Mamadou
Sentía la brisa marina en el rostro refrescándole después de las duras jornadas de días anteriores. Era la primera vez que veía en su vida esa enorme masa de agua que llamaban mar. Algunos rayos de luna, que permanecia casi oculta por las nubes, se reflejaban en el agua dándole el aspecto de un espejo de metal bruñido. Oía las olas estrellarse contra la costa, en un rumor cadencioso que le habría resultado agradable de no sentir tanto miedo.
Desde que había abandonado su hogar semanas atrás, un miedo perpetuo se había instalado en su interior, acompañándole día y noche. Miedo a los salteadores mientras viajaba rumbo a Níger; a los policías corruptos que no dudarían en golpearle y amenazarle para conseguir todo lo que tuviera; a los policías incorruptos que le mandarían de vuelta a casa aún más pobre; a un accidente que le impidiera continuar y que hiciera de las arenas doradas del Sahel o del Sáhara su último lugar de descanso. Y ahora, esa enorme masa de agua amenazadora.
Mientras corría empujando la barca hacia el mar, rezó para que Dios le permitiera llegar a su destino. De un salto de sus largas piernas, se metió en la barca, hacia un futuro incierto.
Casi mil doscientos euros para viajar como un animal. Se hacinaban unos junto a otros, temblando de frío y miedo y calados hasta los huesos por los rociones de agua.
Veía como su vecino, un muchacho nigeriano, con el rostro descompuesto en una mueca de absoluto terror, lloraba en silencio. Entre el rumor de las olas y el motor, escuchó el llanto de un niño pequeño, que viajaba junto a su madre. Y pensó en su pequeño Sadio, que ahora dormiría plácidamente entre los brazos de su madre.
La brisa trajo hasta su nariz el olor ácido del vómito de algunos de sus compañeros, mareados con el vaivén de las olas. Él también habría vomitado si hubiera tenido algo en el estómago que expulsar, pero llevaba dos días sin apenas comer, presa de los nervios.
Al frío de la noche, le siguió una larga jornada diurna, con el sol abrasador cayó sobre ellos sin piedad. Y de nuevo, la noche y su frío. Se sentían débiles y mareados por el viaje y la poca comida y agua, pero tenían que aguantar. Veía el cansancio y la desesperación que hacía mella en los rostros de sus compañeros. Hasta los llantos del niño que viajaba con ellos eran cada vez más esporádicos, sin fuerzas ya ni para gritar su dolor al mundo.
No sabía la hora que era cuando las voces del patrón le sacaron del sueño intranquilo en el que había caído. Había que prepararse. La costa estaba cerca y todo tendría que ser muy rápido. Se ató a la muñeca la bolsa de plástico que llevaba con sus escasas pertenencias para que no se mojaran y esperó inquieto. Saltó al agua cuando el patrón le indicó, a unos metros de la costa. Medio nadando, medio caminando, llegó hasta la orilla y se desplomó agotado.
Todo pasó muy rápido. Vió una luz muy potente que, desde el mar, iluminaba la lancha neumática en la que había viajado y a los compañeros que aún estaban en el agua. Escuchó unas voces en un idioma que no podía entender pero que parecían duras. Una ráfaga de luz iluminó la costa dónde estaba y volvió a sentir miedo. Ahora, tan cerca, no podía fallar.
Sin apenas fuerzas, comenzó a correr, pensando en su pequeño Sadio, en como ahora estaba aprendiendo a andar. Y pensó que cada una de esas zancadas era su pasito para que Sadio nunca tuviera que correr perseguido como un animal. Oía los lamentos de sus compañeros, el llanto del niño, pero no miraba atrás, preocupado sólo por correr. El corazón parecía que se le iba a salir del pecho. Tropezó y cayó, pero con un esfuerzo, volvió a levantarse. Un paso. Otro. Y los ruidos del mar, de sus compañeros y las luces, cada vez más lejanas.
Se alejó tanto como sus fuerzas le permitieron, agazapándose cada vez que veía lejanas la luz de un coche. Agotado y con frío, se escondió entre unos matojos y allí cayó dormido. No fue un descanso reparador, sino un sueño agitado por pesadillas y ataques de tos.
Unos rayos de sol sobre su rostro le despertaron. Tenía el cuerpo dolorido del cansancio y el frío.
Un reguero de sangre seca bajaba de sus labios agrietados hasta su barbilla. Tenía hambre, sed y notaba como la cabeza le ardía por la fiebre. No sabía hacia dónde iba, pero comenzó a andar, bordeando la carretera.
Vió a lo lejos unas casas bajas, blancas. Entre sus pertenencias, llevaba ahora la que era más preciada. Un papel con el teléfono y la dirección de su primo Sambou. Lo había memorizado, pero entre las nubes provocadas por la fiebre, dudaba de ser capaz de marcarlo.
Arrastrando los pies, llegó hasta la entrada del pueblo. Temía ser capturado, pero estaba demasiado agotado para correr. Estaba sucio y cubierto de barrio, pero en un gesto de dignidad, se sacudió las ropas como pudo antes de entrar al pueblo. Que hubiese huído como un animal, no le convertía en uno.
Mientras caminaba, se cruzó con otras personas. Rostros que le ignoraban o le miraban con reprobación o mal fingido miedo. Habría sentido congoja, pero estaba demasiado cansado como para eso.
