miércoles, 30 de abril de 2008

Viaje a Almería

Este fin de semana pasado estuve en la provincia de Almería por viaje de trabajo. En teoria, invitados por una mayorista y el patronato de turismo para conocer la región y vender más y mejor. En la práctica, de cachondeo.

Y es que el viaje prometía juerga desde el primer momento. Yo me fui directamente sin dormir pensando que ya dormiría en el autocar. Pero al ver como los dos comerciales de la mayorista llenaban unas neveras con latas de cerveza y refrescos y las subían al bus, me dí cuenta de mi error. Y ya cuando ví que entre mis compañeros estaban uno de los más juerguistas del viaje a San Sebastián, mi compañera de juergas de Oliva, la que me ayudó a cerrar los bares de Santander y la "tú eres una tía de puta madre, te quiero un montón" del viaje a Gijón, supe que dormir iba a ser una utopía.

¡Lo que me pude reír en el viaje de ida! Después de una siesta de media horita y de desayunar algo, empezó el cachondeo. Parecíamos un autocar de chavales de viaje de fin de curso, sólo que la mayoría ya no cumplíamos los treinta. Casi todos ibamos de pie, cantando y bailando, pasándonos las latas de cerveza o los cachis con calimocho y riéndonos a carcajadas.

Al llegar al hotel, un chapuzón en la piscina, una ducha rápida y a comer, para por la tarde, irnos a la playa. Un chapuzón en el mar como Dios manda y un buen paseo por la playa para bajar la comida. Y para rematar, una sesión de SPA. ¡Qué estresante es mi trabajo a veces!.

Por la noche, después de una cena llena de risas, a la discoteca en nuestro "disco-bus". Los andaluces que se incorporaron en destino se quedaron en un primer momento sorprendidos al vernos bailar en los pasillos, pero pronto se unieron a la juerga. Al son de Fórmula V y los Bravos (que era la música que tenía el conductor) desembarcamos en la discoteca ante la mirada sorprendida de los dos porteros.
Entre pitos y flautas, llegué a las tantas al hotel y con solo una horita de sueño y unas cuántas agujetas, de excursión.

Yo salí recién duchada y con la ropa limpia del hotel. Así quedaron mis zapatillas después de la mañana.


Nos llevaron a hacer una ruta de espeleología a las Cuevas de Sorbas. Al principio, dado mi estado de forma física y mis rodillas, que parecen las maracas de Machín, me dió reparo hacerlo, pero luego me lo pasé como los indios. Trepé, salté, me mojé, me dí coscorrones, me arrastré por el suelo, pero me gustó la experiencia. Eso sí, al día siguiente, entre la sobrecarga muscular, las agujetas y los cardenales (fruto también de nuestro disco-bus) andaba como las muñecas de Famosa.

Más tarde, visita a una almazara, con cata de aceites, en un olivar en pleno desierto de Tabernes, antes de irnos a comer y visitar un parque temático dónde se rodaban películas del Oeste. Por la noche, después de una cena exquisita y unas cuántas copas de vino, más juerga.

La mañana del domingo continuamos con el trajín y por la tarde, de regreso a Madrid,
¡por fin! pude dormir algo más de una hora.

Todo esto ha sido la cara más amable del viaje y la que acabaré recordando, pero ha habido sus caras menos agradables.

El ver como en una zona dónde no sobra el agua precisamente, hay un enorme campo de golf. Que no es el campo de golf, que se riega con aguas recicladas, sino las urbanizaciones que lo rodean y el gasto que generan.

La informalidad y la impuntualidad de algunos que ha trastocado todo el programa, algo que me parece una falta de respeto hacia el resto. Si a ellos les gusta dormir, a mí, aunque no lo parezca, también. Y si no eres capaz de irte de juerga y cumplir tu trabajo, pues no te vayas de juerga.

Esa manía de criticar a otros con saña para autoafirmarse que tienen algunas personas, que me pone de muy mal café y por la que acabo discutiendo casi siempre, metida en mi faceta de abogada de pleitos pobres.

Y ha habido ocasiones en este viaje, en las que me he sentido una especie de "mono de feria". Me han tenido frita todo el fin de semana con el tema de las comidas. Y todo porque en la comida acerté con algunos platos antes de que nos los sirvieran y se debieron pensar que era una gourmet o algo así y me asaetaban a preguntas. Llegó un momento que parecían estar deseando que fallara en alguna para señalar con el dedo de señalar.

Pero bueno, ha sido un buen fin de semana, del que aún me estoy recuperando (cosas de la edad, ya se sabe) y en el que he podido recargar pilas.

viernes, 25 de abril de 2008

Silbando a las estrellas (2)

La última vez que estuvo en la vieja casa del pueblo fue cuando, siendo aún un niño, falleció su abuela. Fueron al entierro y recoger a su abuelo para que viviera con ellos. Y ahora, volvía de nuevo a ese lugar que tanto le gustaba de niño y nuevamente, por un funeral.

Después de meses luchando contra una terrible enfermedad, su madre no había tenido fuerzas para vencerla, apagándose día a día. En este instante, su padre, su abuelo y él, se encontraban en la iglesia del pueblo cumpliendo la última voluntad de su madre. Ser enterrada junto a la suya, en el lugar que le había visto nacer.

Miró a su padre. Aunque triste, parecía más descansado que en estos últimos meses. Escuchaba de pie con el rostro serio las palabras del sacerdote y lanzaba miradas fugaces al ataúd que permanecía frente al altar. Su mano derecha, sostenía con gesto cómplice y cariñoso, el brazo de su suegro, que permanecía mudo de dolor entre él y Miguel.
Su abuelo...Un hombre grande y fuerte, luchador, de presencia imponente, al que Miguel admiraba desde niño, que ahora se sostenía a duras penas y miraba desgarrado de dolor el ataúd de su hija.
"Tiene que ser terrible sobrevivir a tus hijos" pensó Miguel. Sintió una oleada de ternura hacia el anciano, que le llevó a apretar la mano que tenía apoyada sobre él, en muda caricia. Él se giró y con ojos vidriosos, esbozó una mueca que quería parecer una sonrisa.

El sacerdote terminó la homilía y después de los pésames de rigor por parte de familiares, amigos y algún curioso del pueblo, el cortejo fúnebre partió hacia el cementerio del pueblo. Era un lugar pequeño, sobre un promontorio que miraba al mar. Las lápidas y cruces de mármol, unas más untuosas, otras más sencillas, se alienaban en hileras algo irregulares entre las que se intercalaban algunos panteones de gentes más pudientes, un par de castaños se erigían junto al muro de la entrada y las gaviotas entonaban una particular marcha fúnebre. En un día despejado como ese, la unión del horizonte con el mar y la bahía dónde estaba el pueblo, eran una bonita vista.

