viernes, 10 de julio de 2009

Bochorno

Pasarán más de mil años, muchos más, yo no sé si tenga amor la eternidad...

El vinilo daba vueltas sin cesar, llenado la habitación con el sonido sensual del bolero. El ventilador del techo seguía su rítmico movimiento, lento, como si quisiera acompasarse con la música en una danza invisible. A lo lejos, tras la ventana abierta, se oían algún perro callejero y las voces de chiquillos que jugaban en las calles, chapoteando en los charcos.

El hombre permanecía sentado de espaldas a la puerta. Una pequeña arruga cruzaba su frente, mientras escribía concentrado. Esa tarde de verano era especialmente calurosa y la lluvia que había cesado unos minutos antes, no había hecho sino empeorar el bochorno. Pero a pesar de ello, él intentaba guardar la compostura. La americana de su traje reposaba en el respaldo de su sillón, Sabía que esa tarde iba a recibir visita y no quería que le pillaran hecho un Adán.

La pluma se deslizaba sobre los folios, llenándolos con una letra pequeña y picuda. No sabía si ese pequeño resumen de su vida le interesaría a alguien, pero sentía la necesidad de trascendencia. Que se supiera como un chico de ciudad, lleno de sueños, y que odiaba el calor había acabado, casi anciano, en un pueblo de mala muerte en medio de un calor infernal. Todo por una mujer. Esa maravillosa fuente de problemas que otros, a lo largo de la historia, habían padecido antes que él. Y que si él viviera cien vidas más, desearía volver a padecer.

Alzó la mirada para ver como se deslizaban las últimas gotas de lluvia por el cristal de la ventana y frunció ligeramente el ceño. No faltaba mucho. Se quitó las gafas de montura de concha y se frotó los ojos con gesto cansado. Antes de incorporarse, cuadró los folios que acababa de terminar.

Abrió con la mano la cortina de cuentas de madera para acceder a la sala que hacía las veces de dormitorio. En un rincón, había un pequeño aparador con una jarra con algo lo más parecido a agua fresca que había en el pueblo. Echó un poco de agua en la jofaina y se lavó el rostro. Con él aún húmedo, se contempló borroso en el espejo. Notaba en su mentón la sombra de barba que empezaba a crecer. Se secó con una vieja toalla, algo raída y se ajustó el nudo de la corbata.

Junto a la cama, en la pequeña mesita, estaban la botella de whisky que le traía Pascual de la ciudad una vez al mes y su caja de habanos. Normalmente se servía solo un poco de licor, que rebajaba con agua, racionándolo para que le durara hasta la próxima visita de Pascual, pero esta vez fue generoso consigo mismo.

Regresó a su escritorio, bebiendo pequeños sorbos de su vaso de whisky. Delicioso. Uno de sus pequeños placeres. Abrió el cajón del escritorio y sacó una caja de largas cerillas de madera. Con cuidado, casi ceremoniosamente, encendió un fósforo largo, de madera. Mordió la perilla de su habano y comenzó a girar el habano entre sus dedos, con mimo. Como si estuviera acariciándolo, mientras se encendía poco a poco.

Se recostó en su sillón, fumando con parsimonia. Volvió a mirar los papeles. Una lástima pensó. Todo lo que he sido, puede acabar en alguna letrina. Cubierto de mierda.

Como si fuese un extraño presagio, cargado de ironía, oyó un zumbido que se acercaba. El zumbido cesó y unos segundos después, notó la punzada en su nuca. ¡Maldita sea! Con un gesto rápido y seco, se golpeó la nuca. Al retirar la mano, los restos del tábano cubiertos de sangre. La suya y quizás la de otros succionada por ese asqueroso bicho para poder sobrevivir. Sacó el pañuelo de su bolsillo y se limpió. Su mejor camisa y seguro que estaba sucia de sangre por culpa de ese bicho. Él, que siempre gustaba de ir impoluto, aunque fuese en ese barrizal.

El disco terminó y sólo se oía el rascar de la aguja del gramófono. Entonces se dió cuenta. Las voces de los niños habían cesado y sólo se oía algún lamento a lo lejos. El silencio se había adueñado del pueblo.
Estaban llegando.

Oyó pasos que se acercaban apresurados, una respiración agitada y la puerta cerrarse con un portazo. Sin necesidad de verle, sabía que era José.

