Capadocia (segundo día)
Cuando sonó el despertador del móvil, me costó horrores levantarme. Apenas llevaba dos horas dormida y el cansancio del día anterior y los bailes de la discoteca pasaban su factura. A oscuras y todo lo silenciosamente que pude para no despertar a mi compañera, me fui a la ducha.
Media hora después, una furgoneta nos recogió en el hotel. Aún era de noche y hacía frío pero no importaba. El cansancio acumulado parecía haberse desvanecido con la ilusión. Apoyé la cabeza contra el cristal y contemplé en paisaje, apenas iluminado por la luna menguante. Fantasmagórico. Y los cantos del muecín, que se oían desde la carretera, aumentaban esa sensación.
Llegamos a nuestro destino. Dada la época y los pocos que fuimos de nuestro grupo, pensé que no iba a haber nadie, pero me equivoqué. Mientras tomaba un té de manzana, observé como preparaban los globos y como algunos empezaban a volar.
Más tarde, de regreso al hotel mientras desayunaba, los compañeros que no fueron a la excursión me pidieron que les describiera como fue. Me costó horrores porque no creo que fuera capaz de transmitir la magnificiencia de lo que ví.
Como el sol, poco a poco, iba ganando terreno a la oscuridad, como si jugaran al ratón y al gato. Ocres, amarillos, rosados, verdes... toda una miríada de colores que iban despertándose con el sol.
El cielo...azul, límpido, lleno de colorines de los globos como si se le hubieran escapado a un niño y volaran libres.
El silencio que había a seiscientos metros de altura, sólo rotos por el sonido del quemador o el clic de alguna cámara de fotos, porque apenas hablábamos. Y el aterrizaje... Primero, las risas. Y luego, llegar a la primavera, a un campo alfombrado de verde y de flores amarillas, blancas, rojas...
Y la misma sensación de paz y plenitud que viví el día anterior.
El autocar nos llevó hasta Göreme.
A pesar del sueño, del calor y del cansancio, al poco, estaba trotando por el valle, subiendo y bajando escaleras visitando iglesias, oyendo las explicaciones del guía y escuchando las voces dormidas de los que allí vivieron. Hablaban de las durezas de los fríos inviernos y de los excesivamente calurosos veranos, pero también de la alegría del compartir, del sentirse parte de una comunidad, de la sencillez, del vivir...
Más tarde, después de un helado (además de delicioso, es divertido comprárselo en un carrito de helados tradicional) y de otro viaje en autocar, llegamos a Çavusin.
Hacía bastante calor y el ambiente estaba algo cargado por el polvo cuando llegamos al casco antiguo. Abandonado por el mal estado de las viviendas excavadas en la roca, dónde antes hubo vida, ahora sólo quedaba un cascarón vacío. Comencé a pasear, curioseando por casas y templos vacíos, buscando escuchar voces del pasado.
Con una extraña sensación de tristeza y melancolía, me reuní con parte del grupo en uno de los bares que hay para turistas. Me senté a la sombra de un árbol, buscando resguardarme del sol del mediodía, mientras tomaba un zumo de naranja delicioso. Una parte de mí estaba atenta a la conversación de mis compañeros, la otra, la que se estaba dejando vencer por el sueño, soñaba con los ojos aún abiertos, con el bullicio de otro tiempo.
Después del almuerzo, visitamos el valle que rodeaba a Çavusin. Lleno de chimeneas de hada y otras formaciones rocosas que yo había visto por la mañana desde el cielo. Desde tierra no se tiene esa sensación, pero a vista de pájaro, parece como si a la tierra le hubieran salido cientos de dientes puntiagudos. Agresiva, como si quisiera devorarnos mientras nosotros volábamos hacia el cielo.
A pesar del agotamiento, caminé, trepé y seguí explorando el valle (hasta me caí y me pegué un buen culetazo) hasta que nos llamaron para ejercer de turistas en la fábrica de alfombras.
Yo no tenía ninguna intención de traerme una alfombra de Turquía, pero me resultó muy interesante el proceso de fabricación.
Antes de regresar a nuestro hotel, nos tocó trabajar un poco y visitar las instalaciones de un par de hoteles de la región. Yo quería regresar al hotel cuanto antes, darme una ducha y dormir un poco antes de la cena, porque estaba francamente cansada (iba dando cabezadas en el autocar y en la fábrica de alfombras me quedé dormida de pie).
Pero no sé como me las apaño, que en vez de eso, acabé dando un paseo por el casco antiguo de Nevsehir antes de cenar. Y después de cenar...
Esa noche tocaba ver un espectáculo para turistas: danzas tradicionales y danza del vientre. He visto mejores danzas del vientre aquí en Madrid, pero el espectáculo oficial no estuvo mal.
Pero el que estuvo genial, fue el oficioso. Todos los componentes de la mesa en la que estaba sentada, yo incluída, acabamos bailando y convirtiéndonos en el equipo de animación alternativo. No sé de dónde saqué las fuerzas, pero va a ser que tienen razón algunos que apuntan a que soy un robot. ¿Seré como Bender y me revitalizo con el alcohol? Porque fue beberme un destornillador, despertarme y ponerme a bailar con el resto.
Un horas después, caminando como las muñecas de Famosa, con los ojos anegados de lágrimas de tanto reírme y roja como un tomate, llegaba a mi habitación. Recuerdo que lo último que escuché antes de caer dormida fue la voz del muecín llamando a la oración.
3 comentarios:
Has pintado el vuelo en globo con la palabra
A ver, hermosa, no es nada exógeno como el alcohol. Eres tú, que te sobra vitalidad y ves el goce de vivir, te emocionas y ¡hala!. Porque doy fe de ello, que he visto ese brillo de ojos y estabas con agua mineral.
Turulato tiene razón, pintaste el vuelo con la palabra. Y tus estados de ánimo, que parece que te estuviera viendo.
Gracias.
Me has provocado ganas de ir, a a ver si a mí las piedras me dicen tantas cosas, aunque yo estoy un poco teniente.
Turu, Intenté hacerlo lo mejor que supe y algún garabato seguro que se me escapó, pero bueno... Gracias.
Fran, al releer lo escrito ayer, veo mi estado de ánimo actual, no el que realmente viví en Capadocia. Allí todo era más sereno. Aquí hay más marejada, que estoy un poco como el tiempo.
Gracias a ambos. Besos
Publicar un comentario