El entierro terminó. Después de otra nueva ronda de pésames, su padre y su abuelo se fueron a casa, dejando a Miguel con sus recuerdos como única compañía. Acuclillado frente al pequeño panteón familiar, todas las lágrimas que había estado conteniendo hasta ese momento surgieron una detrás de otra, en silencio.
La echaba de menos y se sentía triste, pero también aliviado de que todo hubiera terminado. ¿Era demasiado egoísta al sentirse así? Seguramente el viejo cascarrabias del hermano Fernando, su profesor en la escuela, le habría dicho que era malo por pensar así. Pero ya no era ese niño gordito y tímido que se dejaba amedrentar, sino un joven fornido, más seguro de si mismo, líder entre sus compañeros y un buen estudiante del que se esperaba que entrara en la universidad y se labrara un futuro prometedor. Aunque en algunos momentos de soledad, como ése, el niño regresaba.

- Lo siento mucho, Miguel.

Una voz femenina, dulce, le devolvió a la realidad. Se incorporó. Frente a sí tenía a una joven de cabello castaño, algo despeinado por la brisa; una nariz respingona cubierta de pecas y unos ojos azules, como su abrigo, que brillaban al mirarle. Todo le resultaba demasiado familiar. No podía ser ella...No...

-¿Iria?

¿Cuánto tiempo hacía que no veía a la niña? Desde aquel verano que habían pasado juntos entre juegos. Y ahora, tantos años después, volvía a aparecer misteriosamente.

-¿Pero que haces aquí? – las palabras salían atropelladamente de su boca, emocionado al ver nuevamente a su amiga. Sólo que ya no era la niña desgarbada y mellada, sino una joven atractiva que le miraba con cariño.
La muchacha arqueó las cejas y sonrío con dulzura.

- ¿Qué voy a hacer, tonto? Tú me llamaste. Aunque has tardado mucho en hacerlo... - la muchacha hizo ademán de ir a darle un chopito en la frente, pero en cambio, la acarició con ternura, deslizando el dorso de su mano por la mejilla de Miguel, limpiándole las lágrimas - Las estrellas, ¿recuerdas?.

Recordó la noche anterior. El ambiente, tanto por la tristeza que les embargaba como por estar en una casa cerrada tanto tiempo, le resultaba opresivo, así que decidió salir a dar un paseo aprovechando lo inusualmente cálida que estaba la noche. Sacó una pequeña petaca de cuero del bolsillo del abrigo. Había comenzado a fumar a escondidas de sus padres cuando su madre cayó enferma. Mientras caminaba, comenzó a liarse un cigarrillo, intentando apartar la tristeza y las ganas de llorar de su mente. Miró al cielo y vió que estaba cuajado de estrellas como nunca lo había visto antes en su casa en la ciudad. Y silbó. Un silbido que se perdió en el silencio de la noche mientras lloraba en soledad.

Pero no podía ser. Tenía que ser una coincidencia. Iria se habría enterado en el pueblo de la muerte de su madre y estaba allí por eso. Acariciándole la mejilla, calmándole. Cuando Miguel fue consciente de eso, se sonrojó un poco y cogió la mano de Iria, apartándola de su rostro.

- Todas las noches miraba a las estrellas, esperando un silbido que hasta ayer no llegó. ¿Es qué en la ciudad no se ven las estrellas?

Se quedaron un rato en silencio, mirándose, con los dedos enlazados.

- Muchas gracias por venir, Iria. Eres toda una amiga. Siento no haberte correspondido en todos estos años.
- Bueno, ya sabes como llamarme la próxima vez, cabezota. ¿Quieres dar un paseo? Podemos charlar un rato...

El asintió con la cabeza y comenzaron a caminar. Uno al lado del otro, sin soltarse las manos. Al principio compartiendo el silencio, hasta que él comenzó a hablar, compartiendo con su amiga, que escuchaba atenta, la tristeza de esos días, sus recuerdos, sus sueños, lo que le impulsaba a seguir...

Llegaron hasta la vieja casa. Miguel se sentía sereno, incluso algo alegre, después del paseo con su amiga y pero sabía que llegaba el momento de la despedida y sentía una opresión en el pecho.

- Iria, prometo mantenerme en contacto contigo. Dame tu número de teléfono y te llamaré.
- Tontorrón, sabes que yo no uso de eso.

Iria se puso de puntillas para salvar la diferencia de alturas y le abrazó. Al romper el abrazo, le besó en la mejilla, apenas un roce con los labios pero que Miguel sintió hasta en lo más profundo de su epidermis.

- Ya sabes, Miguel - elevó su mirada hacia el cielo - Las estrellas. Cuando estés triste o alegre y quieras compartirlo conmigo, silba.

La joven le miró sonriente por última vez antes de darse media vuelta y dirigirse hacia el pueblo. Miguel observó su marcha, incapaz de decir nada. Su mano, sobre el lugar de su mejilla dónde ella lo había besado, sintiéndose como si le hubiera rozado un ángel. O una extraterrestre.

Su extraterrestre.

miércoles, 23 de abril de 2008

¡Feliz día del Libro!

Felicidades a todos los Jorges, Jordis y derivados. Y aquellos de Castilla y León, Aragón y la ciudad de Cáceres que hoy están de fiesta, que disfruten del día de asueto y recuerden un poquito a los que tenemos que trabajar.
Para todos, que os regalen muchos libros y muchas rosas (o mejor el Amor que representan y se dejen de flores). Yo os dejo aquí, a falta de rosas, un fragmento de un libro que para mí siempre será muy especial. Corazón de Edmundo d'Amicis.

