miércoles, 9 de junio de 2010

Capadocia (primer día)

Un par de años antes de que yo naciera, emitieron en TVE una serie llamada "Si las piedras hablaran". Aunque no he podido ver más que algún corte por internet, el título siempre me pareció de lo más atractivo. Porque desde muy pequeña, he sentido que así lo hacían, si las querías escuchar.

Las acaricias con mimo, con los ojos cerrados, recorriendo con los dedos las grietas, como si las despertaras. Y esperas a que te susurren, en esa parte de ti que pertenece al reino de la imaginación y de los sueños.

Al día siguiente de llegar a Capadocia, visité una de las ciudades subterráneas que hay en la región. Me quedé un par de pasos rezagada de mis compañeros, mientras el guía daba su explicación. Había que despertar a la ciudad y para ello, recorrí con mis manos las paredes de la sala que fue establo en otro tiempo. Un parpadeo y ves con los sentidos de la imaginación.

Un niño pequeño llora asustado ante tanto movimiento; las pezuñas de los animales chocan contra las rocas mientras los recogen en sus establos; las voces de los hombres, entres susurros, que vigilan por si se acercan los enemigos; el murmullo de los rezos pidiendo protección a los dioses. En una de las galerías, avanzando casi en cuclillas, me sorprende el sonido del metal de las armaduras chocando contra las paredes, los jadeos de los soldados atacantes, agotados por el avance por esos túneles.
El hollín del techo de la sala a la que llego dibuja en mi cabeza una escena. Una mujer amasa el pan para toda la comunidad en una esquina. El aroma de un cordero asado llena toda la habitación. A lo lejos, se escucha el sonido de las risas. Hoy es día de vendimia y mientras unos pisan las uvas, otros almacenan el mosto resultante, que será vino con el que celebrar la llegada de la próxima primavera.

Al salir de las entrañas de la tierra, el sol me golpea en la cara. Y mientras recupero el resuello y vuelvo a la realidad, recuerdo a esas personas que excavaron la roca, las que durante el paso de los siglos tuvieron que esconderse y hacer sus vidas allí, temiendo el ataque de enemigos o que la tierra temblase y les sepultase en el olvido para siempre.

Algo más tarde, llegamos a uno de los valles en los que se puede ver chimeneas de hadas y otras formaciones geológicas caprichosas. A muchos de mis compañeros de viaje les aburre la sucesión de rocas y pronto van a curiosear en los tenderetes. Pero a mí me encantan. Son el resultado de la paciencia y la constancia. Un grano de arena traído por el viento, una gota de lluvia estrellándose contra la roca. Tan dura e imponente y que al final se rinde ante los sucesivos ataques de aquellos más pequeños, que no cejan en su empeño y chocan contra la mole con cada nueva ráfaga de viento. David contra Goliath. Sólo que esta vez David se ha alíado con otros "pastores". Y con el tiempo.

El tiempo...
No llevo reloj y mi único interés por saber en que hora vivía, durante el viaje, era por no llegar tarde a los encuentros con el guía. Sólo me he dado cuenta del tiempo, cuando he sido consciente de que éste se detenía, en lo que un amigo llamaría "momento místico".

Unos metros más abajo de mi posición, junto a la carretera, unos chavales vuelan unas cometas: una blanca y una roja y blanca. El más pequeño de ellos trata que los mayores le dejen intentarlo, pero parece ser que esa tarde no toca. Tras de mí, Uchisar y su "castillo" nos contempla. La brisa de la tarde, además de refrescar algo el ambiente, trae el aroma de las flores del valle cercano y la voz del muecín, llamando a la oración. La cadencia de la voz pulsa algo en mi interior, que junto a todo el resto de la escena, hace que me sienta tan en paz conmigo misma como no me he sentido en años. Y siento la certeza de que todo lo que vivido, bueno y malo, ha sido para llegar a un momento de plenitud como ese.
La voz de un compañero de viaje rompe el momento, pero yo me voy con esa sensación de paz. Y la flor y la sonrisa que me ha regalado una niña que jugueteaba cerca del puesto en el que vendía agua su madre.

