viernes, 23 de enero de 2009

Manías

No me gusta masticar chicle. Las rarísimas veces en las que me como uno es porque tengo mal sabor de boca y no tengo la posibilidad de lavarme los dientes o de tomar un caramelo sin azúcar. Y en cuánto se me pasa el mal sabor, lo tiro en una papelera.

Me pone nerviosa hablar con alguien que come chicle. Me recuerdan a llamas rumiando y me entran ganas de reírme, porque las llamas siempre me han parecido animales graciosísimos. Las ganas suelo controlarlas, pues no es plan de que tu interlocutor piense, con razón, que te estás pitorreando de él.
Lo malo son los que se empeñan en mostrarme sus empastes o que juegan con el chicle como si tuvieran cinco años. Porque el nerviosismo se transforma en una especie de irritación. ¿Es que nadie les ha enseñado a masticar con la boca cerrada?.

¿A qué viene esto?.
Hace un momento se acaba de ir una persona del segundo grupo de mi oficina. Un comercial de una mayorista al que conozco desde hace tiempo y al que tengo atragantado desde el primer día y que al verle hoy rumiar, me ha reafirmado en la primera impresión.
No sé porque se ha creído con la confianza de comportarse como un amiguete en vez de mantener una relación profesional, pero hasta ha hecho un globo.
En ese momento he tenido que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para no estallarlo usando el bolígrafo y no echarlo con cajas destempladas de mi oficina.

No sé si son los años o como dice mi amigo Carlos, que me estoy volviendo un poco gruñona (y él un ñoño), pero mi umbral de tolerancia hacia ciertas comportamientos cada vez es menor...

1 comentario:

Fran dijo...

¿Así que cuándo me has visto comer un chicle no me sonreías por aprecio sino porque te pitorreabas de mí? ¡Qué malvada! Jajaja.
Lo del comercial, vergonzoso. Y disiento de tu amigo Carlos, no eres una gruñona, sólo que en ciertos temas tienes las cosas muy claras y no eres políticamente correcta.