El pequeño escribiente florentino
Tenía doce años y cursaba la cuarta elemental. Era un simpático niño florentino de cabellos rubios y tez blanca, hijo mayor de cierto empleado de ferrocarriles quien, teniendo una familia numerosa y un escaso sueldo, vivía con suma estrechez. Su padre lo quería mucho, y era bueno e indulgente con él; indulgente en todo menos en lo que se refería a la escuela: en esto era muy exigente y se revestía de bastante severidad, porque el hijo debía estar pronto dispuesto a obtener otro empleo para ayudar a sostener a la familia; y para ello necesitaba trabajar mucho en poco tiempo.
Así, aunque el muchacho era aplicado, el padre lo exhortaba siempre a estudiar. Era éste ya de avanzada edad y el exceso de trabajo lo había también envejecido prematuramente. En efecto, para proveer a las necesidades de la familia, además del mucho trabajo que tenía en su empleo, se buscaba a la vez, aquí y allá, trabajos extraordinarios de copista. Pasaba, entonces, sin descansar, ante su mesa, buena parte de la noche. Últimamente, cierta casa editorial que publicaba libros y periódicos le había hecho el encargo de escribir en las fajas el nombre y la dirección de los suscriptores. Ganaba tres florines por cada quinientas de aquellas tirillas de papel, escritas en caracteres grandes y regulares. Pero esta tarea lo cansaba, y se lamentaba de ello a menudo con la familia a la hora de comer.
-Estoy perdiendo la vista -decía-; esta ocupación de noche acaba conmigo.
El hijo le dijo un día:
-Papá, déjame trabajar en tu lugar; tú sabes que escribo regular, tanto como tú.
Pero el padre le respondió:
-No, hijo, no; tú debes estudiar; tu escuela es mucho más importante que mis fajas: tendría remordimiento si te privara del estudio una hora; lo agradezco; pero no quiero, y no me hables más de ello.
El hijo sabía que con su padre era inútil insistir en aquellas materias, y no insistió. Pero he aquí lo que hizo. Sabía que a las doce en punto dejaba su padre de escribir y salía del despacho para dirigirse a la alcoba. Alguna vez lo había oído: en cuanto el reloj daba las doce, sentía inmediatamente el rumor de la silla que se movía y el lento paso de su padre. Una noche esperó a que estuviese ya en cama; se vistió sin hacer ruido, anduvo a tientas por el cuarto, encendió el quinqué de petróleo, y se sentó en la mesa de despacho, donde había un montón de fajas blancas y la indicación de las direcciones de los suscriptores.
Empezó a escribir, imitando todo lo que pudo la letra de su padre. Y escribía contento, con gusto, aunque con miedo; las fajas escritas aumentaban, y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las manos; después continuaba con más alegría, atento el oído y sonriente. Escribió ciento sesenta: ¡cerca de un florín! Entonces se detuvo: dejó la pluma donde estaba, apagó la luz y se volvió a la cama de puntillas.
Aquel día, a las doce, el padre se sentó a la mesa de buen humor. No había advertido nada. Hacía aquel trabajo mecánicamente, contando las horas y pensando en otra cosa. No sacaba la cuenta de las fajas escritas hasta el día siguiente. Sentado a la mesa con buen humor, y poniendo la mano en el hombro del hijo:
-¡Eh, Julio -le dijo-, mira qué buen trabajador es tu padre! En dos horas he trabajado anoche un tercio más de lo que acostumbro. La mano aún está ágil, y los ojos cumplen todavía con su deber.
Julio, contento, mudo, decía para sí: "¡Pobre padre! Además de la ganancia, le he proporcionado también esta satisfacción: la de creerse rejuvenecido. ¡Ánimo, pues!"
Alentado con el éxito, la noche siguiente, en cuanto dieron las doce, se levantó otra vez y se puso a trabajar. Y lo mismo siguió haciendo varias noches. Su padre seguía también sin advertir nada. Sólo una vez, cenando, observó de pronto:
-¡Es raro: cuánto petróleo se gasta en esta casa de algún tiempo a esta parte!
Julio se estremeció; pero la conversación no pasó de allí, y el trabajo nocturno siguió adelante.
Lo que ocurrió fue que, interrumpiendo así su sueño todas las noches, Julio no descansaba bastante; por la mañana se levantaba rendido aún, y por la noche al estudiar, le costaba trabajo tener los ojos abiertos. Una noche, por primera vez en su vida, se quedó dormido sobre los apuntes.
-¡Vamos, vamos! -le gritó su padre dando una palmada-. ¡Al trabajo!
Se asustó y volvió a ponerse a estudiar. Pero la noche y los días siguientes continuaba igual, y aún peor: daba cabezadas sobre los libros, se despertaba más tarde de lo acostumbrado; estudiaba las lecciones con desgano, y parecía que le disgustaba el estudio. Su padre empezó a observarlo, después se preocupó de ello y, al fin, tuvo que reprenderlo. Nunca lo había tenido que hacer por esta causa.
-Julio -le dijo una mañana-; tú te descuidas mucho; ya no eres el de otras veces. No quiero esto. Todas las esperanzas de la familia se cifraban en ti. Estoy muy descontento. ¿Comprendes?
A este único regaño, el verdaderamente severo que había recibido, el muchacho se turbó.
-Sí, cierto -murmuró entre dientes-; así no se puede continuar; es menester que el engaño concluya.
Pero por la noche de aquel mismo día, durante la comida, su padre exclamó con alegría:
-¡Este mes he ganado en las fajas treinta y dos florines más que el mes pasado!
Y diciendo esto, sacó a la mesa un puñado de dulces que había comprado, para celebrar con sus hijos la ganancia extraordinaria que todos acogieron con júbilo.
Entonces Julio cobró ánimo y pensó para sí:
"¡No, pobre padre; no cesaré de engañarte; haré mayores esfuerzos para estudiar mucho de día; pero continuaré trabajando de noche para ti y para todos los demás!"
Y añadió el padre:
-¡Treinta y dos florines!... Estoy contento... Pero hay otra cosa -y señaló a Julio- que me disgusta.
Y Julio recibió la reconvención en silencio, conteniendo dos lágrimas que querían salir, pero sintiendo al mismo tiempo en el corazón cierta dulzura. Y siguió trabajando con ahínco; pero acumulándose un trabajo a otro, le era cada vez más difícil resistir. La situación se prolongó así por dos meses. El padre continuaba reprendiendo al muchacho y mirándolo cada vez más enojado. Un día fue a preguntar por él al maestro, y éste le dijo:
-Sí, cumple, porque tiene buena inteligencia; pero no está tan aplicado como antes. Se duerme, bosteza, está distraído; hace sus apuntes cortos, de prisa, con mala letra. Él podría hacer más, pero mucho más.
Aquella noche el padre llamó al hijo aparte y le hizo reconvenciones más severas que las que hasta entonces le había hecho.
-Julio, tú ves que yo trabajo, que yo gasto mucho mi vida por la familia. Tú no me secundas, tú no tienes lástima de mí, ni de tus hermanos, ni aún de tu madre.
-¡Ah, no, no diga usted eso, padre mío! -gritó el hijo ahogado en llanto, y abrió la boca para confesarlo todo.
Pero su padre lo interrumpió diciendo:
-Tú conoces las condiciones de la familia: sabes que hay necesidad de hacer mucho, de sacrificarnos todos. Yo mismo debía doblar mi trabajo. Yo contaba estos meses últimos con una gratificación de cien florines en el ferrocarril, y he sabido esta mañana que ya no la tendré.
Ante esta noticia, Julio retuvo en seguida la confesión que estaba por escaparse de sus labios, y se dijo resueltamente: "No, padre mío, no te diré nada; guardaré el secreto para poder trabajar por ti; del dolor que te causo te compenso de este modo: en la escuela estudiaré siempre lo bastante para salir del paso: lo que importa es ayudar para ganar la vida y aligerarte de la ocupación que te mata".
Siguió adelante, transcurrieron otros dos meses de tarea nocturna y de pereza de día, de esfuerzos desesperados del hijo y de amargas reflexiones del padre. Pero lo peor era que éste se iba enfriando poco a poco con el niño, y no le hablaba sino raras veces, como si fuera un hijo desnaturalizado, del que nada hubiese que esperar, y casi huía de encontrar su mirada. Julio lo advertía, sufría en silencio, y cuando su padre volvía la espalda, le mandaba un beso furtivamente, volviendo la cara con sentimiento de ternura compasiva y triste; mientras tanto el dolor y la fatiga lo demacraban y le hacían perder el color, obligándolo a descuidarse cada vez más en sus estudios.
Comprendía perfectamente que todo concluiría en un momento, la noche que dijera: "Hoy no me levanto"; pero al dar las doce, en el instante en que debía confirmar enérgicamente su propósito, sentía remordimiento; le parecía que, quedándose en la cama, faltaba a su deber, que robaba un florín a su padre y a su familia; y se levantaba pensando que cualquier noche que su padre se despertara y lo sorprendiera, o que por casualidad se enterara contando las fajas dos veces, entonces terminaría naturalmente todo, sin un acto de su voluntad, para lo cual no se sentía con ánimos. Y así continuó la misma situación.
Pero una tarde, durante la comida, el padre pronunció una palabra que fue decisiva para él. Su madre lo miró, y pareciéndole que estaba más echado a perder y más pálido que de costumbre, le dijo:
-Julio, tú estás enfermo. -Y después, volviéndose con ansiedad al padre-: Julio está enfermo, ¡mira qué pálido está!... ¡Julio mío! ¿Qué tienes?
El padre lo miró de reojo y dijo:
-La mala conciencia hace que tenga mala salud. No estaba así cuando era estudiante aplicado e hijo cariñoso.
-¡Pero está enfermo! -exclamó la mamá.
-¡Ya no me importa! -respondió el padre.
Aquella palabra le hizo el efecto de una puñalada en el corazón al pobre muchacho. ¡Ah! Ya no le importaba su salud a su padre, que en otro tiempo temblaba de oírlo toser solamente. Ya no lo quería, pues; había muerto en el corazón de su padre.
"¡Ah, no, padre mío! -dijo entre sí con el corazón angustiado-; ahora acabo esto de veras; no puedo vivir sin tu cariño, lo quiero todo; todo te lo diré, no te engañaré más y estudiaré como antes, suceda lo que suceda, para que tú vuelvas a quererme, padre mío. ¡Oh, estoy decidido en mi resolución!"
Aquella noche se levantó todavía, más bien por fuerza de la costumbre que por otra causa; y cuando se levantó quiso volver a ver por algunos minutos, en el silencio de la noche, por última vez, aquel cuarto donde había trabajado tanto secretamente, con el corazón lleno de satisfacción y de ternura.
Sin embargo, cuando se volvió a encontrar en la mesa, con la luz encendida, y vio aquellas fajas blancas sobre las cuales no iba ya a escribir más, aquellos nombres de ciudades y de personas que se sabía de memoria, le entró una gran tristeza e involuntariamente cogió la pluma para reanudar el trabajo acostumbrado. Pero al extender la mano, tocó un libro y éste se cayó. Se quedó helado.
Si su padre se despertaba... Cierto que no lo habría sorprendido cometiendo ninguna mala acción y que él mismo había decidido contárselo todo; sin embargo... el oír acercarse aquellos pasos en la oscuridad, el ser sorprendido a aquella hora, con aquel silencio; el que su madre se hubiese despertado y asustado; el pensar que por lo pronto su padre hubiera experimentado una humillación en su presencia descubriéndolo todo..., todo esto casi lo aterraba.
Aguzó el oído, suspendiendo la respiración... No oyó nada. Escuchó por la cerradura de la puerta que tenía detrás: nada. Toda la casa dormía. Su padre no había oído. Se tranquilizó y volvió a escribir.
Las fajas se amontonaban unas sobre otras. Oyó el paso cadencioso de la guardia municipal en la desierta calle; luego ruido de carruajes que cesó al cabo de un rato; después, pasado algún tiempo, el rumor de una fila de carros que pasaron lentamente; más tarde silencio profundo, interrumpido de vez en cuando por el ladrido de algún perro. Y siguió escribiendo.
Entretanto su padre estaba detrás de él: se había levantado cuando se cayó el libro, y esperó buen rato; el ruido de los carros había cubierto el rumor de sus pasos y el ligero chirrido de las hojas de la puerta; y estaba allí, con su blanca cabeza sobre la negra cabecita de Julio. Había visto correr la pluma sobre las fajas y, en un momento, lo había recordado y comprendido todo. Un arrepentimiento desesperado, una ternura inmensa invadió su alma. De pronto, en un impulso, le tomó la cara entre las manos y Julio lanzó un grito de espanto. Después, al ver a su padre, se echó a llorar y le pidió perdón.
-Hijo querido, tú debes perdonarme -replicó el padre-. Ahora lo comprendo todo. Ven a ver a tu madre.
Y lo llevó casi a la fuerza junto al lecho y allí mismo pidió a su mujer que besara al niño. Después lo tomó en sus brazos y lo llevó hasta la cama, quedándose junto a él hasta que se durmió. Después de tantos meses, Julio tuvo un sueño tranquilo. Cuando el sol entró por la ventana y el niño despertó, vio apoyada en el borde de la cama la cabeza gris de su padre, quien había dormido allí toda la noche, junto a su hijo querido

