Cuento marino
Siempre trabajando de sol a sol para dar lo mejor a los suyos. Jugándose la vida para que ellos no tuvieran que jugársela. Quizás por eso, por sus ausencias, no le conocían y le habían sacado de su casa para llevarle hasta esa ciudad gris, tan lejos de su mar, entre esas cuatro paredes blancas.
"Por su bien, abuelo".
¡Ay si hubiera estado más fuerte! Si esa artritis que le deformaba las manos le hubiera dado una tregua, habría huido a casa, cogido su vieja barca y se habría adentrado en el mar a buscar una sirena, que lo acogiera entre sus brazos.
Pero ya era tarde. No volvería a sentir su mar. Sólo esa cacofonía de ruidos que llegaban por la ventana abierta, el olor sucio a asfalto mezclado con el aséptico de su último "hogar" y esa tela gris que como un manto cubría la ciudad. Y las voces quedas de sus hijos y sus nietos, asustados por su muerte, cuando venían a verle.
Él ya no tenía miedo. Miedo era lo que le atenazaba el estómago en medio de un temporal, cuando el mar, caprichoso, jugaba con ellos como un niño pequeño lo hace con sus juguetes y se tragaba a algún compadre. ¿Pero ahora? No, ahora ya no. A pesar de los reniegos y de los errores, había vivido su vida lo mejor que había sabido y se daba cuenta de que no estaba tan mal. Había llegado a viejo, lo que no lo hacía ni más sabio ni más listo. Sólo más afortunado que algunos compañeros.
Sólo le quedaba algo por hacer. Volver a ver su mar por última vez, pero no podría ser. Y recordó unas palabras que oyó en una ocasión a Don Fernando, el que había sido maestro de sus chavales, mientras apuraban unos tragos de aguardiente para calmar las ausencias de los amigos.
Al agonizar el viejo marino pidió que le acercasen un espejo para ver el mar por última vez.*
- Hijo - apenas un hilo de voz salió de sus labios agrietados - tráeme un espejo.
Un ataque de tos bastante oportuno hizo que no tuviera que dar explicaciones a las miradas, que él sabía atónitas, de sus familiares. Con gestos pidió que lo incorporaran, esperando a que su hijo cumpliera su recado. Cogió en su mano el pequeño espejo de esos que las mujeres usan para retocarse que le había dado su muchacho. Un buen chico, pensó. Aunque demasiado serio como su madre. Con gesto cansado, levantó su mano, para colocar el pequeño cristal frente a su rostro.
Un extraño de piel cenicienta y ojos apagados le devolvió la mirada desde el otro lado. Cerró los ojos un momento, respiró hondo como buenamente pudo y volvió a mirar. El extraño se había ido. Ya no se vió como el anciano que era, sino como el hombre que había sido.
Su piel, curtida por el salitre y bronceada por el sol de la mañana; sus ojos, glaucos, brillaban esperanzados; en sus labios el sabor a sal y una sonrisa, como cuando sentado a proa, repasaba las redes para la jornada...
Miró sus manos. Volvían a ser fuertes, para manejar el aparejo o calafatear su hogar si fuera preciso. Nada de tubos y agujas clavándose en su piel, sólo la cicatriz de un anzuelo que se había clavado siendo un chiquillo y algún resto de brea bajo las uñas romas.
Alzó la mirada.
Un día espléndido. Los vientos eran favorables y buenas capturas le esperaban. La brisa alborotaba su pelo mientras manejaba el timón. Abría las aletas de su nariz embriagándose con ese olor a mar, que se te mete bajo la piel tras la primera vez que lo catas. La vió a lo lejos. El sol se reflejaba en sus cabellos dorados. Adivinó sus pechos turgentes y una sonrisa en sus dientes de coral. Sólo para él. Enfiló la proa hacia ella, devolviendo la sonrisa.
El espejo cayó al suelo, deslizándose entre sus dedos lánguidos mientras sonreía y exhalaba un último suspiro.
*La frase es una greguería de Don Ramón Gómez de la Serna e inspiró este cuentecillo.
3 comentarios:
A veces, cegados por nuestro cariño hacia alguien, hacemos lo que creemos mejor...sin contar con ese alguien.
Otro abrazo
Maravilloso.
Mil besicos.
:-*
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