono).

martes, 5 de mayo de 2009

Piel con piel

Hace un momento, he escuchado en televisión un anuncio de una conocida marca de chocolates que hablaba del placer de recibir caricias. Una de las cosas más placenteras que existen. Es cierto, yo me abandono a los cuidados, desconecto la neurona de pensar y me dedico solo a sentir lo que me llega a través de los poros de mi piel.

En ese anuncio, continúan diciendo que hay un placer mayor que recibir caricias, que es comer el chocolate de esa marca. No sé si será mayor o igual, pero a mí se me ocurre algo más placentero. No, no seáis mal pensados que esto no va de de sexualidad sino de sensualidad en su sentido más amplio.

Me resulta mucho más placentero dar caricias. Porque además del placer de la otra piel en contacto con la tuya está el añadido de notar como la otra persona siente y disfruta, como percibe lo que intento transmitirle.

Félix, mi sobrino de dos años, suele venir a mi habitación antes de irse a la cama. Se tumba a mi lado, a provocarme. Sabe que disfruto jugando a las guerras de pies o de cosquillas y que siempre le cae algún gugú, hasta que estallamos en carcajadas. Cuando las risas de ambos se apaciguan, se encarama a mi tripa. Usa mis brazos como autopistas para sus coches de juguete, mientras yo le acaricio despacio el pelo y las orejas, notando como poco a poco, se ralentiza su respiración. Y cuando ya está dormido, paso mi pulgar por sus cejas, despacio, mientras mi respiración se acompasa con la suya y me siento relajada.
Otras veces, son mis sobrinas las que vienen en mi busca y más de una vez, han acabado ellas y su hermano, tumbadas encima mía y los cuatro en los brazos de Morfeo.

Este fin de semana, pues ahora ganó la obligación, pasé las noches en el hospital, sentada junto a la cama de mi abuela. Mi mano derecha, cogiendo la suya, tan calentita. Acariciaba sin darme cuenta el dorso con el pulgar o la palma con mis otros dedos, hasta que protestaba porque le hacía cosquillas.
Mi mano izquierda sobre su frente, mientras le hablaba entre susurros, acariciando las cejas y el pelo como hago con Félix, que tanto se parece a ella. Intentando transmitirle que no estaba sola y que podía estar tranquila.
Mis dedos han memorizado sus arrugas, las cicatrices que en el brazo le han dejado las vías, la suavidad del pelo, un pequeño nebus que tiene en la frente, su pulso...
Como hace muchos años hice con mi otra abuela o mi abuelo paterno, que se reía en el hospital porque le hacía cosquillas en el cuello.

He recordado una canción de The Killers. Al escucharla, viene a mi mente una escena.
Tumbados en el sofá, su cabeza en mi regazo. Lee una revista, mientras yo estoy con unos apuntes en los que no logro concentrarme. Mis dedos empiezan a recorrer su cara, inconscientemente. Su mano se apoya en la mía, también sin darse cuenta. Y así, en una escena tan rutinaria, tan del día a día, sientes la conexión piel a piel con otra persona.

¡Qué sobrevalorados están los otros sentidos!