Ahora, al recordar a los niños de la cometa, me acuerdo de otra niña, en Uchisar.
Estoy en un mirador, observando las casas excavadas en las chimeneas de hadas. A lo lejos, casi al borde de un precipicio, veo una mancha rosa. ¿Una niña? Se me corta la respiración por el temor a que se caiga, pero ella parece muy segura de sí misma, saltando entre las piedras y las flores. Comenzamos a caminar y nuestros pasos nos llevan hacia dónde está la niña.
Su madre, que talla piedra pómez para vender a los turistas, nos muestra su casa excavada en la roca a cambio de la voluntad. Mientras escucho sus explicaciones, en un batiburrillo de inglés e italiano, observo a la niña.
No tendrá más de tres años. A pesar de estar cubierta de polvo y mugre, es una preciosidad con unos enormes ojos marrones. No nos presta mucha atención acostumbrada, supongo, a que los turistas que llegan a su casa no la hagan mucho caso.
Pero después de hacer un rato el tonto en la casa, una compañera y yo le prestamos atención y comenzamos a juguetear con ella. Después de sacarle un par de veces la lengua y sonreírle, ella nos provoca enseñándonos el papel y la piedra que ha cogido del suelo como juguetes.
En ningún momento logramos que nos diga su nombre. No importa. No creo que vayamos a olvidar esa mirada nunca.

La casa de la niña en Uchasir. Desde el primer momento que la ví tan de cerca, me recordó a algo fantasmagóricos, a una especie de calavera descarnada a la que hubieran arrancado la mandíbula

Esa misma noche, tras un paseo por Nevsehir y la cena, nos llevaron a un espectáculo de derviches en un antiguo
caravasar. Aunque sé que estaba orientado para turistas, tenía muchas ganas de verlo y me lo tomé con cierta solemnidad y respeto. Rumi me gusta mucho.

Las luces se vuelven más tenues. Va a dar comienzo la Sêma, el ritual en el que participan los derviches giradores (Semâzen). Uno de los músicos, cubierto por una túnica negra, comienza una oración en árabe. De reojo, veo que más de uno y de dos comienza a aburrirse. Yo me siento como una niña con zapatos nuevos.
Cuando comienzan a tocar los tambores y el ney, siento como si cada átomo de mis células vibrara con ellos. Los Semâzen comienzan unos rituales de saludo, que repetirán en varias ocasiones y comienzan las danzas. La mano derecha orientada hacia el cielo para recibir el don de Dios y la izquierda, hacia el suelo, para transmitírselo al mundo. El vuelo de las faldas hace que el movimiento parezca más rápido de lo que realmente es.
Mientras se suceden los saludos y danzas, observo a los Semâzen. El más joven, ocupa en dos ocasiones el centro, como si fuera el sol alrededor del cuál giran los planetas. Me recuerda a una de las bailarinas que salían al abrir esas viejas cajas de música.
Pero el que más atrae mi atención es un hombre joven con barba. Tiene los ojos cerrados y la expresión de concentración del principio va dejando paso a una expresión de ¿paz?. Contagiosa.
Al salir, mientras tomaba un té, disfrutando del frescor de la noche, escuché los comentarios de mis compañeros. A todos se les había hecho eterno y aburrido. Para mí, el tiempo volvió a detenerse y sentí la misma sensación de paz que esa tarde.

Regresamos al hotel y antes de irnos a dormir para afrontar una nueva jornada, algunos nos fuimos, a pesar de las agujetas (y las rozaduras), a la discoteca. A cantar, reír y bailar un rato.


Hablando anoche con Fran, le comentaba que estaba bloqueada con los artículos que les había prometido a él y a Turulato sobre el viaje a Turquía. No sabía que enfoque darles, con demasiada información bullendo en mi cabeza. Fran me dijo entre risas que, por su parte, no quería una guía, que para eso estaban los libros, sino que le contara que había visto, olido, oído y sentido. Capadocia desde tus sentidos y tus idas de olla me dijo.
Así que, aunque torpemente, aquí está el primer día. Escrito esta madrugada de un tirón, en un intervalo de insomnio, apenas sin luz para no molestar, sin correcciones (ni siquiera al transcribirlo, porque bastante he tenido con entender mi propia letra). Espero que te guste.
Turulato, creo que lo tuyo tendrá que esperar. O no, si vuelvo a tener insomnio.

3 comentarios:

Fran dijo...

A mí me gusta. Sobre todo, lo de los momentos de paz de espíritu.

Yo ví la ceremonia de los derviches en Egipto y reconozco que se me hizo pesada. A ti se te nota que te encantó y que te hubieras unido gustosa a los giros.

Si esto es el primer día, entiendo como llegaste de agotada a Madrid.

Turulato dijo...

No existe espera. Solo existen sueños sobre el mañana.

Guerrero dijo...

Me gustaría ir a un lugar así y es cierto creo que las cosas hablan si nos poenomos a escuchar.


saludos