martes, 22 de abril de 2008

Silbando a las estrellas (1)

- ¿Puedo jugar contigo?
El niño se giró hacia la voz. Pertenecía a una niña pequeña, algo desgarbada, que le observaba sonriente. Tenía el cabello castaño algo despeinado, con mechones irregulares, cayendo sobre su frente; su nariz, pequeña y proporcionada, estaba cubierta de pecas y sus ojos, del color del mar, brillaban pizpiretos. Llevaba un vestido azul sin mangas, que dejaba ver unos brazos bronceados y con unos cuantos arañazos. El niño se fijó que tenía despellejada una rodilla, con restos de sangre seca. Seguro que eso tenía que escocer...
- No. Eres pequeña - el niño bajó la mirada, volviendo a la construcción que estaba realizando en la arena - Y una niña. Las niñas sólo sabéis jugar a las muñecas.
- Ellos - la niña señaló a un grupo de chavales que jugaban y se bañaban unos metros más allá - tampoco te han dejado jugar por ser pequeño.
El niño miró de reojo hacia dónde señalaba la niña. Aquellos chavales, de los que quería ser amigo durante ese verano que pasaba con sus abuelos, no le habían dejado jugar con ellos, según le habían dicho de un modo bastante cruel, por ser más pequeño. Y por ser gordito. O quizás por ser un extraño. No lo sabía, pero sentía que esas razones no eran más que excusas y que el hermano Fernando, uno de sus profesores, tenía razón y él, que estaba hecho de "la piel de Satanás", era malo.
- ¡Déjame en paz, tonta! - protestó.
La niña se plantó frente a él, poniéndose de cuclillas.
- ¿Te gusta hacer a los demás lo que no te gusta que te hagan? - la niña le miraba intrigada, con gesto serio - Pues entonces el tonto eres tú. Además, a ese castillo - señaló con mucho cuidado la construcción con un dedo pequeño, de uñas pulcramente cortadas - le falta un foso. Todo el mundo sabe que los castillos tienen un foso...
¿La mocosa esa le había llamado tonto?. Quería golpearla y que le dejara en paz, pero le habían enseñado que no se pegaba a las niñas y mucho menos, a alguien más débil y pequeño. Y temía la reacción de su abuelo si se enteraba. Se incorporó rápidamente, con gesto enfadado, intentando intimidarla. Al hacerlo, con el pie, derribó uno de los torreones en el que había estado trabajando.
- ¿No tienes a nadie más a quién molestar? ¡¡Vete de aquí, imbécil!!.
La niña ignorando el arrebato de furia, se inclinó hacia el torreón y comenzó a reconstruirlo ante la mirada asombrada y enfurecida del niño. Colocaba una piedrecita, después un poco del barro húmedo que el niño tenía en una lata vieja y otra piedrecita, con pulso experto. Poco a poco la furia del niño se convirtió en curiosidad. Para ser una pequeñaja, no parecía haberse inmutado y la verdad, no lo hacía tan mal...El tiempo pasaba, mientras la niña acababa con un torreón y empezaba uno nuevo.
- ¿Me ayudas, Miguel? - el niño dió un respingo al oír su nombre, pero se inclinó algo receloso.
- ¿Como sabes como me llamo? - colocó una rama pequeña, reforzando la estructura. La niña le miró con expresión divertida como si pensara "¡Qué pregunta más tonta!" y volvió al trabajo en el castillo.
- Yo me llamo Iria. ¿Quieres ser mi amigo? - volvió a sonreírle mostrando su dentadura mellada, a la que le faltaban los colmillos y una de las palas - Te prometo que no jugaremos a las muñecas - le sacó la lengua y sin esperar reacción alguna, empezó a excavar, con sus propias manos, un foso alrededor del castillo.

