jueves, 18 de agosto de 2011

Contigo aprendí

Ninguno de los dos cumple ya los setenta años.

Él es alto y al ver como lleva de apretado el cinturón, ha tenido que adelgazar últimamente. Tiene una sonrisa agradable, enmarcada por un bigote algo ralo. La expresión de su rostro es de bondad, de esos abuelitos a los que te dan ganas de achuchar y luego sentarse a su lado a escucharles hablar.
Ella es bajita y muy menuda. Las gafas le bailan sobre la nariz y tapada con la manta y con la vía en el brazo, tiene aspecto de desvalida. Pero su rostro cambia y se ilumina cuando su marido se acerca a ella.

Ambos están en las urgencias del hospital, dónde yo espero entre los temblores causados por la fiebre. Llamaron de inmediato mi atención por los gestos de cariño que se dedicaban y porque me resultó curioso que ingresaran los dos al tiempo. Ah, y por lo cardo de una de sus acompañantes.

A él le acompaña, por lo que escucho, una nuera. Le van a dar el alta y ella le dice que se tiene que ir, que no va a volver a ver a su mujer hasta el día siguiente (cuando no son ni las ocho de la mañana). Emplea un tono tan indelicado, que a él le deja chafado y a ella, casi al borde de las lágrimas. Y a mi mirándola con inquina, sin ningún disimulo.
La otra acompañante, que curiosamente se llama también Silvia, trata de calmarla diciéndola que ella le cede su etiqueta de visitante. Y yo pienso que si ella no se la cede, yo le mango una, que me fijé dónde las guardaban.

La nuera insiste en que se tienen que ir y veo que mi tocaya hace verdaderos esfuerzos por no mandarla a hacer puñetas y montar el número en la sala de urgencias. Llega el momento de la despedida y con disimulo, observo a la pareja de abuelillos.

Él se inclina y le susurra al oído algo que no logro escuchar, pero que a ella le arranca una sonrisa, antes de darse un beso, con las manos enlazadas. El beso es breve, pero sabes que es de esos cargados de amor.
Ella le ve alejarse, despacio, con una expresión triste. Él se gira por última vez y le sonríe antes de salir.

Y yo, que con cuarenta de fiebre y todo, sé cuando presencio algo bonito y que te enseña algo, no dejo de mirar con ternura mientras en mi cabeza suena una canción, que creo que podría ser la banda sonora de esa pareja de ancianos desconocidos.

martes, 9 de agosto de 2011

Noche de insomnio

Apenas he dormido nada esta noche. Toda la noche sentada en la cama, dándole vueltas a diversos acontecimientos de estos días. Llevaba casi dos meses durmiendo como un bebé y había perdido la costumbre de una noche en vela.

Ayer tuve un par de conversaciones no sé si interesantes o no, pero que me tuvieron cavilando.

En la primera, ejercí de paño de lágrimas y se puede resumir en lo que he puesto en el Caralibro: Y entonces llega un día en el que te miras en el espejo y todo rastro de esa inocencia que tenías parece haberse esfumado y ves más sombras que luces; que los brillos de tus ojos no son por alegría sino por lágrimas. Si eso es hacerse mayor, menuda puta mierda.

Me hubiera gustado dar un poco más de consuelo y de alivio a mi interlocutor, pero muchas veces me siento torpe haciéndolo, pues soy más de exigir que de calmar. Ahí me siento como esa persona fría, el "cubito de hielo" que algunos dicen que soy. Quizás. O quizás es que lo que a mí me calma, como puede ser el simple hecho de estar ahí, de un abrazo o una mano sobre mi mano, a otros les resulta insuficientes si no se llena de parloteo y de buen rollito.

La otra conversación...
No sé porque les llamo conversaciones cuando apenas abrí el pico. Y en ésta, más a propósito. La persona contra la que quería descargar mi bilis no estaba presente y aunque lo hubiera estado, me dí mi palabra a mi misma de que no iba a hacerlo. No porque crea que esa persona se merezca mi templanza, más bien todo lo contrario, sino porque haría daño a personas a las que quiero y que, para su desgracia, también quieren a esa persona. Y es que la verdad duele demasiado la mayoría de las ocasiones...
Así que volví a ejercer de paño de lágrimas en silencio, tragándome mi bilis y sus lágrimas, mientras apretaba los puños de rabia.

Pero es que ahora eso de tragar y zampar yo lo llevo fatal y por eso, el insomnio.
Rebullía en la cama como un toro en los corrales a punto de salir a la plaza. Me levanté, bebí agua, puse la tele, música, intenté leer... Nada.
Todo en lo que pensaba no tenía que ver precisamente con la paz de espíritu y sí con el deseo de sacar toda esa bilis y ser cruel con algunas personas. Tal y como ellas, de un modo más sútil, lo están siendo con personas a las que quiero. Pero no lo hice. Me odio demasiado a mí misma cuando dejo salir esa bilis-odio y luego me cuesta mucho perdonármelo.

Así que toda la noche la he dedicado a un ejercicio de reconciliarme conmigo misma y tratar de ignorar esa sensación de odio. Me ha costado casi toda la noche, pero al fin, encontré varios momentos de respiro. Una lectura que me reconcilió con el mundo. Ésta. Tras la primera lectura, decidí aparcarla y no empozoñarla con mi visión del mundo en ese momento, pues era algo demasiado bello.
Más tarde, buscando un libro, ví el avión rojo que me dibujó Félix en la estantería. Y mi barco de papel que me hizo Ainhoa cuando estaba en el hospital y que era mi pertenencia más preciada durante mi estancia. Al poco, sonreí y releí el episodio de ternura.

Siempre dije que lo que verdaderamente me calma, son los niños y la necesidad de preservar su inocencia.