viernes, 25 de abril de 2008

Silbando a las estrellas (2)

La última vez que estuvo en la vieja casa del pueblo fue cuando, siendo aún un niño, falleció su abuela. Fueron al entierro y recoger a su abuelo para que viviera con ellos. Y ahora, volvía de nuevo a ese lugar que tanto le gustaba de niño y nuevamente, por un funeral.

Después de meses luchando contra una terrible enfermedad, su madre no había tenido fuerzas para vencerla, apagándose día a día. En este instante, su padre, su abuelo y él, se encontraban en la iglesia del pueblo cumpliendo la última voluntad de su madre. Ser enterrada junto a la suya, en el lugar que le había visto nacer.

Miró a su padre. Aunque triste, parecía más descansado que en estos últimos meses. Escuchaba de pie con el rostro serio las palabras del sacerdote y lanzaba miradas fugaces al ataúd que permanecía frente al altar. Su mano derecha, sostenía con gesto cómplice y cariñoso, el brazo de su suegro, que permanecía mudo de dolor entre él y Miguel.
Su abuelo...Un hombre grande y fuerte, luchador, de presencia imponente, al que Miguel admiraba desde niño, que ahora se sostenía a duras penas y miraba desgarrado de dolor el ataúd de su hija.
"Tiene que ser terrible sobrevivir a tus hijos" pensó Miguel. Sintió una oleada de ternura hacia el anciano, que le llevó a apretar la mano que tenía apoyada sobre él, en muda caricia. Él se giró y con ojos vidriosos, esbozó una mueca que quería parecer una sonrisa.

El sacerdote terminó la homilía y después de los pésames de rigor por parte de familiares, amigos y algún curioso del pueblo, el cortejo fúnebre partió hacia el cementerio del pueblo. Era un lugar pequeño, sobre un promontorio que miraba al mar. Las lápidas y cruces de mármol, unas más untuosas, otras más sencillas, se alienaban en hileras algo irregulares entre las que se intercalaban algunos panteones de gentes más pudientes, un par de castaños se erigían junto al muro de la entrada y las gaviotas entonaban una particular marcha fúnebre. En un día despejado como ese, la unión del horizonte con el mar y la bahía dónde estaba el pueblo, eran una bonita vista.

El entierro terminó. Después de otra nueva ronda de pésames, su padre y su abuelo se fueron a casa, dejando a Miguel con sus recuerdos como única compañía. Acuclillado frente al pequeño panteón familiar, todas las lágrimas que había estado conteniendo hasta ese momento surgieron una detrás de otra, en silencio.
La echaba de menos y se sentía triste, pero también aliviado de que todo hubiera terminado. ¿Era demasiado egoísta al sentirse así? Seguramente el viejo cascarrabias del hermano Fernando, su profesor en la escuela, le habría dicho que era malo por pensar así. Pero ya no era ese niño gordito y tímido que se dejaba amedrentar, sino un joven fornido, más seguro de si mismo, líder entre sus compañeros y un buen estudiante del que se esperaba que entrara en la universidad y se labrara un futuro prometedor. Aunque en algunos momentos de soledad, como ése, el niño regresaba.

- Lo siento mucho, Miguel.

Una voz femenina, dulce, le devolvió a la realidad. Se incorporó. Frente a sí tenía a una joven de cabello castaño, algo despeinado por la brisa; una nariz respingona cubierta de pecas y unos ojos azules, como su abrigo, que brillaban al mirarle. Todo le resultaba demasiado familiar. No podía ser ella...No...

-¿Iria?

¿Cuánto tiempo hacía que no veía a la niña? Desde aquel verano que habían pasado juntos entre juegos. Y ahora, tantos años después, volvía a aparecer misteriosamente.

-¿Pero que haces aquí? – las palabras salían atropelladamente de su boca, emocionado al ver nuevamente a su amiga. Sólo que ya no era la niña desgarbada y mellada, sino una joven atractiva que le miraba con cariño.
La muchacha arqueó las cejas y sonrío con dulzura.

