Ojos azules
Anoche tuve mucha suerte con el taxista que me trajo a casa. No me tocó uno de los que te dan conversación y tienen la receta para arreglar el país, con los que puede llegar a ser divertido charlar en ocasiones. Ni tampoco los que creen que su taxi es una discoteca ambulante. Anoche el azar decidió darme un respiro. Sólo silencio. Para poder refugiarme en él. A pesar del cuello dolorido, apoyé la cabeza en el cristal, contemplando Madrid de noche. Me gusta.
(Sobre todo una imagen, mejor si es entre semana, cuando hay menos gente. Paseo, dejando a mi espalda las luces y sombras de la Gran Vía, bordeando los jardines del Cuartel General del Ejército. Si hay suerte y se acaban de ir los autobuses nocturnos, muchísimo mejor. La estampa es perfecta. Al fondo, la Puerta de Alcalá. Toda iluminada y chula, sabiendo que hay quién le canta. A la izquierda, el palacio de Linares. ¿Qué sería del fantasma que vivía ahí hace años? Frente al palacio, otro más, el de Comunicaciones, ahora convertido en Ayuntamiento, con sus torres, columnas y escudos. Y en el centro, como la diosa que es, Cibeles en su carro.)
Pero anoche, no contemplaba Madrid para deleitarme, sino para abstraerme. Un encuentro del todo fortuito, me dejó un regusto amargo en la boca y un sentimiento de desasosiego.
- Señora, ¿podría darme 35 céntimos, por favor?
Mi acompañante y yo estábamos sacando dinero en un cajero y la cercanía de esa voz cascada nos sorprendió. Nos giramos recelosos, dispuestos a ignorar al dueño de esa voz quejumbrosa y rota, pero mis ojos se cruzaron con los suyos. A pesar de la mirada turbia provocada por el cuelgue, reconocí esos ojos azules. Se había cortado el pelo y estaba más demacrado y sucio pero era él. Sólo fueron unos segundos lo que duró mi reconocimiento, tiempo que aprovechó para comenzar a alejarse cojeando.
- Eh, espera. No tengo más suelto, pero tómate un café ahí al lado, que hace rasca.
Me dió las gracias con una sonrisa cansada, mientras depositaba las monedas que tenía en el bolsillo en sus manos sucias. Por una milésima de segundo, creí que me había reconocido. Pero otra vez la niebla de las drogas cubrió el brillo de sus ojos azules. Se alejó por la calle cojeando. Mi acompañante y yo nos alejamos en sentido contrario.
- Le conocía - dije yo - Bueno, no sé como se llama, pero le conozco de vista. Paraba por mi barrio. Joder, está muy mal.
No dije mucho más camino de la parada de taxis. En el taxi, con el silencio como compañía, pensaba en el encuentro.
Era uno de los yonquis que pasaba por el barrio camino del Salobral, dónde pillaba la mierda que se metía. Dormía en los bajos de la iglesia y sé que don Tomás, uno de los curas, le había dado un par de mantas y trataba de convencerle para que se desintoxicara. Iba bastante aseado y siempre que se acercaba a pedir, lo hacía con educación y no se molestaba con quiénes le ignoraban. Ayudaba a algunas ancianas con las bolsas de la compra a cambio de unas monedas o algo de comer.
Me cruzaba con él todas las mañanas. y siempre el mismo ritual.
- "Eh, rubia, invítame a un café, anda..."
- "Joer, macho, que parece que trabajo para ti. Todos los días me pillas a mí por banda.¿Es qué no hay más gente en el barrio?"
Había veces que le invitaba a un café dónde Perico o compartía con él lo que me compraba para desayunar. En una ocasión, mientras mojaba el croissant en el café con leche y lo devoraba con fruición, le dije que porque no buscaba un trabajo, él que no tenía mala pinta, que era educado y podría llevar una vida más o menos normal.
- "Nadie quiere a alguien como yo, rubia. Soy escoria y he tocado fondo".
Podría haber discutido con él, pero me quedé muda. Incapaz de articular una palabra de ánimo o un pensamiento medianamente coherente. Más tarde, me pregunté a mí misma hasta que punto ese intentar acercarme a él, no era simplemente algo aséptico para acallar mi conciencia, pero sin involucrarme más allá de lo necesario.
Cuando desmantelaron el Salobral, le perdí de vista. Hasta anoche. Imagino que emigraría en busca de un nuevo sitio dónde pillar la mierda que estaba acabando con él.
Casi llegando a casa, recordé otro encuentro y el desasosiego se convirtió en tristeza. No dejaba de pensar que si me hubiera involucrado un poco más, podría haber cambiado algo. Ni siquiera sé su nombre...
1 comentario:
¿Sabes? Yo, y muchos más como yo, ni siquiera le habríamos reconocido y sólo sería una sombra que se habría diluido en el olvido. Tú, aunque no sepas su nombre, le miraste a los ojos y le recuerdas con emoción.
Más de lo que hacemos algunos...
Un abrazo
Publicar un comentario