jueves, 31 de enero de 2008

Autocares y SGAE

En el anterior artículo, comentaba que la carrera me abriría una puerta a algo que me gusta mucho. Una posible opción, que sería estupenda, es que me acercara un poco más a conseguir mi propio hotelito rural. La otra, mucho más factible, es que podría ser guía oficial en la comunidad de Madrid (después del pertinente examen,claro).

Ya he ejercido de guía-correo (o guía acompañante) en el pasado. Como cualquier trabajo cara al público, tiene sus momentos desagradables (¡qué de maleducados y de gilipollas hay sueltos por el mundo!), pero ha habido muchísimos momentos muy agradables y divertidos y gracias a ese trabajo he podido conocer a algunas personas estupendas. Vamos, que generalmente, me pagaban por pasármelo bien y viajar.

Aunque después de leer esta noticia me lo estoy estoy replanteando (es broma, que ahora estoy en descanso post-estudios y pre-trabajo).
Me ha dado "miedo" al pensar en un viaje largo de autocar, lleno de jubilados (que casi son peores de manejar que los niños), sin una película que los entretenga o adormezca.
¿Os imagináis un autocar de 52 plazas con el "¿Falta mucho?" como soniquete constante? O las discusiones por lo que iban a ponerse a cantar (que seguro que la SGAE también quiere trincar de esas canciones de aficionados).
Ya me veo buscando letras de canciones para que al menos el "recital" fuera del gusto general...

Cada vez que leo una noticia como ésta me pregunto qué durante cuánto tiempo y en qué cuantía vamos a pagar los favores al gobierno de turno. Me voy a ahorrar el poner mi opinión sobre la SGAE aquí, que no es plan de ponerse de mala leche ya tan de mañana.

martes, 29 de enero de 2008

Estudios

Hace poco hablaba con una amiga de las dificultades que estoy teniendo con una asignatura este año. No por la asignatura en sí, sino porque preciso de unos conocimientos de matemáticas que, si alguna vez los tuve, están archivados en lo más profundo de mi memoria.

En el cole, durante la E.G.B., me encantaban las matemáticas. Cuando tocó el turno de las ecuaciones, me hice todos los ejercicios del libro porque me divertía y don Hilario, mi profesor de entonces, al ver mi interés, me ponía más ejercicios extra. Además, hizo que ayudara a mis compañeros de clase para que les llegasen a gustar tanto como a mí. Estaban divertidos esos grupos de estudio...

Llegué al instituto y caí en manos de Julián. ¡Qué cruz!. No dudo de sus conocimientos sobre matemáticas, pero era un profesor horrible.
Se liaba en las explicaciones y desarrollo de los problemas y saltaba de un tema a otro sin orden ni concierto. Y le daba igual que hubieras asimilado la materia o no. Él tenía que cumplir con el temario y si no aprendías, problema tuyo.
Además estaba el hecho de que era un tipo apocado y ante una manada de adolescentes en la edad del pavo...Olíamos su miedo y nos lo merendábamos, con lo que las clases pronto se convirtieron en un cachondeo. En los dos cursos que me dió clase, logró que cogiera manía a las matemáticas y que tenga algunos problemas con ciertos conceptos.

Ahora me toca estudiar esas cosas y bueno...
Mis neuronas ya no son lo que eran, estoy cansada y no voy sobrada de tiempo, pero intento suplir el cansancio con ganas de aprender y paciencia. (Para la anguila escurridiza: me divierte lo que estudio, lo que me agobia es la falta de tiempo. La carrera me abrirá una puerta a algo que me gusta mucho).

domingo, 27 de enero de 2008

Otro intermedio en los estudios

Quién me conoce, sabe que me gusta mucho ver bailar (soy negada para su práctica). Clásico, funky, flamenco, vals, latino, hip hop...lo que sea. Si hace que abra muchos los ojos y sienta ese cosquilleo en la boca del estómago porque me toca la fibra sensible, para mí es bueno. Quizás lo que no se sepa tanto es que desde hace unos años, me gusta muchísimo ver patinaje artístico sobre hielo y sobre todo, danza sobre hielo.

Hoy han terminado los campeonatos de Europa de patinaje artístico y por los estudios, no he podido ver más que un par de números de la gala de exhibición de los campeones.

Los campeones de danza de este año han sido los rusos Oxana Domnina y Maxim Shabalin, que fueron subcampeones el año pasado. Os dejo aquí el programa libre que han realizado con el Vals de Masquerade, de Khachaturian.





Bonito, ¿verdad? A mí me encanta.
Aunque el número que me cautivó y que me hizo aficionada a esta muestra de arte, fue el de los franceses Gwendal Peizerat y Marina Anissina. ¡Qué expresividad!. Espero que lo disfrutéis.



jueves, 24 de enero de 2008

¡¡Qué soy patrona!!

Pues eso, que según Fomento y aunque aún son las calificaciones provisionales, soy patrona. Y sólo tuve un fallo y ninguno en las cosas importantes.

¡Qué feliz estoy!

miércoles, 23 de enero de 2008

Petición

Acabo de recibir un SMS en mi móvil.

En Madrid se necesita sangre del grupo A+ y como soy donante, me piden que vaya a donar. Yo estos días no puedo donar porque estoy tomando medicamentos, pero si alguien lee esto, aunque sea de otro grupo sanguíneo, y se anima, seguro que se lo agradecen.

Soy la primera que tiene miedo a las agujas, pero es un simple pinchazo y significa mucho para alguien.

Gracias.

martes, 22 de enero de 2008

Para el capitán Trueno

He estado buscando en mi memoria musical, y también en internet, la canción, para dedícarsela al capitán, que mejor expresara mi agradecimiento y mi cariño.
Pero todo lo que encontré me resultaba frío o no era exactamente lo que quería expresar así que intentaré hacerlo con palabras. Ya lo he hecho en privado pero creo que lo justo, ya que la defensa ha sido pública, es que el agradecimiento también lo sea.

Aunque le regañé por entrar al trapo (porque no quiero que se haga mala sangre con alguien así), sabe que le agradezco inmensamente cada una de las palabras que escribió. No porque, como él dijo, necesite que me defiendan, sino porque el saber que tengo a alguien cerca, a pesar de los kilómetros, que se preocupa por mi y por mi bienestar, es algo que me alegra y reconforta. Sólo espero, llegado el momento, ser capaz de corresponder a ese cariño y preocupación.

Gracias, Fran. (Y gracias al resto de los que se preocupa por mí)

domingo, 20 de enero de 2008

¡Música, maestro!

