jueves, 10 de enero de 2008

"¿Quién sabe? de Maupassant - 2ª parte

Empecé por hacer una excursión a Italia. El sol me sentó bien. Vagabundeé por espacio de seis meses de Génova a Venecia, de Venecia a Florencia, de Florencia a Roma, de Roma a Nápoles. Recorrí después toda Sicilia, país admirable por sus paisajes y sus monumentos, reliquias dejadas por los griegos y por los normandos. Me trasladé al África y crucé pacíficamente el gran desierto amarillo y tranquilo, en el que van de aquí para allá los camellos, las gacelas y los vagabundos árabes, cuya atmósfera ligera y transparente está libre de espectros, lo mismo de día que de noche.
Regresé a Francia por Marsella; a pesar de la alegría provenzal, sentí tristeza, porque el cielo tenía menos luz. Al poner otra vez el pie en el continente, experimenté esa especial sensación de un enfermo que se cree curado ya de su enfermedad, pero al que un dolor sordo le advierte que no está apagado aún el foco del mal.
Volví a París. Al mes, ya sentía aburrimiento. Era en otoño, y antes que se echase encima el invierno, quise hacer una excursión por Normandía, desconocida para mí.
Empecé por Ruán, como es natural, y vagabundeé durante ocho días, distraído, encantado, entusiasmado en aquella ciudad de la Edad Media, en aquel maravilloso museo de monumentos góticos extraordinarios.
Una tarde, a eso de las cuatro, al meterme por una calle inverosímil, por la que corre un río negro como esa tinta que llaman "agua de Robec", y mientras iba fijándome en el aspecto curioso y antiguo de las casas, mi atención se desvió de improviso hacia una serie de comercios de chamarileros, que se sucedían una puerta sí y otra también.
¡Bien habían sabido elegir el sitio para sus negocios aquellos sórdidos traficantes de cosas viejas, en una callejuela quimérica, encima de la siniestra corriente de agua, al abrigo de aquellos techos puntiagudos de tejas y pizarras en los que se oía rechinar aún las giraldillas del pasado!
Al fondo de aquellos lóbregos comercios se amontonaban las arcas talladas, las porcelanas de Ruán, de Nevers, de Moustiers, las estatuas pintadas, las de madera de roble, los cristos, las vírgenes, los santos, los ornamentos de iglesia, casullas, capas pluviales, hasta algunos vasos sagrados y un antiguo tabernáculo de madera dorada, del que Dios se había mudado. ¡Qué extrañas cavernas las que había en aquellas altas casas, en aquellos caserones, atiborrados desde las bodegas hasta los graneros de objetos de toda clase cuya existencia parecía acabada, que habían sobrevivido a sus poseedores naturales, a su siglo, a su tiempo, a sus modas, para ser comprados como curiosidades por las nuevas generaciones!
Mi ternura por las chucherías volvió a despertarse en aquella ciudad de anticuarios. Pasaba de un comercio a otro, atravesando en dos zancadas los puentes de cuatro tablas podridas tendidos sobre la nauseabunda corriente del "agua de Robec".
¡Misericordia! ¡Qué sacudida! En el extremo exterior de una bóveda atiborrada de objetos, que parecía la entrada de las catacumbas de un cementerio de muebles antiguos, vi de pronto uno de mis más hermosos armarios. Me acerqué todo tembloroso, tan tembloroso que no me atreví a tocarlo. Adelanté la mano, y me quedé vacilando. Sin embargo, era el mismo: un armario Luis XIII, único, que cualquiera que lo hubiese visto una vez lo identificaría. Dirigí de pronto los ojos más hacia el interior, hacia las más lóbregas profundidades de aquella galería, y distinguí tres de mis sillones tapizados, y más adentro aún, mis dos cuadros Enrique II, tan raros que hasta de París venían a verlos.
¡Figúrense! ¡Figúrense cuál sería el estado de mi alma!
Me adelanté, atónito, agonizante de emoción, pero me adelanté, porque soy valiente; me adelanté como pudiera penetrar un caballero de las épocas tenebrosas en una mansión de sortilegios. Paso a paso fui encontrando todo lo que me había pertenecido: mis candelabros, mis libros, mis cuadros, mis tapicerías, mis armas, todo, menos el escritorio que llevaba mis cartas, al que no vi por parte alguna.
Anduve de un lado para otro, bajando a galerías oscuras para en seguida subir a los pisos superiores. Estaba solo. Llamaba, pero nadie contestó. Estaba solo; no había nadie en aquella casa inmensa y tortuosa como un laberinto.
Se echó encima la noche, y tuve que sentarme, en medio de aquellas tinieblas, en una de mis sillas, porque no quería marcharme de allí. De cuando en cuando gritaba:
-¿Hay alguien en casa? ¿Hay alguien en casa? ¿No hay nadie?
Llevaría más de una hora cuando oí pasos, unos pasos callados, lentos, que no podía precisar en dónde sonaban. Estuve a punto de echar a correr, pero poniéndome rígido volví a llamar otra vez y distinguí una luz en la habitación de al lado.
-¿Quién anda ahí? -preguntó una voz.
Yo contesté:
-Un comprador.
Me replicaron.
-Es muy tarde para entrar de ese modo en un comercio.
Volví a decir:
-Estoy esperándolo desde hace más de una hora.
-Podía usted volver mañana.
-Mañana me habré marchado ya de Ruán.
Yo no me atrevía a avanzar y él no venía hacia mí. Seguía viendo el resplandor de su luz, que se proyectaba sobre un tapiz en el que dos ángeles volaban por encima de los cadáveres de un campo de batalla. También era de mi propiedad. Le dije:
-¿Viene usted o no?
Él me contestó:
-Lo estoy esperando.
Me levanté y fui hacia donde él estaba.
En el centro de una habitación muy espaciosa había un hombrecito muy pequeño y muy grueso, grueso como un fenómeno, como un repugnante fenómeno.
Tenía una barba extravagante, de pelos desiguales, ralos y amarillentos, pero no tenía ni un solo pelo en la cabeza. ¡Ni un solo pelo! Como sostenía la vela encendida a todo lo que daba su brazo para verme a mí, su cráneo me hizo el efecto de una luna pequeña en aquella inmensa habitación atiborrada de muebles viejos. Tenía la cara arrugada y como entumecida, y no se le distinguían los ojos. Regateé el precio de tres sillas, que eran de mi propiedad, y le pagué por ellas en el acto una fuerte cantidad, sin dar más que el número de mi habitación en el hotel. Deberían entregármelas al día siguiente antes de las nueve de la mañana.