- ¿Qué voy a hacer, tonto? Tú me llamaste. Aunque has tardado mucho en hacerlo... - la muchacha hizo ademán de ir a darle un chopito en la frente, pero en cambio, la acarició con ternura, deslizando el dorso de su mano por la mejilla de Miguel, limpiándole las lágrimas - Las estrellas, ¿recuerdas?.

Recordó la noche anterior. El ambiente, tanto por la tristeza que les embargaba como por estar en una casa cerrada tanto tiempo, le resultaba opresivo, así que decidió salir a dar un paseo aprovechando lo inusualmente cálida que estaba la noche. Sacó una pequeña petaca de cuero del bolsillo del abrigo. Había comenzado a fumar a escondidas de sus padres cuando su madre cayó enferma. Mientras caminaba, comenzó a liarse un cigarrillo, intentando apartar la tristeza y las ganas de llorar de su mente. Miró al cielo y vió que estaba cuajado de estrellas como nunca lo había visto antes en su casa en la ciudad. Y silbó. Un silbido que se perdió en el silencio de la noche mientras lloraba en soledad.

Pero no podía ser. Tenía que ser una coincidencia. Iria se habría enterado en el pueblo de la muerte de su madre y estaba allí por eso. Acariciándole la mejilla, calmándole. Cuando Miguel fue consciente de eso, se sonrojó un poco y cogió la mano de Iria, apartándola de su rostro.

- Todas las noches miraba a las estrellas, esperando un silbido que hasta ayer no llegó. ¿Es qué en la ciudad no se ven las estrellas?

Se quedaron un rato en silencio, mirándose, con los dedos enlazados.

- Muchas gracias por venir, Iria. Eres toda una amiga. Siento no haberte correspondido en todos estos años.
- Bueno, ya sabes como llamarme la próxima vez, cabezota. ¿Quieres dar un paseo? Podemos charlar un rato...

El asintió con la cabeza y comenzaron a caminar. Uno al lado del otro, sin soltarse las manos. Al principio compartiendo el silencio, hasta que él comenzó a hablar, compartiendo con su amiga, que escuchaba atenta, la tristeza de esos días, sus recuerdos, sus sueños, lo que le impulsaba a seguir...

Llegaron hasta la vieja casa. Miguel se sentía sereno, incluso algo alegre, después del paseo con su amiga y pero sabía que llegaba el momento de la despedida y sentía una opresión en el pecho.

- Iria, prometo mantenerme en contacto contigo. Dame tu número de teléfono y te llamaré.
- Tontorrón, sabes que yo no uso de eso.

Iria se puso de puntillas para salvar la diferencia de alturas y le abrazó. Al romper el abrazo, le besó en la mejilla, apenas un roce con los labios pero que Miguel sintió hasta en lo más profundo de su epidermis.

- Ya sabes, Miguel - elevó su mirada hacia el cielo - Las estrellas. Cuando estés triste o alegre y quieras compartirlo conmigo, silba.

La joven le miró sonriente por última vez antes de darse media vuelta y dirigirse hacia el pueblo. Miguel observó su marcha, incapaz de decir nada. Su mano, sobre el lugar de su mejilla dónde ella lo había besado, sintiéndose como si le hubiera rozado un ángel. O una extraterrestre.

Su extraterrestre.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Si la primera parte prometía, la segunda ha sido pura emoción,estupenda.

Poledra dijo...

joooooo...que bonito :-)))))
Yo quiero contar cuentos asiiiiiii

Un abrazo enorme

Turulato dijo...

Todo un placer. Un real placer.

Fran dijo...

¿Y para cuándo la tercera parte? Porque me gusta muchísimo la relación de Miguel e Iria.
Un besazo

Oshidori dijo...

Maravilloso. Ya sabes lo que opino de tu literatura.
Besicos