En la película Pretty Woman, hay una escena en la que el personaje interpretado por Richard Gere lleva al personaje de Julia Roberts a la ópera por primera vez, a ver "La Traviata" de Verdi. Y le dice una frase:

"La reacción de la gente la primera vez que ve una ópera es espectacular, o les encanta o les horroriza. Si les encanta es para siempre, y si no pueden aprender a apreciarla, pero nunca les llega al corazón".

Mi ignorancia es completa, como en miles de temas más, cuando se trata de música clásica u ópera. Pero sí sé cuando algo me estremece y me llega al corazón, entrando a formar parte de "mi mundo" para siempre.
Una de las "responsables" de mi encantamiento con la ópera es esta actuación.
No puedo evitar que se me salten las lágrimas cada vez que la escucho.




Plácido Domingo - "E lucevan le stelle" de la ópera "Tosca" de Giacomo Puccini.


Os dejo la letra original y una traducción al castellano. Disfrutadla.

E lucevan le stelle...
Y brillaban las estrellas...
ed olezzava la terra...
y olía la tierra...
stridea l'uscio dell'orto...
chirriaba la puerta del huerto...
e un passo sfiorava la rena...
y unos pasos hacían florecer la arena...
Entrava ella, fragrante,
Entraba ella, fragante,
mi cadea fra le braccia...
y caía entre mis brazos...
Oh! dolci baci, o languide carezze,
¡Dulces besos, lánguidas caricias!
mentr'io fremente
Mientras yo estremecido
le belle forme disciogliea dai veli!
las bellas formas iba desvelando
Svanì per sempre
Para siempre desvanecido
il sogno mio d'amore...
mi sueño de amor...
L'ora è fuggita...
Ese tiempo ha acabado
E muoio disperato!
¡y voy a morir desesperado!
E non ho amato mai tanto la vita!...
¡Y jamás he amado tanto la vida!

sábado, 19 de enero de 2008

Comida basura

La "comida basura" no será muy sana, pero ¿y lo que apetece a veces?. Una pizza, un kebab o una hamburguesa como le comentaba a Chus esta tarde.

Como estoy malita y me tengo que mimar, me he concedido el capricho. Pero en vez de una de esas de plástico del McDonalds o del Burguer King, he optado por hacerla yo en casa.



Después de ver el resultado, me ha dado por pensar, mientras hacía malabares para comérmela manchándome lo menos posible, que el gusto por la comida basura sea alguna reminiscencia de nuestra infancia. De cuando nos gustaba comer con las manos y pringarnos...

Otro intermedio musical

La buena música es una forma excelente para desconectar del estudio. Si además, trae buenos recuerdos y dibuja una sonrisa en mi cara, mucho mejor.

Espero que os guste.



miércoles, 16 de enero de 2008

Paseo nocturno

Faltan apenas un par de horas para que amanezca y la ciudad duerme en silencio, cubierta por un manto de escarcha. Sabe que es una locura salir a pasear a esas horas por una ciudad, que aunque ella no siente extraña, está en un país extranjero. Y con ese frío, cuando aún no se ha recuperado de la bronquitis. Pero necesitaba hacerlo. Las cuatro paredes de su habitación le ahogaban y sintió el impulso irrefrenable de salir a las calles vacías.

El viento frío le golpea en la cara. Se levanta el cuello del abrigo y con las manos en los bolsillos, camina despacio para reunirse con unos viejos amigos. No hay prisa, sabe que la esperarán y quiere disfrutar del paseo. El silencio de la noche es roto por el eco de sus pasos sobre el empedrado de las calles y por algún camión de la basura al que se le oye trabajar en la lejanía. Esas calles siempre suelen estar llenas de turistas y es un privilegio poder transitarlas con la luna, que juega al escondite entre las nubes, como única compañía.

No sabe si es la soledad, el entorno, la noche o los últimos vestigios de fiebre, pero su imaginación comienza a rememorar cientos de lecturas.
Se "cruza" con Dante que pasea imaginando su descenso a los Infiernos y su ascensión al Paraíso en busca de su amada Beatriz; ve a Savonarola, con el rostro crispado por la ira, avanzar a grandes zancadas hacia una de sus horrendas "hoguera de las vanidades"; a un adolescente Miguel Ángel, ensimismado contemplando los paneles de la puerta del Baptisterio, mientras su padre le increpa a que se apresure en ir al taller de su maestro, Ghirlandaio; Maquiavelo que toma notas mentales para sus obras al observar a sus conciudadanos...Al parar en una esquina para encender un cigarrillo, sonríe al imaginar a Stendhal, apoyado contra una pared mientras recupera el aliento por su sobredosis de belleza.

Entre ensoñaciones, llega al lugar de su cita. Sabe que la esperan al fondo de la plaza, protegidos bajo los soportales. Pueden esperar un poco más, mientras se fuma un cigarrillo y pone orden al hervidero de pensamientos que cruzan su cabeza. A través de las volutas de humo, observa el viejo Palacio a un lado de la plaza. En su cabeza, se proyecta una escena de una película, un tanto macabra, que tiene como escenario una de las fachadas del edificio. Apura el cigarrillo y avanza por la plaza con paso tranquilo.

Adivina sus figuras en la penumbra mientras se acerca. Él de pie, con la pierna izquierda flexionada, la cabeza inclinada, evitando mirar a su acompañante, con el ceño algo fruncido, que le confiere esa expresión en el rostro que tanto le desconcierta. Su acompañante, la que decían que era una criatura horrenda, con el rostro sereno y tranquilo que le confiere una peculiar belleza. Se para a un par de pasos. Una primera mirada le hace comprobar que no ha cambiado su percepción desde aquella noche, hace ya muchos años. El héroe triunfador que tanto desasosiego le hace sentir y el supuesto monstruo, víctima inocente del capricho de un dios, con expresión de paz. Se sienta en el suelo de la plaza y siente como el frío va calando en sus huesos. Enciende otro cigarrillo y continúa observando, encogida para protegerse del frío, perdiéndose en todos los detalles de sus gestos, de lo que sus cuerpos no cuentan...
Siempre sintió simpatía por los fracasados y frente a sí, tiene a dos colegas.

Aunque ella, haya triunfado en el momento final. Quizás, por eso, la expresión de su cara. No lo sabe, pero espera que así haya sido. Y él...Recuerda una conversación que mantuvo hace tiempo con un amigo sobre sus dos interlocutores. ¿Cómo lo definió? Escarba en los pozos de su memoria buscando las palabras exactas. "El cansancio del vencedor sin retorno" dijo.
El recuerdo de un ser querido o quizás el hallarse ante el espejo que es la pareja con la que conversa en silencio, destapa la caja de Pandora de los recuerdos más íntimos. De aquellos que no están conformados por lo que hemos leído, ni por las películas vistas ni por las músicas escuchadas, sino por las vivencias que nos cubren como una segunda piel.