Salí y él me acompañó a la calle con mucha cortesía. Acto seguido, me dirigí a la Comisaría Central de Policía y relaté al comisario el robo de mis muebles y el descubrimiento que acababa de hacer.
En el acto solicitó informes por telégrafo al juzgado que había instruido las diligencias en aquel robo, rogándome que tuviese a bien esperar la contestación. Le llegó al cabo de una hora, y fue completamente satisfactoria para mí. Entonces me dijo:
-Voy a mandar a que detengan a ese hombre para proceder en seguida a interrogarlo, porque pudiera ser que hubiese concebido alguna sospecha, haciendo desaparecer lo que es propiedad de usted. Vaya a cenar y vuelva dentro de un par de horas; lo retendré aquí para someterlo a un nuevo interrogatorio en presencia de usted.
-Encantado, señor; se lo agradezco de todo corazón.
Cené en mi hotel, con mejor apetito del que me había imaginado. Estaba de bastante buen humor. Le habíamos echado el guante.
Al cabo de dos horas me presenté de nuevo ante el funcionario de policía, que me estaba esperando.
-Verá usted, caballero -me dijo en cuanto me vio- No hemos dado con nuestro hombre. Mis agentes no han podido echarle el guante.
-¿Cómo ha sido eso?
Me sentí desfallecer.
-¿Pero han encontrado la casa, verdad? -seguí preguntando.
-Desde luego. Será vigilada hasta que él regrese. Porque ha desaparecido.
-¿Que ha desaparecido?
-Desaparecido. Acostumbra pasar las noches en casa de una vecina, chamarilera también, una especie de bruja, la viuda de Bidoin. Dice que no lo ha visto esta noche y que no puede dar dato alguno sobre su paradero. Habrá que esperar hasta mañana.
Me marché. ¡Qué siniestras, inquietantes y espectrales me parecieron las calles de Ruán!
Dormí muy mal, con un sueño interrumpido por pesadillas.
Al día siguiente, para que no me creyesen demasiado intranquilo ni precipitado, esperé hasta las diez antes de presentarme en la comisaría.
El chamarilero no había sido visto y su almacén seguía cerrado aún.
El comisario me dijo:
-He dado todos los pasos necesarios. El juzgado está al corriente del asunto; vamos a ir juntos a ese comercio, lo haré abrir y usted me indicará todo lo que es suyo.
Un cupé nos llevó hasta la casa. Delante del comercio había algunos guardias con un cerrajero. Se abrió la puerta.
Pero, una vez dentro, no vi ni mi armario ni mis sillones ni mis mesas ni nada, absolutamente nada del mobiliario de mi casa, siendo que la noche anterior no podía dar un paso sin tropezar con alguno de los objetos de mi pertenencia.
El comisario central, sorprendido, me miró al principio con desconfianza.
-Pues, señor -le dije-, la desaparición de estos muebles coincide de un modo extraño con la del comerciante.
Se sonrió:
-Es cierto. Hizo usted mal en comprar y pagar ayer noche aquellas sillas, porque con eso le dio usted la alerta.
Yo agregué:
-Lo que me parece incomprensible es que todos los espacios que anoche ocupaban mis muebles están ahora ocupados por otros.
-Eso no es extraño -contestó el comisario-, porque ha dispuesto de toda la noche y seguramente de cómplices. Esta casa debe tener comunicación con las de al lado. Descuide usted, señor; me voy a ocupar con gran interés de este asunto. No andará suelto mucho tiempo el ladrón, porque vigilamos su guarida.
¡Ah, mi corazón, mi pobre corazón, cómo palpitaba!
Permanecí quince días en Ruán, pero nuestro hombre no volvió. ¿Por qué? ¿Quién podía ponerle obstáculos o sorprenderlo?
El decimosexto día recibí de mi jardinero, que había quedado para guardar la casa saqueada, esta carta tan extraña:
"Señor:
"Tengo el honor de informarle que ha ocurrido, durante la noche pasada, algo que no entiende nadie, y mucho menos la policía. Han vuelto todos los muebles, todos sin excepción; hasta los objetos más pequeños. La casa se encuentra hoy dispuesta exactamente como lo estaba la víspera del robo. Es para volverse loco. Esto ha ocurrido la noche del viernes al sábado. Igual que el día de su desaparición, los caminos están llenos de huellas, como si hubiesen arrastrado todas las cosas, desde la entrada del jardín hasta la puerta de la casa.
"Quedamos esperando al señor, de quien soy humilde servidor.
Felipe Raudin"
¿Volver yo? ¡Eso sí que no! ¡Eso sí que no! ¡Eso sí que no! Llevé la carta al comisario de Ruán, quien me dijo:
-Es una devolución muy hábil. Nos haremos el muerto y le pondremos la mano encima a nuestro hombre cualquier día de estos.
Pero no le echaron el guante. No, señor. No le echaron el guante, y le tengo miedo, igual que si fuese una fiera que han soltado para que me persiga.
Nadie lo encuentra, nadie puede encontrar a aquel monstruo con el cráneo de luna. Nadie le echará el guante jamás. No volverá a su casa. ¡Bastante le importa a él su casa! Yo soy el único que podría dar con él, pero no quiero.
¡No quiero! ¡No quiero! ¡No quiero!
Y aun en el supuesto de que volviese y entrase en su comercio, ¿quién va a probarle que mis muebles estaban allí? No hay en contra suya más que mi testimonio, y me doy perfecta cuenta de que empieza a ser sospechoso.
¡Cómo iba yo a poder vivir así! Tampoco podía guardar el secreto de lo que han visto mis ojos. No me era posible seguir viviendo como una persona cualquiera, con el temor de que esos hechos se repitiesen cualquier día.
Vine a ver al médico que dirige esta casa de salud y se lo he referido todo.
Al cabo de un largo interrogatorio, me dijo:
-¿Tendría usted inconveniente, caballero, en permanecer aquí algún tiempo?
-Me quedaré gustosísimo.
-¿Quiere usted un pabellón independiente?
-Sí, señor.
-¿Desea recibir a algunos amigos?
-No, señor; a nadie. El hombre de Ruán podría tratar de llegar hasta aquí mismo con idea de vengarse...
Y desde hace tres meses vivo solo, solo, absolutamente solo. Estoy casi tranquilo. Un miedo tengo, sin embargo: que el anticuario se vuelva loco..., y que lo traigan a este asilo... Ni las cárceles son seguras.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Es hora de cerrar el blog????

