Nervios
Los nervios apenas me dejaron dormir. Y la bronquitis acechante tampoco contribuyó mucho a mi descanso.
Así que ahí estoy, pellizcándome el labio, nerviosa. Alejada unos pasos de mis acompañantes, a la espera de la parte contraria. La verdad es que mi fe en la justicia portuguesa es la misma que en la española. Ninguna. En mi cabeza doy vueltas a todas las consecuencias posibles y ninguna me resulta halagüeña.
Como sé que si sigo pensando lo único que lograré es ponerme más nerviosa, me dedico a algo que siempre me calma: satisfacer mis anhelos voyeur. Como si al estar pendiente de otros y de sus actuaciones, observando, evitara tener que hacerlo conmigo misma.
Charlando con mi padre, está Anatol. Nos ha traído la "carrinha" con la que nos moveremos estos días. Es un buen tipo, bastante más joven que mi padre aunque parezca más mayor que él, que un día dejó su Ucrania natal en busca de un futuro mejor y que recaló en una ciudad pequeña de Portugal. Consiguió un trabajo fijo, se casó, tuvo un hijo...y ahí acaba el cuento feliz. La noche anterior, cuando vino a buscarnos al aeropuerto con otro amigo, Anatol estuvo contándome como había descubierto que su mujer tenía otro namorado. Necesitaba desahogarse y yo estaba ahí para escuchar.
Ahora está más relajado, riéndose con mi padre. Observo a mi padre. En los últimos meses, le han salido bastante más canas en la barba y las arrugas se han marcado algo más. Las malditas preocupaciones. En él veo unos cuántos de mis gestos y en ese instante, alguno de los hago cuando estoy nerviosa. Mi herencia. Me acerco a colocarle bien el cuello de la camisa, bromeando. Me devuelve la broma y nos reímos para alejar un poco los nervios. Otra parte de mi herencia.
Me retiro nuevamente y me apoyo contra la pared, junto a los bancos. El ambiente es opresivo o al menos, así me lo parece. Quizás sólo sea algo de fiebre o que estoy somatizando los nervios, pero lo que más me apetecería en ese momento es salir a la calle, bajo la lluvia intermitente, pero que se me antoja refrescante.
A mi lado, sentada, hay a una señora mayor, de unos ochenta años. Menuda, de pelo gris corto y ojos pequeños, del color de la aguamarina. Siento una corriente de simpatía inmediata hacia ella. Así, tan menudita, tan poquita cosa físicamente, me recuerda a mi abuela. Lleva ropas humildes, algo desgastadas, pero arregladas y pulcras. Su rostro está surcardo por profundas arrugas, al igual que sus manos, que se mueven nerviosas, jugueteando entre sus dedos con una alianza de oro, de esas más gruesas que se llevaban hace tiempo. Levanta los ojos y me sonríe con amabilidad, sonrisa que le devuelvo. Como si con esas sonrisas, tratáramos de mostrarnos mutuamente nuestra solidaridad por estar en un trance tan desagradable.
Miro el reloj del móvil. Pasan los minutos y la otra parte no aparece. La impaciencia empieza a transformarse en una rara sensación, mezcla de rabia y de impotencia. Algo visceral que me atenaza el estómago. Todo lo contrario a lo que necesito en ese momento.
Respiro hondo. Nada. Puede más la impotencia y la rabia. Miro a la mujer de ojos azules. Siempre me despiertan ternura los niños y los ancianos, pero en esta ocasión, sin saber siquiera porque está ahí, el cabreo aumenta, pensando en el mal trago que le habrán hecho pasar.
Sé que me tengo que calmar, pero al no lograrlo, aumenta la rabia e impotencia, esta vez dirigidas contra mí misma, al ver que entro en un círculo vicioso que me aleja de mi objetivo. Cierro los ojos, mientras respiro despacio. No sé pintar, pero si pudiera hacerlo con mis pensamientos serían un mar de lava rojo y negro, lleno de remolinos, que arrasan todo a su paso mientras se deslizan con rapidez. Las lágrimas de rabia me queman dentro de los ojos, mientras aprieto los párpados para no dejarlas salir.
¡Cálmate, Silvia!. Respiro hondo y busco en mi memoria aquellas cosas que siempre me calman. Poco a poco, los torrentes de lava se convierten en ríos ocres hasta acabar siendo un mar de azules de todas las gamas. Cuando abro los ojos, más tranquila, estoy acariciando el colgante que llevo siempre al cuello. Mi particular ancla de capa.
Los minutos pasan y siguen sin aparecer. La mujer de ojos aguamarina entra a la sala y en silencio, la deseo suerte. Yo me dedico a charlar tranquilamente con la intérprete que acaba de llegar. Me cuenta alguno de los casos en los que ha trabajado, los problemas que le han surgido con algunas personas por ser judía (la intolerancia de los "tolerantes"), como es la vida para una inmigrante...Me habla de Brasil, de Israel y de todos los lugares que ha conocido. Nos intercambiamos las tarjetas de visita, pues al hablarle de mi interés en conocer Tierra Santa, ella me dice que me dará algunos contactos.
Los otros aparecen. Yo estoy tranquila y le dedico la mejor de mis sonrisas a ese cabrón. Aunque creía que era un asalto perdido, no he salido demasiado magullada. Incluso diría que he ganado a los puntos.
Al salir del tribunal, dejo a mi padre y me voy a dar un paseo por la ciudad en la que estoy. Cae una lluvia fina que hace más agradable el paseo. Me encanta pasear bajo la lluvia. Algunas gotas me caen por el flequillo, mientras subo desde el río al castillo. Las vistas son espléndidas y mi ánimo ahora me permite disfrutar. Hasta el clima se alía conmigo y empieza a brillar el sol.
Un poco más tarde, sentada en una terraza acristalada de la plaza, mucho más tranquila, con mi café y el libro de Pessoa que me han regalado, pienso en las horas previas. Y ante la mirada del camarero, de estos españoles están todos locos, comienzo a reírme a carcajadas.
2 comentarios:
Me resulta raro, aunque me gusta.
En ocasiones, he compartido el estrés que sentiste a través de tus palabras.
Buena crónica. Lo haces bien; reflejar momentos vitales de gentes y lugares
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