Otra noche, mucho más cálida. A cientos de kilómetros al sur de dónde ahora se halla. Si en ésta todo es silencio y soledad, en aquella, era bullicio y alegría.
Músicos y pintores callejeros, el murmullo de las conversaciones en las terrazas de los cafés, el agua que golpea el mármol de la enorme y bella fuente que gobierna el centro de la plaza...Sonidos y olores, nada de imágenes en esa noche. Sus ojos están atrapados dulcemente por una mirada del color del chocolate.
Caminan abrazados, con pasos acompasados, ella dando la espalda al sentido de la marcha. No sabe lo que se avecina, pero no le preocupa. Se sabe segura entre sus brazos. Se paran y se besan. No dejan de mirarse ni de sonreírse. Entre besos y risas, se hablan en voz baja de sus sueños, de sus proyectos, de su futuro...
Pero en ese momento, ambos ignoran que no tendrán un futuro.


El calor que ha sentido con ese recuerdo se desvanece y vuelve a la realidad del presente. No sabe si ha sido ese último pensamiento amargo que se ha clavado en su memoria como un cuchillo o el frío de la noche y tampoco importa. Simplemente se ha desvanecido.

¿Cuánto tiempo lleva sentada en el suelo de esa plaza? Mira su reloj de pulsera y comprueba que ha pasado más de una hora, en muda conversación con Perseo y el cuerpo inerte de Medusa, compartiendo ensoñaciones y recuerdos.
Se levanta pesadamente, con los huesos ateridos por el frío y la humedad. Se sacude el pantalón vaquero y el abrigo y lanza una última mirada a la penumbra, despidiéndose de sus interlocutores. Son silenciosos, pero muy elocuentes. Sonríe ante ese pensamiento.

Enciende otro cigarrillo mientras se dirige al río. El contacto del humo con sus pulmones, le provoca un ataque de tos. Algún día tendrá que dejarlo, pero ahora necesita la calma ficticia que le da su palito para el cáncer. Y al poco, entre toses, se da cuenta de algo. Inconscientemente, está tarareando una canción que se ha instalado en su cerebro. Se queda quieta unos instantes, pensando. Mira hacia atrás, en dirección a la casa de sus viejos amigos. Unos momentos antes, se equivocó. Algo si ha cambiado desde esa otra noche en la que charlaron silenciosamente.

Los primeros rayos de sol, que se escurren sobre los tejados de la ciudad y la despiertan de su sueño, le sorprenden canturreando sonriente junto al viejo puente.



sábado, 12 de enero de 2008

"Perla" internetera

"...Pues complementaria a la letra de Luz Casal, está la de su padre Tino Casal (creo que son familia)..."

¿Podría alguien explicarme cómo es eso de que es su padre y "creo que son familia"? ¿Y por qué la gente antes de meter la pata hasta el fondo, no se documenta un poco más? Así habría podido ver que Tino Casal era sólo ocho años mayor que Luz . Un poco joven para ser padre, según mi parecer...

La verdad es que me hace mucha gracia esta "perla". La firma un hombre con el seudónimo de "Capado" y he recordado yo una frase que he oído en muchas ocasiones "Los hombres piensan con las pelotas". Y ya encontré la explicación...

(Mis caballeros que no se me ofendan, que yo sé que ellos piensan y sienten muy bien).