Alguna vez, cuando acompañaba a su abuelo a la tasca, había oído decir a los hombres que las mujeres eran raras, que venían de otro planeta. Ahora, al mirar a esa niña y por primera vez en su vida, estaba convencido de ello.
Hacerse amigo de una extraterrestre no era la opción que más le convenía, pero ¿tenía otra?. Se sentía solo y cansado de no poder compartir su fértil imaginación, avivada por miles de lecturas, con compañeros de juegos. Los niños del pueblo no querían jugar con él; las niñas eran todas unas melindres que sólo sabían jugar a papás y mamás y con esas horribles muñecas; su abuelo, al que adoraba, era un hombre ocupado que sólo le dedicaba retazos de tiempo. Así que sólo le quedaba la "extraterrestre". La observó, concentrada en el castillo. Se arrodillo a su lado y comenzó a excavar.
- Vale, pero mando yo que soy el mayor. Y el chico.

Pasaron el resto del día construyendo el castillo, hombro con hombro, venciendo recelos hasta acabar entre risas. Se vieron al día siguiente y al otro y al otro...
Miguel esperaba nervioso el momento de verse con su pequeña amiga, aunque le seguí dando vergüenza que le vieran jugar con una niña. Iria, que era como una esponja, disfrutaba cuando él le enseñaba a bailar la peonza, a disparar con el tirachinas, a tirar el balón hacia la escuadra o a hacer caballitos con la bici. Se sentaban bajo un árbol, a merendar pan con chocolate o a comer regaliz y él le leía sus tebeos o algún libro, para más tarde emular a sus protagonistas: caballeros del medievo, indios, vaqueros, piratas...Ella le mostró una charca llena de renacuajos dónde pasaban las horas muertas, viendo como crecían y se transformaban y le daba auténticas palizas jugando a las tabas o a las canicas. Cuando él para picarla, le daba un tirón de pelo, no se ponía a llorar, sino que contraatacaba y le daba un chopito en la frente, un extraño ritual que acabaron convirtiendo en un saludo. Ni una sola vez, mencionó que podían jugar a las muñecas o a los papás y mamás, aunque siempre le curaba y le consolaba cuando se caía y se pelaba las rodillas o se daba un buen coscorrón y las lágrimas afloraban a sus ojos. Como hacía su mamá.

Los días se iban haciendo cada vez más cortos y el tiempo de regresar a su ciudad, al reencuentro con sus padres y a la rutina del colegio de curas, se acercaba. Y la separación de Iria.

Era su última tarde juntos, compartiendo su merienda en su charca. Un coche vendría a buscarle a la mañana siguiente, de madrugada, para llevar a Miguel de vuelta con sus padres.
- No quiero volver a casa ni a ver al horrible hermano Fernando - Miguel cogió una china y la tiró a la charca, viendo como saltaba un par de veces antes de hundirse - Quiero quedarme aquí.
- Pero tienes que volver a ver a tu mamá. Y estudiar para ser piloto.
- Allí todo es demasiado aburrido. No hay charcas, ni el río, ni el mar cerca para jugar con las olas...ni amigos de verdad.
- Ya.

Se quedaron los dos en silencio, contemplando la charca.
- ¿Sabes? Encontrarás amigos como me encontraste a mí. Y podrás ganarles a las canicas - la niña se rió - Y cuando estés triste o solo, me llamas. Pero no por teléfono, que yo no tengo de eso... - Miguel la miró extrañado - Ya está: ¡las estrellas!
-¿Las estrellas?
- Sí, sí, sí. ¡¡Las estrellas!! Si necesitas algo, se lo dices a ellas. ¡¡Y ellas me lo dirán a mí!!
- la niña hablaba con total convicción, mirando al cielo - Pero de noche, que ahora están dormidas, ¿vale?.
- Pero las estrellas no hablan, Iria.
- ¡¡No lo harán contigo, que no sabes escucharlas!!
- protestó - Cuando me necesites, tú silba hacia ellas, ¿vale? Que ellas me lo dirán y yo iré a verte, ¿vale?.
"Definitivamente, es de Marte" pensó Miguel.
- Estás como una cabra.
- Beee, beee.
Entre risas y balidos, llegó el momento de decirse adiós. Un último tirón de pelo y un chopito en la frente, antes de darse un abrazo y separarse por no sabían cuánto tiempo. Se dió cuenta, de que por primera vez en todo el verano, a Iria se le humedecían los ojos.

A la mañana siguiente, con los ojos cubiertos de legañas, a Miguel le pareció ver a su pequeñaja amiga, con su vestido azul sin mangas, que se despedía de él agitando los brazos. Apoyó la cabeza en el cristal, se acurrucó y comenzó a llorar en silencio, deseando que se hiciera de noche para silbar a las estrellas.

domingo, 20 de abril de 2008

Pensamiento en voz alta

Ayer, en una conversación con mi amigo Chiqui, comenzamos hablando de la política sobre el agua y las centrales nucleares y acabamos hablando sobre los hijos.
Yo comenté que después del período de lactancia, me gustaría reincorporarme a mi trabajo, aunque con jornada reducida para poder tener más tiempo para educar y criar al peque. Y que mi marido, con la misma clase de jornada, contribuyera al cuidado del bebé, que todo era cuestión de organizarse. Le preguntaba porque tenemos que ser casi siempre nosotras las que renunciamos a nuestro futuro profesional y no ellos, que también desean ser padres.
Chiqui, que es bastante más tradicional que yo a ese respecto, decía que ellos eran más torpes en el cuidado, que nosotras estamos mejor preparadas evolutiva y genéticamente para ello y que forjamos un vínculo afectivo distinto con nuestros vástagos que ellos.
Yo argumentaba que no necesariamente y que tenía más que ver con la costumbre que otra cosa y que si desean ser padres, algo que supongo tan hermoso, se privan voluntariamente de disfrutar de sus hijos.
Ya no estamos en una sociedad de cazadores y el macho no tiene que traer la comida a la manada. Crear y mantener un hogar es cosa de dos, un proyecto común.