Sin acritud.

Silvia dijo...

Tengo una duda. Si le ha parecido tan ladrillo, ¿por qué sigue leyendo la segunda parte?
¡Pues si que tiene que ser muy triste su vida!. Le compadezco.

No, no es hora de cerrar el blog. Siento que no le haya gustado, pero lo tiene fácil. No vuelva. Sin acritud, ¿eh?

Anónimo dijo...

Aunque es largo y la letra es pequeñica, me ha gustado el cuento. Y más que de terror, me ha parecido muy divertido. Una especie de broma algo macabra al tipo solitario.

Aburrido, yo también le expreso mis condolencias. Tiene que ser muy duro vivir una vida tan triste como parece la suya...

Besos, rubia

Turulato dijo...

Pues, sinceramente, creo que el blog se está abriendo.
Y el cuento, sobre quienes cargando sus defectos contra otros terminan devorando soledad, me parece muy instructivo.

Anónimo dijo...

Rubia, mis dos caballeros preferidos tien toda la razon dl mundo. Toda toda. Les apoyo en todo lo dicho.

Un besito

Anónimo dijo...

La damisela del aliento a ajo y sus caballeros al rescate.

Silvia dijo...

Vamos a ver, pica pica pica.
Yo entiendo que te gusten las chuches, dada tu edad mental, pero esto es una bodeguita y los menores de edad (mental) no pueden entrar.
Así que por favor, madura y déjate de chiquilladas. Que ya tienes años...

Fran dijo...

A ver, socia, ¿cuándo has convertido la bodeguita en una guardería?
¡Protesto!