jueves, 10 de enero de 2008

"¿Quién sabe? de Maupassant - 2ª parte

Empecé por hacer una excursión a Italia. El sol me sentó bien. Vagabundeé por espacio de seis meses de Génova a Venecia, de Venecia a Florencia, de Florencia a Roma, de Roma a Nápoles. Recorrí después toda Sicilia, país admirable por sus paisajes y sus monumentos, reliquias dejadas por los griegos y por los normandos. Me trasladé al África y crucé pacíficamente el gran desierto amarillo y tranquilo, en el que van de aquí para allá los camellos, las gacelas y los vagabundos árabes, cuya atmósfera ligera y transparente está libre de espectros, lo mismo de día que de noche.
Regresé a Francia por Marsella; a pesar de la alegría provenzal, sentí tristeza, porque el cielo tenía menos luz. Al poner otra vez el pie en el continente, experimenté esa especial sensación de un enfermo que se cree curado ya de su enfermedad, pero al que un dolor sordo le advierte que no está apagado aún el foco del mal.
Volví a París. Al mes, ya sentía aburrimiento. Era en otoño, y antes que se echase encima el invierno, quise hacer una excursión por Normandía, desconocida para mí.
Empecé por Ruán, como es natural, y vagabundeé durante ocho días, distraído, encantado, entusiasmado en aquella ciudad de la Edad Media, en aquel maravilloso museo de monumentos góticos extraordinarios.
Una tarde, a eso de las cuatro, al meterme por una calle inverosímil, por la que corre un río negro como esa tinta que llaman "agua de Robec", y mientras iba fijándome en el aspecto curioso y antiguo de las casas, mi atención se desvió de improviso hacia una serie de comercios de chamarileros, que se sucedían una puerta sí y otra también.
¡Bien habían sabido elegir el sitio para sus negocios aquellos sórdidos traficantes de cosas viejas, en una callejuela quimérica, encima de la siniestra corriente de agua, al abrigo de aquellos techos puntiagudos de tejas y pizarras en los que se oía rechinar aún las giraldillas del pasado!
Al fondo de aquellos lóbregos comercios se amontonaban las arcas talladas, las porcelanas de Ruán, de Nevers, de Moustiers, las estatuas pintadas, las de madera de roble, los cristos, las vírgenes, los santos, los ornamentos de iglesia, casullas, capas pluviales, hasta algunos vasos sagrados y un antiguo tabernáculo de madera dorada, del que Dios se había mudado. ¡Qué extrañas cavernas las que había en aquellas altas casas, en aquellos caserones, atiborrados desde las bodegas hasta los graneros de objetos de toda clase cuya existencia parecía acabada, que habían sobrevivido a sus poseedores naturales, a su siglo, a su tiempo, a sus modas, para ser comprados como curiosidades por las nuevas generaciones!
Mi ternura por las chucherías volvió a despertarse en aquella ciudad de anticuarios. Pasaba de un comercio a otro, atravesando en dos zancadas los puentes de cuatro tablas podridas tendidos sobre la nauseabunda corriente del "agua de Robec".
¡Misericordia! ¡Qué sacudida! En el extremo exterior de una bóveda atiborrada de objetos, que parecía la entrada de las catacumbas de un cementerio de muebles antiguos, vi de pronto uno de mis más hermosos armarios. Me acerqué todo tembloroso, tan tembloroso que no me atreví a tocarlo. Adelanté la mano, y me quedé vacilando. Sin embargo, era el mismo: un armario Luis XIII, único, que cualquiera que lo hubiese visto una vez lo identificaría. Dirigí de pronto los ojos más hacia el interior, hacia las más lóbregas profundidades de aquella galería, y distinguí tres de mis sillones tapizados, y más adentro aún, mis dos cuadros Enrique II, tan raros que hasta de París venían a verlos.
¡Figúrense! ¡Figúrense cuál sería el estado de mi alma!
Me adelanté, atónito, agonizante de emoción, pero me adelanté, porque soy valiente; me adelanté como pudiera penetrar un caballero de las épocas tenebrosas en una mansión de sortilegios. Paso a paso fui encontrando todo lo que me había pertenecido: mis candelabros, mis libros, mis cuadros, mis tapicerías, mis armas, todo, menos el escritorio que llevaba mis cartas, al que no vi por parte alguna.
Anduve de un lado para otro, bajando a galerías oscuras para en seguida subir a los pisos superiores. Estaba solo. Llamaba, pero nadie contestó. Estaba solo; no había nadie en aquella casa inmensa y tortuosa como un laberinto.
Se echó encima la noche, y tuve que sentarme, en medio de aquellas tinieblas, en una de mis sillas, porque no quería marcharme de allí. De cuando en cuando gritaba:
-¿Hay alguien en casa? ¿Hay alguien en casa? ¿No hay nadie?
Llevaría más de una hora cuando oí pasos, unos pasos callados, lentos, que no podía precisar en dónde sonaban. Estuve a punto de echar a correr, pero poniéndome rígido volví a llamar otra vez y distinguí una luz en la habitación de al lado.
-¿Quién anda ahí? -preguntó una voz.
Yo contesté:
-Un comprador.
Me replicaron.
-Es muy tarde para entrar de ese modo en un comercio.
Volví a decir:
-Estoy esperándolo desde hace más de una hora.
-Podía usted volver mañana.
-Mañana me habré marchado ya de Ruán.
Yo no me atrevía a avanzar y él no venía hacia mí. Seguía viendo el resplandor de su luz, que se proyectaba sobre un tapiz en el que dos ángeles volaban por encima de los cadáveres de un campo de batalla. También era de mi propiedad. Le dije:
-¿Viene usted o no?
Él me contestó:
-Lo estoy esperando.
Me levanté y fui hacia donde él estaba.
En el centro de una habitación muy espaciosa había un hombrecito muy pequeño y muy grueso, grueso como un fenómeno, como un repugnante fenómeno.
Tenía una barba extravagante, de pelos desiguales, ralos y amarillentos, pero no tenía ni un solo pelo en la cabeza. ¡Ni un solo pelo! Como sostenía la vela encendida a todo lo que daba su brazo para verme a mí, su cráneo me hizo el efecto de una luna pequeña en aquella inmensa habitación atiborrada de muebles viejos. Tenía la cara arrugada y como entumecida, y no se le distinguían los ojos. Regateé el precio de tres sillas, que eran de mi propiedad, y le pagué por ellas en el acto una fuerte cantidad, sin dar más que el número de mi habitación en el hotel. Deberían entregármelas al día siguiente antes de las nueve de la mañana.
Salí y él me acompañó a la calle con mucha cortesía. Acto seguido, me dirigí a la Comisaría Central de Policía y relaté al comisario el robo de mis muebles y el descubrimiento que acababa de hacer.
En el acto solicitó informes por telégrafo al juzgado que había instruido las diligencias en aquel robo, rogándome que tuviese a bien esperar la contestación. Le llegó al cabo de una hora, y fue completamente satisfactoria para mí. Entonces me dijo:
-Voy a mandar a que detengan a ese hombre para proceder en seguida a interrogarlo, porque pudiera ser que hubiese concebido alguna sospecha, haciendo desaparecer lo que es propiedad de usted. Vaya a cenar y vuelva dentro de un par de horas; lo retendré aquí para someterlo a un nuevo interrogatorio en presencia de usted.
-Encantado, señor; se lo agradezco de todo corazón.
Cené en mi hotel, con mejor apetito del que me había imaginado. Estaba de bastante buen humor. Le habíamos echado el guante.
Al cabo de dos horas me presenté de nuevo ante el funcionario de policía, que me estaba esperando.
-Verá usted, caballero -me dijo en cuanto me vio- No hemos dado con nuestro hombre. Mis agentes no han podido echarle el guante.
-¿Cómo ha sido eso?
Me sentí desfallecer.
-¿Pero han encontrado la casa, verdad? -seguí preguntando.
-Desde luego. Será vigilada hasta que él regrese. Porque ha desaparecido.
-¿Que ha desaparecido?
-Desaparecido. Acostumbra pasar las noches en casa de una vecina, chamarilera también, una especie de bruja, la viuda de Bidoin. Dice que no lo ha visto esta noche y que no puede dar dato alguno sobre su paradero. Habrá que esperar hasta mañana.
Me marché. ¡Qué siniestras, inquietantes y espectrales me parecieron las calles de Ruán!
Dormí muy mal, con un sueño interrumpido por pesadillas.
Al día siguiente, para que no me creyesen demasiado intranquilo ni precipitado, esperé hasta las diez antes de presentarme en la comisaría.
El chamarilero no había sido visto y su almacén seguía cerrado aún.
El comisario me dijo:
-He dado todos los pasos necesarios. El juzgado está al corriente del asunto; vamos a ir juntos a ese comercio, lo haré abrir y usted me indicará todo lo que es suyo.
Un cupé nos llevó hasta la casa. Delante del comercio había algunos guardias con un cerrajero. Se abrió la puerta.
Pero, una vez dentro, no vi ni mi armario ni mis sillones ni mis mesas ni nada, absolutamente nada del mobiliario de mi casa, siendo que la noche anterior no podía dar un paso sin tropezar con alguno de los objetos de mi pertenencia.
El comisario central, sorprendido, me miró al principio con desconfianza.
-Pues, señor -le dije-, la desaparición de estos muebles coincide de un modo extraño con la del comerciante.
Se sonrió:
-Es cierto. Hizo usted mal en comprar y pagar ayer noche aquellas sillas, porque con eso le dio usted la alerta.
Yo agregué:
-Lo que me parece incomprensible es que todos los espacios que anoche ocupaban mis muebles están ahora ocupados por otros.
-Eso no es extraño -contestó el comisario-, porque ha dispuesto de toda la noche y seguramente de cómplices. Esta casa debe tener comunicación con las de al lado. Descuide usted, señor; me voy a ocupar con gran interés de este asunto. No andará suelto mucho tiempo el ladrón, porque vigilamos su guarida.
¡Ah, mi corazón, mi pobre corazón, cómo palpitaba!
Permanecí quince días en Ruán, pero nuestro hombre no volvió. ¿Por qué? ¿Quién podía ponerle obstáculos o sorprenderlo?
El decimosexto día recibí de mi jardinero, que había quedado para guardar la casa saqueada, esta carta tan extraña:
"Señor:
"Tengo el honor de informarle que ha ocurrido, durante la noche pasada, algo que no entiende nadie, y mucho menos la policía. Han vuelto todos los muebles, todos sin excepción; hasta los objetos más pequeños. La casa se encuentra hoy dispuesta exactamente como lo estaba la víspera del robo. Es para volverse loco. Esto ha ocurrido la noche del viernes al sábado. Igual que el día de su desaparición, los caminos están llenos de huellas, como si hubiesen arrastrado todas las cosas, desde la entrada del jardín hasta la puerta de la casa.
"Quedamos esperando al señor, de quien soy humilde servidor.
Felipe Raudin"
¿Volver yo? ¡Eso sí que no! ¡Eso sí que no! ¡Eso sí que no! Llevé la carta al comisario de Ruán, quien me dijo:
-Es una devolución muy hábil. Nos haremos el muerto y le pondremos la mano encima a nuestro hombre cualquier día de estos.
Pero no le echaron el guante. No, señor. No le echaron el guante, y le tengo miedo, igual que si fuese una fiera que han soltado para que me persiga.
Nadie lo encuentra, nadie puede encontrar a aquel monstruo con el cráneo de luna. Nadie le echará el guante jamás. No volverá a su casa. ¡Bastante le importa a él su casa! Yo soy el único que podría dar con él, pero no quiero.
¡No quiero! ¡No quiero! ¡No quiero!
Y aun en el supuesto de que volviese y entrase en su comercio, ¿quién va a probarle que mis muebles estaban allí? No hay en contra suya más que mi testimonio, y me doy perfecta cuenta de que empieza a ser sospechoso.
¡Cómo iba yo a poder vivir así! Tampoco podía guardar el secreto de lo que han visto mis ojos. No me era posible seguir viviendo como una persona cualquiera, con el temor de que esos hechos se repitiesen cualquier día.
Vine a ver al médico que dirige esta casa de salud y se lo he referido todo.
Al cabo de un largo interrogatorio, me dijo:
-¿Tendría usted inconveniente, caballero, en permanecer aquí algún tiempo?
-Me quedaré gustosísimo.
-¿Quiere usted un pabellón independiente?
-Sí, señor.
-¿Desea recibir a algunos amigos?
-No, señor; a nadie. El hombre de Ruán podría tratar de llegar hasta aquí mismo con idea de vengarse...
Y desde hace tres meses vivo solo, solo, absolutamente solo. Estoy casi tranquilo. Un miedo tengo, sin embargo: que el anticuario se vuelva loco..., y que lo traigan a este asilo... Ni las cárceles son seguras.

