domingo, 26 de febrero de 2012

Divagando

Se llama...
¡Qué raro! Procuro siempre, si lo sé, referirme a las personas por su nombre, no por "el hijo de...", "el compañero tal..."; es como si fuera una forma de humanizarles, de acercarles un poco y que dejen de ser anónimos. Y en este caso...
Sí, sé su nombre. Y precisamente, lo que inspira esta divagación no es otra cosa que ¿humanizarle?, hacerle menos anónimo. Pero me puede el pudor, quizás porque voy a divulgar ciertas intimidades que puedan considerarse humillantes, aunque nada más lejos de mi intención, pues es de esas personas que, no sé muy bien porqué, me hacen decirme a mí misma "yo de mayor quiero comportarme/ser como ellos".

Así que pongamos que se llama Francisco, que es un nombre que me gusta. Es el compañero de habitación de mi padre en el hospital y tiene 86 años, aunque aparenta ser mucho más joven. Le cuesta mover el lado derecho del cuerpo, más que a mi padre, pues estuvo dos días con el ictus antes de que alguien se hiciera cargo de él y le llevara a un hospital.
Tiene unos ojos azules preciosos, aunque se muestran cansados y tristes. Creo que le agobia especialmente, pues se apaga aún más el brillo de sus ojos, el no saber cuando se va a poner bien para ir a cuidar a su mujer, que está inválida y no tiene a quién la cuide.
No sabe leer ni escribir como me confesó esta mañana cuando trajeron la nota para pedir el menú de mañana, así que se lo leí y le hice la comanda.
No es capaz de controlar sus esfínteres y se nota que se siente humillado al llevar un pañal. O al tener que mendigar con la mirada a sus familiares un poco de ayuda.
Porque le vienen a ver los que supongo son sus familiares. No lo sé, pues cuando llegan, mi padre y yo hacemos uso de nuestro poder de invisibilidad y no nos ven, porque ni saludan al entrar.
Creo que no les importa mucho lo que le pase a nuestro Francisco. Ni un gesto cariñoso, ni una palabra de ánimo. Cuando llega la hora de echarle un cable, nos hemos mostrado más solícitas mis hermanas, mi madre o yo, que ellos mismos. Ni siquiera le ayudan a comer cuando apenas puede coger la cuchara en condiciones. Si es que no se han ido antes.
A mí me fastidian esas actitudes y como siempre, me pregunto si esa persona a la que tratan así, habrá sido tan cabrona o serán los otros los cabrones como para tratarla así.

¿Por qué he escrito esto? Sinceramente, no lo sé. Al ver la espantá de sus familiares, me acordé del vecino de habitación de mi abuela. Y al leer el artículo de Turulato, no sé, sentí la necesidad de hacerlo.

Porque ese anciano que está aparcado en un rincón, tirado como un juguete viejo y roto, sin esperanzas, y puede que incluso sin el patrimonio de sus recuerdos, en algún momento fue alguien como yo. Con sus sueños, su esperanza, sus miedos y frustraciones... Una vida, algo milagroso, que se difuminará en el olvido.