Entre desvaríos y carcajadas durante un buen rato, no logramos ponernos de acuerdo al respecto. Cuando acabamos de charlar, yo continuaba, siguiendo mi tónica, con ese rum-rum en la base del craneo que se me queda cuando algo me inquieta.

Pensé en mi padre. Él currando todo el día, siendo mi madre la responsable de nuestro cuidado "diario", quizás menos emotivo que ella. Y ahora, con sus nietos, es completamente distinto. Ya no sólo en el cuidado diario, que les viste o cambia el pañal al peque, sino que se muestra mucho más emotivo de lo que se mostró nunca con nosotras. Quizás llegaba demasiado cansado de currar todos los días.

Pensé en Fran, todo un padrazo y como cuida a su pequeño o en Carlos, otro amigo, que suelta babas por toneladas con su pequeña a la que cuida todas las mañanas, antes de irse a trabajar por las tardes, mientras su mujer va a la oficina.

Luego recordé una conversación hace tiempo con otro amigo, que será un abuelo estupendo, en la que me decía que deseaba intensamente un nieto para "quererle como sé". Y que en otra conversación sobre ese tema con un amigo suyo, ambos habían llegado a la misma conclusión: que ellos no sabían amar.

¿Y no será que todo eso del cariño y de su incapacidad no es más que una excusa? ¿Qué, por la falta de costumbre, asusta meterse en ese terreno de la emotividad y desprenderse del egoísmo? Eso exige un esfuerzo y siempre hay una posibilidad de un fracaso. (Cuando yo he tenido dudas acerca de si ser madre o no, algo que siempre he deseado, era por puro miedo a no ser capaz de hacerlo bien).
¿No será que el entorno os pesa demasiado todavía?

Creo que, independientemente de las hormonas, la decisión de desprenderse del egoísmo que se requiere para amar, es una elección del individuo y esa capacidad la tenemos todos. Por eso hay muchos hombres que son mejores progenitores que muchas mujeres.

sábado, 19 de abril de 2008

Agua

Mientras leo la prensa electrónica, oigo como las gotas de lluvia golpean el cristal de mi ventana. Tengo que salir dentro de un rato y me da pereza hacerlo. Se está bien en casa con un té calentito con leche (aunque mejor sería un cola cao) y viendo llover al otro lado del cristal.

Voy pensando en una de las noticias que acabo de leer y en las declaraciones de la vicepresidenta del Gobierno que escuché ayer en el Telediario, respecto a la conducción, trasvase o como demonios quieran llamarla de agua de Tarragona a Barcelona. 62 kilómetros de tubería, 50 hectómetros cúbicos de agua y 180 millones de euros de coste. Por una cuestión de urgencia y solidaridad. Y yo añadiría que por ineptitud y chapucería.

Cuando oi el presupuesto me quedé asombrada. Vale, hay que solucionar el problema de Barcelona y eso es lo primero, ¿pero no se podría haber hecho algo antes y no actuar, como casi siempre, a toro pasado? Porque el problema de escasez de agua, no viene solo de la falta de lluvias de este invierno.

En febrero leí una noticia en la que se hablaba de una tubería que abastecía a Barcelona, que en la zona de Badalona tenía una grieta y perdía unos 400.000 litros de agua potable al día. El problema iba a subsanarse en un año y ese agua se iba a emplear en labores de limpieza y riego. Estupendo pensé. No hay agua para beber y la potable se emplea para regar. Cuando seguí ahondando en la noticia, un detalle que me cabreó mucho: se informó de pérdidas en esa tubería en el 2.005. Tres años derrochando algo que no tenemos.
¿Qué cantidad de agua se desperdiciará diariamente por el mal estado de las canalizaciones y tuberías? Seguro que una barbaridad.

El problema del agua es un problema de todos y todos tenemos que contribuir.
Pero antes de gastarte el dinero en campañas publicitarias de concienciación o de propaganda, haz algo provechoso y da ejemplo. Que para concienciar, está la educación. Y para los más cerrados de mollera, algo que entienden muy bien: tocarles el bolsillo.
Y piensa y planifica, porque entre otras cosas, para esos te pagamos.

Que sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena.
Y así nos va.

jueves, 17 de abril de 2008

Pues sí que nos gusta el asunto, sí...



Hace un ratito estaba escuchando en el mp3 este aria. Pertenece a la ópera Don Giovanni de Mozart.
Es una de mis favoritas, pues gracias a este aria (y a uno de mis profesores), me sentí atraída por la ópera y poco a poco fui descubriendo otras arias que me gustaron.

Leporello, el criado de Don Giovanni, le relata a Doña Elvira las conquistas de su señor y sus preferencias. La segunda estrofa da cifras y dice así (aunque no está traducido, es sencillo de entender).

In Italia seicento e quaranta,
In Almagna duecento e trent'una,
Cento in Francia, in Turchia novant'una,
Ma in Ispagna son già mille e tre.

Como siempre que escucho esta estrofa, un pensamiento.
O bien en España somos muy crédulas desde tiempos inmemoriales o nos va el asunto cosa fina...
Aunque seguramente sea una mezcla de ambas cosas.

lunes, 14 de abril de 2008

Todas en el mismo lado

Justo hace una semana decía en un correo a un amigo, que más que noble lo que soy es un poco gilipollas. Eso de suponer un mínimo moral a las personas con las que tratas y esperar que saquen lo mejor de sí es ingenuo. No todo el mundo es güeno. Una semana después, heme aquí otra vez, tratando de lo mismo. No escarmiento.

Definitivamente gilipollas.

sábado, 12 de abril de 2008

Duda

¿Alguien me puede explicar la utilidad de un Ministerio de la Igualdad?

Es que la única que se me ocurre es aumentar el número de funcionarios y así mejorar las cifras de desempleo.

Programación televisiva

Uso mi televisión como despertador. Hoy me he levantado con esto.



Hago zapping para empezar el día con más alegría y me encuentro un documental sobre las barbaridades que hicieron los japoneses en China durante la II Guerra Mundial. Otro botón y una de las películas que abren la caja de Pandora de ciertos recuerdos y con la que lloro como una Magdalena. Decido apagar la televisión.
Cojo el móvil y un SMS que parece que no me va a augurar buenas noticias.