Cuentos de terror - "¿Quién sabe?" de Maupassant

El otro día recordé un cuento de terror que desde que lo leí por primera vez, me ha gustado. Me gustan mucho los cuentos de terror.
Recuerdo que cuando tendría doce o trece años, nos juntábamos toda la chiquillería de mi bloque y de los bloques cercanos a contar historias de miedo. Yo ya había leído a Bécquer, Stoker, Poe o Maupassant y les contaba sus cuentos. Lecturas "prohibidas" para esos años pero que yo había logrado poseer, burlando la vigilancia de los mayores.
Años más tarde llegarían muchos más: Machen, Le Fanu, Lord Dunsany, Lovecraft, Bierce, Hawthorne y tantos otros, que me hicieron estremecerme. Cuentos leídos de noche, cuando todos dormían en casa, concentrada en la lectura. La atmósfera de los cuentos invadiendo la de mi propio cuarto. Mi imaginación, espoleada por la lectura, me hacía ver fantasmas en las sombras, escuchar ruidos extraños de criaturas sin nombre que nos acechan...
Hoy he recordado otro de esos cuentos. No es un cuento de terror al uso, incluso diría que es algo cómico. Pero describe muy bien ese sentir de locura que se acaba apoderando de muchos protagonistas de esos cuentos que tanto me gustan.
Quizás el humor no está demasiado alejado del terror. ¿Acaso no somos muchos los que nos reímos fuerte cuando queremos alejar ciertos fantasmas?.
Os lo dejo en dos partes, pues es largo. Espero que os guste.


¿Quién sabe? de Guy de Maupassant

¡Señor! ¡Señor! Al fin tengo ocasión de escribir lo que me ha ocurrido. Pero ¿me será posible hacerlo? ¿Me atreveré? ¡Es una cosa tan extravagante, tan inexplicable, tan incomprensible, tan loca!.
Si no estuviese seguro de lo que he visto, seguro también de que en mis razonamientos no ha habido un fallo, ni en mis comprobaciones un error, ni una laguna en la inflexible cadena de mis observaciones, me creería simplemente víctima de una alucinación, juguete de una extraña locura. Después de todo, ¿quién sabe?
Me encuentro actualmente en un sanatorio; pero si entré en él ha sido por prudencia, por miedo. Sólo una persona conoce mi historia: el médico de aquí; pero voy a ponerla por escrito. Realmente no sé para qué. Para librarme de ella, tal vez, porque la siento dentro de mí como una intolerable pesadilla.

Hela aquí:
He sido siempre un solitario, un soñador, una especie de filósofo aislado, bondadoso, que se conformaba con poco, sin acritudes contra los hombres y sin rencores contra el cielo. He vivido solo, en todo tiempo, porque la presencia de otras personas me produce una especie de molestia. No es que me niegue a tratar con la gente, a conversar o a cenar con amigos, pero cuando llevan mucho rato cerca de mí, aunque sean mis más cercanos familiares, me cansan, me fatigan, me enervan, y experimento un anhelo cada vez mayor, más agobiante, de que se marchen, o de marcharme yo, de estar solo.
Este anhelo es más que un impulso, es una necesidad irresistible. Y si las personas en cuya compañía me encuentro siguiesen a mi lado, si me viese obligado, no a prestar atención, pero ni siquiera a escuchar sus conversaciones, me daría, con toda seguridad, un ataque. ¿De qué clase? No lo sé. ¿Un síncope, tal vez? Sí, probablemente.
Tanto me agrada estar solo, que ni siquiera puedo soportar que otras personas duerman bajo el mismo techo que yo. No vivo en París, porque sería para mí una perpetua agonía. Me siento morir moralmente, es para mí un martirio del cuerpo y de los nervios esa muchedumbre inmensa que hormiguea, que se mueve a mi alrededor, hasta cuando duerme. Porque, aún más que la palabra de los demás, me resulta insufrible su sueño. Cuando sé, cuando tengo la sensación de que, detrás de la pared, existen vidas que se ven interrumpidas por esos eclipses regulares de la razón, no puedo ya despertar.

