Sin nombre
Sin nombre. Así se llamaba. O así le pusieron la primera vez que conoció a otro como él, a un ser humano.
No recordaba nada de su pasado. Ni de dónde venía, ni si tenía una familia o un nombre. Sólo recordaba una noche, tumbado sobre la pradera. Le gustaba ese tiempo en el que la noche era más corta y no tenía que buscar refugio entre pieles y hojas, para no tiritar de frío. Contemplaba el cielo cuajado de esas luces lejanas, cuando vió como una se acercaba hacia dónde él estaba y oyó un estruendo. Tuvo miedo. Tanto que estuvo a punto de huir a la carrera de aquel lugar. Pero la curiosidad le venció. Se acercó con cuidado.
En el suelo, entre las hierbas altas de la pradera, había una piedra grande y brillante. A su alrededor, las ramas se consumían por una luz extraña. Acercó su mano y notó una sensación agradable, como cuando cubría su cuerpo con pieles para combatir el frío. Después de un rato, tuvo que apartar la mano pues empezaba a sentir quemazón. Cogió un palo del suelo y la movió con cuidado. El palo comenzó a brillar con esa extraña luz en el lugar que había tocado a la piedra y a desprender ese calor tan agradable. Asustado, lo dejó caer y la luz se propagó hacia las hierbas cercanas, hasta que se agostó. Observó un rato hasta que se decidió a coger un trocito de piedra con ayuda de unos palos. La colocó sobre unas ramas secas y sonrió al comprobar que esa luz que le daba calor, crecía.
Sin nombre cogió los restos de la piedra caída del cielo, las que aún brillaban y las guardó con mimo entre hojas, en el cuerno de un bisonte. Todas las noches, sacaba su piedra, resquebrajaba una parte y acunándola entre ramas y hojas, con un suave soplido, veía como crecía en fuerza y belleza. Al amanecer, cogía nuevas piedrecitas brillantes, que metía en su cuerno.
Desde la llegada de la piedra del cielo, todo había mejorado. Ya no tiritaba de frío al salir del río, ni de miedo en las noches por las bestias salvajes. Éstas no se acercaban a él mientras brillaba la luz. Pero había algo que le faltaba a Sin nombre. Contemplaba el ciclo de vida a su alrededor y veía que él no tenía una manada que le protegiera. Sólo su luz brillante. Sin nombre decidió que encontraría su manada y les mostraría su piedra caída del cielo.
Muchas lunas pasaron hasta que llegó a las montañas y encontró las primeras huellas de otros como él. Durante días estuvo observando a esos que se parecían al reflejo que veía en el agua del río, sin acercarse. No sabía muy bien como, pero entendía los extraños ruidos que salían de sus bocas. Seguro que esa era su manada. Tardó varios días en reunir el valor para acercarse a la cueva que les servía de refugio. Cuando lo hizo, ellos retrocedieron asustados. Él les dejó unas bayas como obsequio. Cuando se alejó, ellos cogieron las bayas y se metieron en su cueva. Durante días, se repitió el mismo ritual. Él les dejaba un obsequio, ellos retrocedían, aunque cada vez se acercaban más a él. Una de las noches, él les mostró lo que hacía su piedra caída del cielo. Y como le había sucedido a él mismo, se asustaron para luego acercarse. Y refugiarse al amparo de su calor y belleza. La manada se acercó a Sin nombre y compartieron con él su refugio y alimento, acogiéndole. Aprendió junto a ellos a emitir esos ruidos por la boca y notaba en su interior el mismo calor que le proporcionaba las luces brillantes de su piedra.
Pero un día, ellos aprendieron a cuidar del trozo de piedra que sin nombre les había dado. Una de las hembras de la manada cogía cuidadosamente los restos de la luz caliente de la noche anterior y con mimo, los acunaba como él hacía, entre ramas y soplidos suaves. Él se regocijó al ver que sentían el calor y cómo se alejaba el miedo, pero sabía que ya no necesitaban a Sin nombre y su piedra caída del cielo.
Sin nombre abandonó con pesar a los que creía su manada para continuar su búsqueda. Bajó por el valle hasta las grandes praderas y allí encontró a otros como él. Y de nuevo se repitió el mismo ritual. Él les regaló otro pedazo de su piedra y estuvo un tiempo con ellos hasta que sintió que aquella tampoco era su manada. De nuevo, Sin nombre cogió los restos y emprendió de nuevo el camino.
Llegó hasta la orilla del gran lago salado y otra vez la misma historia. En los grandes bosques, dónde habita el oso, tampoco la encontró. Ni en el desierto abrasador, hogar de la serpiente y el escorpión. Siempre se repetía lo mismo.
Sus pasos se volvieron cada vez más lentos y pesados y sus cabellos se tornaron grises como el lomo del lobo. Muchas estaciones después de emprender el camino, llegó a la pradera en la que había comenzado su búsqueda. Sin nombre buscó su piedra brillante del cielo, pero sólo encontró una piedra gris y apagada, igual que las que le rodeaban.
El viento del norte traía los fríos de las primeras nieves. Sacó el contenido de su cuerno, apenas una brasa minúscula, superviviente de los trozos que había ido dejando en cada una de las manadas que sintió como suya. Soplando con suavidad, mimándola como había hecho en aquellas primeras noches, intentó encender una hoguera. Pero cada intento, era sofocado por el cruel viento del norte. Hasta que la brasa se convirtió en una simple y fría piedra gris.
Desesperado, Sin nombre se dejó caer en el suelo. A lo lejos oyó el aullido del lobo. Ya no tenía su luz brillante que lo protegiera. Y tampoco tenía una manada. El lobo aulló de nuevo, ésta vez más cerca. Agotado y asustado, se acurrucó bajo las pieles, recordando el calor que había sentido en las manadas que había abandonado.
El frío se fue apoderando de sus huesos y músculos, mientras escuchaba más cercanos los aullidos del lobo. Sabía que la muerte se acercaba. Cerró los ojos, dispuesto a abandonarse a la lasitud que se iba apoderando de sus miembros. Justo antes de dejarse ir en el sueño eterno, recordó su manada, aquella a la que pertenecía. Y un nombre.
Lobo solitario.
3 comentarios:
¡¡Precioso!!. Y aunque lo parezca, nada triste. Sin Nombre ha vivido y al cabo se ha encontrado a si mismo.
Me gusta, aunque a mí si me parece algo triste. No llegó a encontrar nunca a su manada.
Me gusta mucho más que la historia de la hetaira. Aquella se me atraganta.
Fran, yo no la escribí pensando en que fuera triste. Al fin y al cabo, aunque no encontrara su manada (o tribu), vivió momentos especiales con varias, compartiendo lo mejor que tenía consigo: su piedra brillante caída del cielo. Y como dice Turulato, se encontró a sí mismo.
La historia de la hetaira la aparcaré por el momento. Cuando escribo algo, me implico emocionalmente y para mí, está siendo duro.
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