- Profesor, profesor. ¡¡Qué ya han llegado!! Corra, corra usted.


Carraspeó y se giró. Un chiquillo moreno, de pelo alborotado y con los pies descalzos y cubiertos de barro, esperaba junto a la puerta.

- ¿Eso es lo que le he enseñado, José? ¿A entrar a trompicones en una casa ajena, dando voces, sin ni siquiera saludar a su anfitrión?
- miró la cara de desconcierto del niño. Sabía que éste le guardaba sincero afecto y que aún era muy joven para entender todo aquello. Sintió una oleada de ternura y se acercó a él, apoyando paternalmente su mano en el hombro - Ande, no se preocupe. Hágame el favor y apague el el gramófono, mientras voy a por un pequeño regalo para usted.

Vió la mirada de sorpresa del muchacho que, obediente, se acercó hasta el gramófono. Él regreso al escritorio y cogió la estilográfica negra con la que había estado escribiendo. Un regalo de un padre orgulloso a su hijo el día que éste finalizó la carrera y se convirtió en "Todo un señor ingeniero". Él no tenía hijo a quién legársela y antes de que fuera fruto de la rapiña, serviría para ese muchacho. Es inteligente y tenaz y quizás pueda salir de aquí algún día...

- José, venga aquí. ¿Ve esto? Es un regalo que me hicieron ya hace muchos años y que ahora yo le hago a usted. ¡¡Úsela para practicar los ejercicios de ortografía!! Aquí tiene algunos papeles
- El hombre cogió los folios manuscritos y se los entregó también al niño. Al menos que fueran útiles a alguien...
El niño cogió la pluma reverentemente, como si fuera un tesoro sagrado. Y algo así era, pues sabía que el hombre trataba ese objeto con el mayor de los cariños y que no lo habría cambiado ni por un fajo de dólares. Dobló los papeles y se los metió por debajo del cinturón.

- Y ahora, muchacho, ha de irse. Será mejor que no le vean aquí. Siga estudiando, hágase alguien de provecho y no se deje aplastar.

Vió como las lágrimas se asomaban a los ojos del niño. En un arrebato, éste le dió un beso en la mejilla antes de irse corriendo. El hombre tocó con las yemas de sus dedos el lugar dónde le había besado el chiquillo y sonrió con algo de amargura. ¿Cuánto hacía que no le habían besado de un modo tan sincero y espontáneo? Hacía ya tanto tiempo que casi lo había olvidado.

Oyó muchos pasos pesados y ecos de voces ebrias que se acercaban por la calle principal. Se puso la americana y colocó el pañuelo en el bolsillo, perfectamente doblado. Estaba hecho un dandy, como cuando salía en su juventud a pasear en su ciudad, con su joven esposa del brazo. Él, el brillante ingeniero de futuro prometedor. De un trago, apuró el contenido de su vaso y con su habano en la mano, se dirigió hacia la puerta, para recibir a sus invitados. Antes de abrirla, recordó algo y fue apresuradamente hacia el dormitorio, de dónde sacó una vieja fotografía. La fuente de sus problemas. Sonrió antes de abrir la puerta, recordando la letra del bolero.

El silencio de la tarde se vió roto por el repiqueteo de las armas de fuego. Y después, de nuevo el silencio. Ni un lamento, ni una imprecación a los asesinos. En la esquina de la casa, escondido entre los matorrales, un chiquillo de pelo negro alborotado lloraba en silencio al contemplar la escena. Sólo, frente a la casa, cubierto de sangre y barro, un cuerpo inmóvil, tirado con una vieja fotografía de bordes gastados a su lado.

El chiquillo, aún con lágrimas en los ojos, se despidió mudamente de su viejo profesor. Apretó las mandíbulas con determinación y se aferró a la estilográfica como un náufrago se aferra a su tabla de salvación.

2 comentarios:

Fran dijo...

Me gusta más esta versión que la que estaba en los borradores, aunque es algo más triste.

Turulato dijo...

Muy bien escrito y, seguro, que mejor sentido. Me has hecho revivir una vieja película en blanco y negro, protagonizada por Charles Laughton, que muestra una escena basada en la misma moral, aunque de escenario y desarrollo totalmente distinto.
Sigue escribiendo