Ojos como platos
Yo soy una de esas afortunadas a las que visita tanto Papa Noel como los Reyes Magos.
Cada Nochebuena, después de la cena, nos intercambiamos regalitos entre los miembros de mi familia. Que si unos pendientes, que si unos guantes, "Jo, mamá, a mi me gusta la pulsera que le has comprado a Silvia", mi abuela protestando todos los años porque dice que no la tenemos que comprar nada, etc.
Este año las estrellas han sido mis sobrinas, Ainhoa y Aroa (como sospecho que serán los años venideros).
Aroa tiene poco más de un año y apenas se enteraba de nada, salvo de que había mucho jaleo y le daban de comer una cosa muy rica (porque aunque según mi madre está hecha una "cominillo", se comía el lechazo que daba gusto).
Ainhoa es más mayor (dos años y cuatro meses hará este mes) y se enteraba más de todo. Con el primer regalo, comenzó su transformación. De estar casi dormida, cansada por el trajín de la jornada (paseo por la mañana con una tía, paseo por la tarde con la otra, juegos...) fue despertando poco a poco. Sus labios comenzaron a curvarse hacia arriba en una sonrisa de pura felicidad, sus ojos empezaron a brillar y abrirse con cada uno de los paquetes y el cénit fue cuando sus padres le entregaron su nueva muñeca. Mientras su padre la desempaquetaba, ella pegaba botes y pequeños grititos de la emoción y todo el cansancio que la embargaba antes, desapareció por arte de magia.
Y yo sentada a su lado, recordaba como eran las mañanas del día de reyes cuando era pequeña. Y pensé en esos niños que a diferencia de mis sobrinas, no tendrían los ojos abiertos como platos.
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