Hay días que el mundo se confabula para que todo te parezca una mierda.

jueves, 10 de abril de 2008

Cuento marino

Siempre trabajando de sol a sol para dar lo mejor a los suyos. Jugándose la vida para que ellos no tuvieran que jugársela. Quizás por eso, por sus ausencias, no le conocían y le habían sacado de su casa para llevarle hasta esa ciudad gris, tan lejos de su mar, entre esas cuatro paredes blancas.
"Por su bien, abuelo".
¡Ay si hubiera estado más fuerte! Si esa artritis que le deformaba las manos le hubiera dado una tregua, habría huido a casa, cogido su vieja barca y se habría adentrado en el mar a buscar una sirena, que lo acogiera entre sus brazos.

Pero ya era tarde. No volvería a sentir su mar. Sólo esa cacofonía de ruidos que llegaban por la ventana abierta, el olor sucio a asfalto mezclado con el aséptico de su último "hogar" y esa tela gris que como un manto cubría la ciudad. Y las voces quedas de sus hijos y sus nietos, asustados por su muerte, cuando venían a verle.
Él ya no tenía miedo. Miedo era lo que le atenazaba el estómago en medio de un temporal, cuando el mar, caprichoso, jugaba con ellos como un niño pequeño lo hace con sus juguetes y se tragaba a algún compadre. ¿Pero ahora? No, ahora ya no. A pesar de los reniegos y de los errores, había vivido su vida lo mejor que había sabido y se daba cuenta de que no estaba tan mal. Había llegado a viejo, lo que no lo hacía ni más sabio ni más listo. Sólo más afortunado que algunos compañeros.

Sólo le quedaba algo por hacer. Volver a ver su mar por última vez, pero no podría ser. Y recordó unas palabras que oyó en una ocasión a Don Fernando, el que había sido maestro de sus chavales, mientras apuraban unos tragos de aguardiente para calmar las ausencias de los amigos.

Al agonizar el viejo marino pidió que le acercasen un espejo para ver el mar por última vez.*

- Hijo - apenas un hilo de voz salió de sus labios agrietados - tráeme un espejo.
Un ataque de tos bastante oportuno hizo que no tuviera que dar explicaciones a las miradas, que él sabía atónitas, de sus familiares. Con gestos pidió que lo incorporaran, esperando a que su hijo cumpliera su recado. Cogió en su mano el pequeño espejo de esos que las mujeres usan para retocarse que le había dado su muchacho. Un buen chico, pensó. Aunque demasiado serio como su madre. Con gesto cansado, levantó su mano, para colocar el pequeño cristal frente a su rostro.

Un extraño de piel cenicienta y ojos apagados le devolvió la mirada desde el otro lado. Cerró los ojos un momento, respiró hondo como buenamente pudo y volvió a mirar. El extraño se había ido. Ya no se vió como el anciano que era, sino como el hombre que había sido.
Su piel, curtida por el salitre y bronceada por el sol de la mañana; sus ojos, glaucos, brillaban esperanzados; en sus labios el sabor a sal y una sonrisa, como cuando sentado a proa, repasaba las redes para la jornada...
Miró sus manos. Volvían a ser fuertes, para manejar el aparejo o calafatear su hogar si fuera preciso. Nada de tubos y agujas clavándose en su piel, sólo la cicatriz de un anzuelo que se había clavado siendo un chiquillo y algún resto de brea bajo las uñas romas.

Alzó la mirada.
Un día espléndido. Los vientos eran favorables y buenas capturas le esperaban. La brisa alborotaba su pelo mientras manejaba el timón. Abría las aletas de su nariz embriagándose con ese olor a mar, que se te mete bajo la piel tras la primera vez que lo catas. La vió a lo lejos. El sol se reflejaba en sus cabellos dorados. Adivinó sus pechos turgentes y una sonrisa en sus dientes de coral. Sólo para él. Enfiló la proa hacia ella, devolviendo la sonrisa.

El espejo cayó al suelo, deslizándose entre sus dedos lánguidos mientras sonreía y exhalaba un último suspiro.

*La frase es una greguería de Don Ramón Gómez de la Serna e inspiró este cuentecillo.

miércoles, 9 de abril de 2008

Escalera dorada

Cuando era canija (y ahora sigue siendolo), uno de mis sitios favoritos del "mundo, mundial" era la Catedral de Burgos. Frente a este lugar concreto, pasaba horas muertas soñando con los ojos abiertos con hidalgos, tapadas e intrigas.


Escalera dorada (entre 1.519 - 1.526) obra de Diego de Siloé
Catedral de Burgos

Viaje a Oliva

Este fin de semana pasado estuve en Oliva en viaje de trabajo, visitando hoteles. La verdad es que ha sido bastante divertido, a pesar de los momentos más agridulces, como el que generó el comentario del artículo anterior.

El viernes por la tarde, antes de la cena, tocó sesión de SPA.
En un momento dado, estaba en una ducha circular con contraste de temperaturas y me pareció ver a través de la mampara de cristal a un tío en pelota picada. Cuando salí de la ducha, el buen hombre era la comidilla del grupo. Él y otro compañero suyo, ambos guiris, habían sido vistos, como Dios los trajo al mundo, en la sauna mixta y yendo hacia las duchas o la bañera de inmersión. Me hicieron gracia los comentarios un poco infantiles y me sorprendió la ignorancia del funcionamiento de un SPA y en concreto de la sauna.
Cuando me crucé con los dos caballeros extranjeros, a mí lo que me intrigó fueron unos parches de colores que tenían en la espalda y de los que me enteré de su utilidad más tarde, en esa misma sauna mixta.

Por la noche, tras la cena, nos fuimos a tomar algo al pub del hotel.
Yo tengo una capacidad innata que hace que cualquier loco y/o borracho que haya en un bar (o a 200 metros a la redonda), venga a hablar conmigo. Más avanzada la noche y en estos viajes, en las fases de exaltación de la amistad, soy blanco de abrazos y de frases del tipo "eres una tía guay". Para mí que como me ven mullidita les debo de resultar confortable. En fin... El viernes "empleé" mi capacidad en tres ocasiones.
Al poco de llegar y con el pub lleno de agentes de viajes, en su mayoría mujeres, se me acercó un señor con una ligera cogorza y me dijo algo. Con el ruido ambiental no le entendí y me incliné. El buen hombre me pellizcó la nariz (¿?) y me dijo algo así como "eres perfecta". Mi primer pensamiento fue "¿Pero por qué siempre a mí?" y mi reacción un "Sorry, I don't understand" y darme media vuelta. Ventajas que tiene en ocasiones tener pinta de guiri...
Más tarde, con el pub casi vacío y a punto de cerrar, tocó la fase de exaltación de la amistad.
Primero, con una de las compañeras del viaje a San Sebastián.
"Yo en San Sebastián no traté mucho contigo que me pareciste pelín borde, pero eres una tía de puta madre, de lo mejor. Tú si que vales, tia" todo esto aderezado con múltiples abrazos. La verdad es que no necesitaba regalarme tanto los oídos, que no pensaba dejarla tirada por el jardín e iba a llevarla a su habitación de todas las maneras.
Y para rematar, superándome a mi misma, con una absoluta desconocida que ni siquiera era de nuestro grupo y con la que había sólo intercambiado un "¿Me permite, por favor?". ¡Casi me adopta la buena mujer!