Llegó hasta una plaza cuadrada, con una fuente en el centro y unos naranjos que perfumaban el aire de azahar. Se acercó a la fuente y bebió con ansía. La herida del labio se reabrió y notó el sabor salado de su sangre en la boca. Cuando aplacó su sed, se sentó a descansar junto a la fuente. Unos niños jugaban a la pelota en el fondo, unas mujeres le observaban con gesto desconfíado y unos hombres ancianos, permanecían sentados, charlando. A pesar de las ropas y el tono de piel, no parecía tan diferente a su pueblo. Sólo algo más grande.
Se inclinó otra vez hacia la fuente y comenzó a asearse como pudo, quitándose el barro de la cara y manos. Notó una presión sobre su hombro. Se quedó paralizado por el terror. Se había descuidado y le habían capturado. Con los ojos al borde de las lágrimas, se giró hacia su captor.
Su miedo se relajó al ver a un chiquillo de piel blanca y ojos castaños que le miraba sonriendo. En su otra mano, estirada hacia él, tenía una fruta que le ofrecía. Con una sonrisa y una inclinación de cabeza en señal de agradecimiento, cogíó la fruta y le dió un mordisco. Notó como un jugo fresco y dulzón le llenaba la boca. Delicioso. Acabó la fruta y dió otro gran trago de agua.
El niño permanecía de pie a su lado, sonriendo satisfecho de si mismo. Otro niño, algo más pequño, se acercó al primero, despacio, con miedo. Llevaba en una mano otra fruta mordisqueada y en la otra, una pelota de goma roja. El primer niño le dijo algo que no supo entender y parece ser que el otro se envalentonó y le ofreció la fruta. Con otro gesto de agradecimiento, la cogió y la devoró. Dulce y jugosa. Hizo una mueca de satisfacción y los niños se rieron.
Una voz de adulto llamó a los chiquillos, que corrieron hacia un hombre que venía caminando desde el otro extremo de la plaza. Mamadou volvió a sentir miedo de nuevo, al ver como el hombre venía directo hacia él, con los dos chiquillos de la mano.
El rostro sereno y amable del hombre disipó el temor inicial. Era un hombre joven, bastante más bajo que él, de cabello del color del sol y ojos como el mar. Le habló en una lengua extraña, despacio. Al ver que no entendía, volvió a pronunciar otras palabras, que sonaban distintas a las anteriores, parecidas a las que había oído al muchacho de Nigeria. Por primera vez desde la noche anterior, pensó en la suerte de sus compañeros de viaje. ¿Qué habría sido de ellos?
El hombre volvió a hablar despacio y en esta ocasión si le entendió. Hablaba en francés, muy despacio, de un modo un tanto rudimentario. Pero daba igual. El mensaje le traía esperanza.
Había llegado a su destino y un futuro incierto, pero esperanzador, se abría por delante de él. En silencio, mientras caminaba al lado del hombre, dió gracias a Dios por haber escuchado sus plegarias.
5 comentarios:
ojalá siempre fuera así
escribí hace no mucho criticando lo duro que se está dando a los inmigrantes sin papeles y me llegó más de una opinión patriotera y legalista que me deprimió, me alegra encontrarte en sintonía conmigo
un abrazo
santiago
Ojalá Sadio no tenga que vivir el viaje de su padre, ni ningún otro muchacho de su edad. Ojalá Mamadou pueda contárselo algún día...
Desgarrador y lamentablemente real.
No hay palabras para poder describir lo que a laguien le corre por sus sentiemitnso para ser capaz de dejar lo que le une a sus entrañas, de dejar lo que ha sido su vida hasta ese meomento, de cruzar un desierto, de cruzar una pequeño pero gigantesco sepulcro que es el mar de Alborán.
No hay palabras, dolo se puede contar.
Quizá hace mas de cinco siglos Finisterre era el fin del muindo, ahora ese Finisterre esta en nuestras manos repletas de tesoros como, el pan accesible, la ropa en las rebajas, la gasolina que nos lleva a la playa y no somos capaces de compartirlo.
Gracias
Blas
Amor, leí el artículo y los comentarios. Sería bonito vivir en un mundo sin papeles ni fronteras, pero no es así. Yo soy partidaria de controlar la inmigración, para que quien venga, lo haga a labrarse un futuro mejor currando y para evitar que mafias y sinvergüenzas se enriquezcan. Como también lo soy de dejar tieso de papeles a quién abusando de su posición explota sin consideración a inmigrantes.
Lúcida, el Mamadou del relato es un reflejo de muchas vivencias que inmigrantes que vienen a mi oficina me van confiando. Uno de los Mamadou que conozco y con el que he tratado durante años, se reunirá este fin de semana con su mujer y su hijo, que después de un par de años de papeleo, ha logrado la reagrupación.
Blas, pues en la mayoría de los inmigrantes con los que trato, la esperanza de un futuro mejor para los suyos. Otros, que no suelen ser los que se juegan su vida sino que especulan con la de otros, beneficiarse de la lasitud de la ley en ciertos aspectos.
Saludos
Recuerdo una canción que canta Soledad Bravo que dice:
Entre tu pueblo y el mío
hay un punto y una raya,
pa' que tu hambre y la mía
estén siempre separadas...
En todo el mundo pasa lo mismo, los guatemaltecos a México, los mexicanos por miles a Estados Unidos y Canadá...
Saludos y un abrazo.
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