jueves, 26 de enero de 2012

Tempus fugit

Llevaba mucho tiempo sin pasear por esa zona de Madrid. Las últimas veces que pasé por ahí, pasé en metro o bien, iba con prisas como para fijarme en el entorno.
Pero esta mañana, aprovechando que tenía tiempo y el sol invernal, he dado un paseo. No es una de mis zonas favoritas de Madrid, pero hace casi 20 años, y durante unos años, formó parte de mi día a día.
He comenzado el paseo frente al hospital en el que nací. Como comprenderán, no recuerdo mucho de aquellos días, pero siempre que paso por delante, me pregunto cuántas vidas como la mía habrán empezado entre aquellas paredes. O cuántas habrían finalizado entre ellas. ¡Qué de lágrimas perdidas en la lluvia cuando el tiempo pase!.

Después, siguiendo por la avenida, he pasado por delante de un hotel que, cuando yo lo conocí, era un salón de banquetes. Aquel día lo pasé mal y acabé llorando, lamentándome por la situación. Hoy, con la perspectiva que da el tiempo, creo que fue un gran día a pesar de las lágrimas. Sirvió para que abriera los ojos ante una situación que me estaba haciendo tremendamente infeliz. Así que he sonreído y he seguido hasta la glorieta. Y aunque siguen los mismos edificios, me ha costado reconocerla.

El bar dónde iba muchos días a comerme un bocata delicioso, ahora es una entidad bancaria; no existe el kiosko de copia de llaves y ni el de flores que regentaba una señora mayor encantadora y sobre todo, no está el puente bajo el que vivía el hombre de los perros.
El hombre de los perros era un vagabundo que vivía entre cartones, debajo del puente. Siempre estaba rodeado por tres o cuatro perros macilentos pero impecablemente limpios. Era frecuente verle hablando sólo, con su pelo blanco al viento, su abrigo gris cubierto de mugre y los perros. Nunca pedía nada a nadie. Bueno, no es cierto. Un día, al verme salir del bar y ver que iba a tirar parte del bocata, me lo pidió para los perros.
¿Qué habrá sido de él y de los chuchos? Supongo que otras lágrimas más disueltas...

Al cruzar el semáforo, me asalta una gitana ofreciéndome la Farola.
Hace muchos años, en ese mismo lugar, yo solía comprar la Farola. Me parecía una buena ida, como una forma digna de ganarse la vida de la gente sin hogar que ahora se ha convertido en una forma más de mendicidad.
Siempre se lo compraba al mismo vendedor, Antonio, un hombre de unos cuarenta y muchos años, delgado y con bigote, que te saludaba educadamente y te deseaba un buen día siempre que te cruzabas con él. Alguna vez estuvimos charlando, echándonos un piti mientras esperaba el autobús que me llevaría a la facultad y me comentaba que estaba intentado ahorrar para volverse al pueblo, en Zamora, a currar en el campo. Espero que lo lograra y le fueran las cosas bien, que era un tipo majete que tomó decisiones equivocadas y tuvo mala suerte.

De vuelta a casa, recordando, he visto mi reflejo en el cristal del autobús. No sólo la glorieta ha cambiado, sino que yo lo he hecho y mucho.

Hoy creo que he sido más consciente que otros días, de lo mucho que ha pasado el tiempo.

2 comentarios:

Turulato dijo...

No se porque, pero es una maravilla

Fran dijo...

Parece que estuviéramos tomando una copa tranquilamente y te estuvieras contando. Da esa sensación de intimidad.