A la mañana siguiente y después de dos horitas de sueño, a visitar el hote rápidamente y escopetada a la playa. El mar estaba un poco revolero y había olas y disfruté como una enana. Eso sí, para no variar, la única metida en el agua. Como fui también la única que cató la piscina al aire libre. Más tarde y después de una fantástica paella degustada al aire libre, junto a la piscina, más visita al complejo y una pequeña clase de golf. La verdad es que no se me dió demasiado bien, así que me escaqueé y volví a ponerme en remojo.

La noche del sábado nos trasladamos a Denia para visitar, y cenar, en otro hotel. Estuvo bastante bien, salvo los preludios al momento agridulce, y para no variar me pillaron haciendo el gamberro y llorando de risa.

Yo me iré de juerga y llegaré al amanecer al hotel, pero no se me olvida que estoy trabajando y tengo que cumplir con los horarios que establecen. Como consecuencia del comportamiento de algunos, salimos quince minutos tarde de la hora prevista y una persona que tenía que coger el tren en Valencia, lo perdió. Y ese fue, entre otros, uno de los motivos de que yo tuviera una enganchada con la "recauchutada".
Quizás yo soy demasiado dura con ciertas cosas, pero la impuntualidad es una falta de respeto. Trabajando de guía, he hecho correr a clientes detrás del bus y llego a ser yo la jefe del grupo y los que llegaron tarde, ya pueden buscarse la vida para llegar a Valencia.

Antes de regresar a Madrid, tocó visita del Oceanográfic y del Hemisféric de Valencia. Aunque no me gustan demasiado los zoológicos, pues prefiero ver a los animales en su entorno, en el delfinario disfruté muchísimo. Aunque me parece muy mal que sólo saquen a niños a jugar con los delfines, que hay niñas de treinta y pico años que se lo habrían pasado igual de bien.

Ha sido un fin de semana corto, pero intenso.
En esos momentos de reflexión y soledad que me gusta tener y que el mar, tanto propicia, me dí cuenta de que a pesar de mi juventud y de lo mucho que me queda aún por aprender en mi sector, soy de la vieja guardia. Mi forma de entender mi trabajo, como lo he aprendido y mi carácter me acercan más a esos primeros agentes de viajes que le ponían más ilusión y mimo que a los "dependientes", con todo mi respeto, que se llevan ahora.

lunes, 7 de abril de 2008

Las cosas claras

Mujer 1:
- ¿Te encuentras bien? Tienes la expresión muy seria.

Mujer 2:
- No te preocupes, que mi expresión es así. Aunque esté sintiéndome de otra forma, mis rasgos expresan seriedad. Tú, en cambio, tienes una expresión socarrona, irónica.

La mujer 3, que se había mantenido al margen de la conversación se acerca a la mujer 1 y cogiéndola por la cintura entre risas, le señala.

Mujer 3:
- ¿Ésta socarrona? No la oíste hace un rato con la "recauchutada", ¿verdad? ¿No te habrás confundido y habrás querido decir "so cabrona"?

Mujer 1 (la expresión se torna más seria):
- ¿Cabrona, yo? No, no, no. Simplemente me he limitado a constatar un hecho, ni siquiera a juzgarlo, para dejar las cosas claras.
Si se dedica, con el "dedo de señalar", a señalar a los demás, puede que haya quien se fije en ella y en sus graznidos y saque a la luz los mismos u otros defectos por los que tanto critica a otros. Y si no sabe aceptarlo, que se meta el "dedo de señalar" en algunas cavidades de su anatomía a ver si le da gustito y deja de hacer daño gratuito a otros.

jueves, 3 de abril de 2008

Sex Shop

Hace un rato, mientras intentaba desayunar, leía el periódico. Y en la sección de Madrid del mundo, aparecía esta noticia. La noticia en sí, no tiene demasiado "chiste" pero me hizo recordar algo.

En la comida de estas navidades de mi grupo, en mi mesa había mucho cachondeo porque estuvimos tratando el tema de los sex-shop, las tiendas de condones y los juguetes sexuales. Tuve suerte, pues todos éramos unos cachondos mentales, y no hubo miradas reprobadoras ni falsas moralinas.

Y no hará cosa de un mes, con mi amigo canario estuvimos hablando del tema.
Yo le comentaba que en algunos sex shop de los tradicionales, entraba una mujer sola y que muchas miradas se clavaban en ella. Como si a los "parroquianos" habituales les goteara el colmillo pensando "Mmm, una viciosilla. A ésta me la trinco" y que eso no pasaba en sex shop más modernos y con un toque más femenino. Él decía que eso no era así y decidimos hacer el experimento.
Fuimos a un sex shop de los "tradicionales" del centro de Madrid y entramos por separado. No era un establecimiento muy grande y todo el material estaba puesto de un modo un tanto caótico. Además de mi amigo y el dependiente, había tres caballeros más. Entre vaginas de látex, fotos de pechugonas, réplicas de penes, esposas, bolas chinas y condones, yo curioseaba buscando lo que iba a comprar, mientras mi amigo observaba las reacciones de los otros señores. El dependiente y dos de ellos, no perdían ripio de lo que yo hacía y de lo que compraba. A saber que estaría pasando por su cabeza en esos momentos...

Más tarde, fuimos a uno de esos sex shop más "femeninos" y mi amigo canario hubo de darme la razón. En ese último, todo parecía ser tratado de un modo "más limpio", más natural y la verdad, menos cutre.

Por favor, a ver si ciertas personas se van dando cuenta ya, que no hay nada de malo en disfrutar de la sexualidad y que mientras haya consentimiento por ambas partes, cada uno es libre de hacer en su cama lo que le apetezca.

Buenos días

Ya que el ayuntamiento de Madrid ha tenido a bien despertarme hace más de una una hora, porque considera que las 7 de la mañana es una hora tan buena como otra para limpiar las calles con esas máquinas desplazan la mierda de un sitio a otro, levantan polvo y hacen ruido, os dejo un poco de música.

Esto para los que les guste algo tranquilo y relajado.


Ennio Morricone - Gabriel's Oboe (B.S.O. La misión)

Y para los que necesiten una inyección de alegría, esto otro...



Mika - Big Girls (you're beautiful)



Para todos, que tengáis un buen día.

miércoles, 2 de abril de 2008

Reivindicación

No sé exactamente el porcentaje exacto, pero en mi sector (las agencias de viajes) hay una importantísima presencia femenina. Me atrevería a decir que somos mayoría, aunque la presencia en cargos directivos es bastante excasa.

Por lo que llevo viendo después de tantos años trabajando, normalmente son las mujeres las que eligen las vacaciones y se encargan de su contratación. Charlando con otros colegas, a ellos les sucede lo mismo.

Entonces, ¿por qué narices las portadas de los folletos de "sol y playa" están llenas de fotos de macizorras, bronceadas y luciendo palmito al sol en una playa paradisíaca? A ver si empiezan a poner fotos de macizorros para alegrarnos un poco la pestaña.