¿Por qué soy de esta manera? ¡Quién lo sabe! Es imposible que la razón de todo esto sea muy sencilla; todo lo que ocurre fuera de mí me cansa muy pronto. Y son muchos los que se encuentran en mi mismo caso.
En la tierra vivimos gentes de dos razas. Los que tienen necesidad de los demás, aquellos a quienes los demás distraen, ocupan, sirven de descanso, y a los que la soledad cansa, agota, aniquila, lo mismo que la ascensión a un nevero o la travesía de un desierto, y aquellos otros a los que, por el contrario, los demás cansan, molestan, cohíben, abruman, en tanto que el aislamiento los tranquiliza, les proporciona un baño de descanso en la independencia y en la fantasía de sus meditaciones.
En resumidas cuentas, se trata de un fenómeno psíquico normal. Unos tienen condiciones para vivir hacia afuera; otros, para vivir hacia adentro. En mí se da el caso de que la atención exterior es de corta duración y se agota pronto, y cuando llega a su límite, me acomete en todo mi cuerpo y en toda mi alma un malestar intolerable.

Como consecuencia de todo lo que antecede, yo me apego, es decir, estaba fuertemente apegado a los objetos inanimados, que vienen a adquirir para mí una importancia de seres vivos. Mi casa se convierte, se había convertido en un mundo en el que yo llevaba una vida solitaria, pero activa, en medio de aquellas cosas: muebles, chucherías familiares, que eran para mí como otros tantos rostros simpáticos. Había ido llenándola poco a poco, adornándola con ellos, y me sentía contento y satisfecho allí dentro, feliz como en los brazos de una mujer agradable cuya diaria caricia se ha convertido en una necesidad suave y sosegada.
Hice construir aquella casa en el centro de un hermoso jardín que la aislaba de los caminos concurridos, a un paso de una ciudad en la que me era dable encontrar, cuando se despertaba en mí tal deseo, los recursos que ofrece la vida social. Todos mis criados dormían en un pabellón muy alejado de la casa, situado en un extremo de la huerta, que estaba cercada con una pared muy alta. Tal era el agrado y el descanso que encontraba al verme envuelto en la oscuridad de las noches, en medio del silencio de mi casa, perdida, oculta, sumergida bajo el ramaje de los grandes árboles, que todas las noches permanecía varias horas para saborearlo a mis anchas, costándome trabajo meterme en la cama.

El día de que voy a hablar habían representado Sigurd en el teatro de la ciudad. Era aquélla la primera vez que asistía a la representación de ese bello drama musical y fantástico, y me produjo un vivo placer.
Regresaba a mi casa a pie, con paso ágil, llena la cabeza de frases musicales y la pupila de lindas imágenes de un mundo de hadas. Era noche cerrada, tan cerrada que apenas se distinguía la carretera y estuve varias veces a punto de tropezar y caer en la cuneta. Desde el puesto de arbitrios hasta mi casa hay cerca de un kilómetro, tal vez un poco más, o sea veinte minutos de marcha lenta. Sería la una o la una y media de la madrugada; se aclaró un poco el firmamento y surgió delante de mí la luna, en su triste cuarto menguante. La media luna del primer cuarto, es decir, la que aparece a las cuatro o cinco de la tarde, es brillante, alegre, plateada; pero la que se levanta después de la medianoche es rojiza, triste, inquietante; es la verdadera media luna del día de las brujas. Esta observación han debido hacerla todos los noctámbulos. La primera, aunque sea delgada como un hilo, despide un brillo alegre que regocija el corazón y traza en el suelo sombras bien dibujadas; la segunda apenas derrama una luz mortecina, tan apagada que casi no llega a formar sombras.

Distinguí a lo lejos la masa oscura de mi jardín y, sin que yo supiese de dónde me venía, se apoderó de mí un malestar al pensar que tenía que entrar en él. Acorté el paso. La temperatura era muy suave. Aquella gruesa mancha del arbolado parecía una tumba dentro de la cual estaba sepultada mi casa.
Abrí la puerta y penetré en la larga avenida de sicomoros que conduce hasta el edificio y que forma una bóveda arqueada como un túnel muy alto, a través de bosquecillos opacos unas veces y bordeando otras los céspedes en que los encañados de flores estampaban manchones ovalados de tonalidades confusas en medio de las pálidas tinieblas.

Una turbación singular se apoderó de mí al encontrarme ya cerca de la casa. Me detuve. No se oía nada. Ni el más leve soplo de aire circulaba entre las hojas. "¿Qué es lo que me pasa?", pensé. Muchas veces había entrado de aquella manera desde hacía diez años, y jamás sentí el más leve desasosiego. No era que tuviese miedo. Jamás lo tengo durante la noche. Si me hubiese encontrado con un hombre, con un merodeador, con un ladrón, todo mi ser físico habría experimentado una sacudida de furor y habría saltado encima de él sin la menor vacilación. Iba, además, armado. Llevaba mi revólver, porque quería resistir a aquella influencia recelosa que germinaba en mí.
¿Qué era aquello? ¿Un presentimiento? ¿El presentimiento misterioso que se apodera de los sentidos del hombre cuando va a encontrarse frente a lo inexplicable? ¡Quién sabe!

A medida que avanzaba, me corrían escalofríos por la piel; cuando me hallé frente al muro de mi gran palacio, que tenía las contraventanas echadas, tuve la sensación de que tendría que dejar pasar algunos minutos antes de abrir la puerta y entrar. Me senté en un banco que había debajo de las ventanas del salón. Y allí me quedé, un poco trémulo, con la cabeza apoyada en la pared y los ojos abiertos y clavados en la sombra del arbolado. Nada de extraordinario advertí a mi alrededor en aquellos primeros instantes. Me zumbaban algo los oídos, pero ésta es una cosa que me ocurre con frecuencia. A veces creo oír trenes que pasan o campanas que tocan o el pataleó de muchedumbres en marcha.
Pero aquellos ruidos interiores se hicieron más netos, más precisos, más identificables. Me había engañado. No era el bordoneo habitual de mis arterias el que me llenaba los oídos con aquellos rumores; era un ruido muy característico y, sin embargo, muy confuso, que procedía, sin duda alguna, del interior de la casa.

Distinguía aquel ruido continuo a través del muro, tenía casi más de movimiento que de ruido, un confuso ajetreo de una multitud de objetos, como si moviesen, cambiasen de sitio y arrastrasen con mucho tiento todos mis muebles.
Estuve largo rato sin dar crédito a mis oídos; pero aplicando la oreja a una de las contraventanas para distinguir mejor aquel extraño ajetreo que parecía tener lugar dentro de mi casa, quedé plenamente convencido, segurísimo, de que algo anormal e incomprensible ocurría. No sentía miedo, pero estaba..., ¿cómo lo diré?, asustado de asombro. No amartillé mi revólver, porque tuve la intuición segura de que no me haría falta. Esperé.

Esperé largo rato, sin decidirme a actuar, con la inteligencia lúcida, pero dominado por loca inquietud. Esperé de pie y seguí escuchando el ruido, cada vez mayor, que adquiría por momentos una intensidad violenta, hasta parecer un refunfuño de impaciencia, de cólera, de motín misterioso.
Me entró de pronto vergüenza de mi cobardía, eché mano al manojo de llaves, elegí la que me hacía falta, la metí en la cerradura, di dos vueltas y empujé con todas mis fuerzas, enviando la hoja de la puerta a chocar con el tabique.

Aquel golpe resonó como el estampido de un fusil, pero le respondió, de arriba abajo de mi casa, un tumulto formidable. Fue una cosa tan imprevista, tan terrible, tan ensordecedora, que retrocedí unos pasos y, aunque tan convencido como antes de su inutilidad, saqué el revólver de la funda.
Esperé todavía, aunque muy poco tiempo. Lo que ahora oía era un pataleo muy raro en los peldaños de la escalera, en el entarimado, en las alfombras, pero no era un pataleo de calzado, de zapatos de hombre, sino de patas de madera y de patas de hierro que vibraban como címbalos. Y, de pronto, veo en el umbral de la puerta un sillón, mi cómodo sillón de lectura, que se marchaba de casa, contoneándose. Y se fue por el jardín hacia adelante. Y detrás de él, otros, los sillones de mi salón, y a continuación los canapés bajos, arrastrándose como cocodrilos sobre sus patitas cortas, y en seguida todas las sillas, dando saltitos de cabra, y los pequeños taburetes que trotaban como conejos.

¡Era una cosa emocionante! Me escondí en un bosquecillo, y allí permanecí agazapado, contemplando aquel desfile de mis muebles, porque se marchaban todos, uno detrás de otro, con paso vivo o pausado, de acuerdo con su altura o su peso. Mi piano, mi magnifico piano de cola cruzó al galope, como caballo desbocado, con un murmullo musical en sus ijares; los objetos menudos iban y venían por la arena como hormigas, los cepillos, la cristalería, las copas en las que la luna ponía fosforescencias de luciérnagas. Las telas reptaban o se alargaban a manera de tentáculos, como pulpos de mar. Vi que salía mi escritorio -mi querido escritorio- una hermosa reliquia del siglo pasado, en el que estaban todas las cartas que yo recibí, la historia toda de mi corazón, una historia antigua que me ha hecho sufrir mucho. Dentro de él había también fotografías.
De improviso se me pasó el miedo, me abalancé sobre el escritorio, lo agarré como se agarra a un ladrón, como se agarra a una mujer que escapa; pero él llevaba una marcha incontenible y, a pesar de mis esfuerzos, a pesar de mi cólera, no conseguí moderar su velocidad. Yo hacía esfuerzos desesperados para que no me arrastrase aquella fuerza espantosa y caí al suelo. Entonces me arrolló, me arrastró por la arena y los muebles que venían detrás empezaron a pisotearme, magullándome las piernas; lo solté por fin y entonces los demás pasaron por encima de mi cuerpo, lo mismo que pasa un cuerpo de caballería que carga por encima del soldado que ha sido derribado del caballo.

Loco de terror, conseguí al fin arrastrarme hasta fuera de la gran avenida y ocultarme de nuevo entre los árboles, a tiempo de ver cómo desaparecían los objetos más íntimos, los más pequeños, los más modestos, los que yo conocía menos entre todos los que habían sido de mi propiedad.
Así estaba, cuando oí a lo lejos, dentro de mi casa, que había adquirido sonoridad como todas las casas vacías, un ruido formidable de puertas que se volvían a cerrar. Empezaron los portazos en la parte más alta, y fueron bajando hasta que se cerró por último la puerta del vestíbulo que yo, insensato de mí, había abierto para facilitar aquella fuga.

También yo escapé, echando a correr hacia la ciudad, y no recobré mi serenidad hasta que me vi en sus calles y tropecé con algunas gentes trasnochadoras. Fui a llamar a la puerta de un hotel en el que era conocido. Me había sacudido las ropas con las manos para quitar el polvo; les expliqué que había perdido mi llavero, en el que tenía también la llave de la huerta en que estaba el pabellón aislado donde dormían mis criados, huerta rodeada de altas tapias que impedían a los merodeadores meter mano en las verduras y frutas.
Me tapé hasta los ojos en la cama que me dieron, pero no pude conciliar el sueño, y aguardé la llegada del día escuchando los golpes acelerados de mi corazón. Les había dicho que avisaran a mi servidumbre en cuanto amaneciese, y mi ayuda de cámara llamó a mi puerta a las siete de la mañana.

Parecía trastornado.

-Ha ocurrido esta noche una gran desgracia, señor, -me dijo.
-¿Qué sucedió?
-Han robado todo el mobiliario del señor; absolutamente todo, hasta los objetos más insignificantes.

Aquella noticia me alegró. ¿Por qué? ¡Vaya usted a saber! Yo me sentía muy dueño de mí, estaba seguro de poder disimular, de no decir a nadie una palabra de lo que había visto, de ocultar aquello, de enterrarlo en mi conciencia como un espantoso secreto. Le contesté:

-Entonces se trata de los mismos individuos que anoche me robaron a mí las llaves. Es preciso dar parte a la policía inmediatamente. Voy a levantarme y me reuniré en seguida con usted.

Cinco meses duró la investigación. No se llegó a descubrir el paradero de nada, no se encontró la más insignificante de mis chucherías, ni se llegó a dar con el más ligero rastro de los ladrones. ¡Claro está que si yo hubiese dicho lo que sabía!... Si hubiese hablado..., me habrían encerrado a mí; no a los ladrones, sino al hombre que aseguraba haber visto semejante cosa.

Supe cerrar la boca. Pero no volví a amueblar mi casa. ¿Para qué? Se hubiera repetido siempre el mismo caso. No quería entrar de nuevo en ella. No entré. No volví a verla.

Regresé a Paris, me instalé en un hotel y consulté a los médicos acerca de mi estado nervioso, que me preocupaba mucho desde los acontecimientos de aquella noche lamentable.
Me animaron a que viajase. Seguí su consejo.

lunes, 7 de enero de 2008

Otra noche de insomnio

Está ahí, acechándome. Comienzo a correr por sobrevivir. Si me detengo me arrasará como un torrente furioso. Mi corazón, azuzado por el miedo, bombea sangre a los músculos de mis piernas. Flexiono y estiro, huyendo de eso que pretende aniquilarme. No miro atrás. Sé que está ahí. Las piernas me duelen por el esfuerzo y el corazón se me va a salir del pecho, pero no puedo dejar que me gane terreno.
Tropiezo y caigo. Lo oigo cada vez más cerca. Casi puedo sentir su tacto viscoso. Me levanto y sigo corriendo. Las rodillas me sangran y me duele el pecho pero la desesperación me hace sacar fuerzas que ya no tengo.
Vuelvo a caer. Trastabilleando, intento avanzar. Pero es tarde. Apresa mis piernas. Intento zafarme pero es inútil. Poco a poco me atrae hacia él, ahogándome. Lucho por escapar, pero el esfuerzo es baldío. Me falta el aliento...


Despierto cubierta de sudor, con la sábana enrollada en mi cuerpo. Es la tercera o cuarta vez que me pasa esta noche.

Miro el techo y me parece ver una sombra que se mueve. En ese espacio entre el sueño y la vigilia, una mera sombra es el peor de los fantasmas. No recuerdo los detalles de la pesadilla que acabo de tener, pero si las sensaciones y aún siento cierto desasosiego. Será por eso que me siento amenazada...
Voy regresando al mundo de los despiertos. Recuerdo una lectura, "El Horla" de Maupassant. ¡Qué miedo me dió la primera vez que lo leí! Muchas noches más como ésta y quizás tenga que decir a mi familia que compre un extintor. Me río. Afortunadamente, sé que eso no va a pasar.

Doy media vuelta en la cama y cierro los ojos. Voy cayendo dormida con un único pensamiento en la cabeza. "Esta vez no me va a atrapar".

Despierto un par de horas más tarde. Me equivoqué. Volvió a atraparme.

jueves, 3 de enero de 2008

Nochevieja

No le oyó llegar. Estaba atareada entre fogones, ultimando la cena de Nochevieja, cuando le sorprendió con un beso en la mejilla. Ella dió un respingo por el susto.

- Tonto, que te puedo manchar y has venido guapete - ella le devolvió el beso en la mejilla y volvió a sus quehaceres - Todavía falta un ratito para la cena y si te quedas aquí, vas a apestar a comida. Vete al salón con mi familia.
- No importa y prefiero estar contigo. Me da un poco de apuro...

Su padre había muerto unos días antes y ella le había invitado a cenar con su familia, para que no estuviera solo. Aunque él había aceptado, como le confesaría más tarde esa misma noche, se sentía un poco intruso. Estuvieron charlando mientras ella acababa de cocinar. Relajados, cenaron entre risas, bromas y botellas de vino yendo y viniendo... Mientras ella se arreglaba para salir, él charlaba con la familia que lo había acogido como un miembro más. Se comieron las uvas todos juntos, brindaron por la felicidad de todos en el año recién nacido, siguieron riendo, algo alcoholizados con tanto exceso...

Al salir a la calle, se despejaron un poco de su "alegría etílica". Soplaba un viento del Norte que traía promesas de nieve y estaba empezando a helar. A lo lejos sonaban estallidos de petardos y ella hizo un mohín de disgusto. Él se burló y ella le respondió divertida que le gustaban los petardillos, no los petardos y farfulló algo acerca de los petardos y algunos orificios corporales de los lanzadores.
Avanzaban por calles desérticas con la Catedral iluminada como punto de referencia. Hacía años que ambos no salían esa noche, pero antes de irse a casa de él a ver una película, había quedado con unos conocidos y quería que ella lo acompañara.

Mientras esperaban a que se abriera un semáforo, abrazados para combatir el frío, ella le hablaba de que eran un coloide, una antigua broma que tenía con unos amigos.
Siguieron caminando abrazados, amparándose por la cintura. La mano izquierda de ella metida en el bolsillo izquierdo del abrigo de él y la derecha de él en el bolsillo derecho del abrigo de ella. Él comentó que parecían los personajes del Mago de Oz y sin mediar palabra, con solo una mirada, ambos empezaron a cantar "We're off to see the wizard" hasta que las carcajadas les enmudecieron.

Según se acercaban a la zona de bares, iban cruzándose con más gente. Desconocidos que desde su alegría, les deseaban un feliz año.
Llegaron al bar dónde les esperaban. Ella no estaba muy convencida de quedar con sus amigos, pero había accedido. Sabía que vendrían las inevitables preguntas sobre su relación, por esa tendencia que tienen la mayoría de humanos a categorizar y etiquetar, para sentirse algo más seguros o cómodos. Y era muy celosa de su vida privada. Le había comentado bromeando, en más de una ocasión, que si no iban a ir a concursar al "Un, dos, tres" no entendía porque esa manía de categorizarlos. Eran él y ella, simplemente. Y lo que sintieran, era asunto de ellos, no del resto de la humanidad. Pero ahí estaba. Tomándose una copa con una repelente señora, a la que sonreía hipócritamente, mientras reprimía las ganas de soltarle una burrada ante su insistencia en preguntarle por su vida privada. No aguantaron más que una copa y se despidieron entre votos de felicidad y alegría, en su mayoría fingidos.

Llegaron al calor de la casa, ateridos por la helada que ya cubría de escarcha la ciudad. Él fue a la cocina a preparar unas tazas de chocolate y ella puso la película en el dvd y se acurrucó en el sofá, cubierta con una manta, dejando tirados los tacones en el suelo. Después de darle su taza de chocolate, él se acurrucó junto a ella, con la cabeza apoyada en su costado. Mientras veían la película, ella le acariciaba el pelo, un gesto que últimamente había descubierto que le relajaba.
Acabada la película, se rieron, participaron en una guerra de cosquillas que ella perdió, hablaron en voz baja de sus miedos, de sus sueños, de sus dolores, de sus esperanzas... Se abrazaron, se besaron, volvieron las cosquillas y también los silencios acompañados. Y las lágrimas mientras ambos recordaban con cariño a los que ya no estaban con ellos.
Ella notó como él iba cayendo dormido entre sus brazos y no tardó mucho en imitarle. El primer amanecer de este nuevo año, les sorprendió dormidos en el sofá, abrazados.

Mientras ella regresaba en un taxi a su casa, pensaba en que estas habían sido las mejores Navidades de su vida en muchos años. La Navidad era calor humano y Esperanza, no regalos, ni comilonas ni buenos deseos vacíos de contenido. Y ella, que unos días antes de que llegaran estaba tan desanimada que no tenía ganas de celebrarlas pues no sabía si podría ofrecer eso, había recibido como regalo unas Navidades sencillas y esperanzadoras.

Y con ese sentimiento de esperanza, se disponía a afrontar ese año recién nacido...