domingo, 21 de septiembre de 2008

Camino de Madrid

Una lluvia fina caía sin pausa, limpiando la ciudad y bañándola de melancolía.

Observaba tras los cristales como los transeúntes aceleraban su paso para no mojarse, como entrechocaban los paraguas entre sí y como algún niño rezagado, saltaba en los charcos con sus botas de goma.
Sobre la cama, un paraguas que le había prestado su abuela. Miró a la calle y de nuevo, el artilugio, negando con la cabeza. Los odiaba demasiado y la estación no estaba muy lejos. Protegiéndose entre los soportales, no llegaría demasiado empapada.

Dió un último abrazo a la pareja de ancianos que veía la televisión en el salón, se despidió y bajó a la calle. Se arrebujó un poco la chaqueta, intentando protegerse del fresco. Confiando en la llegada del veranillo de San Miguel, no había cogido una prenda de abrigo y los primeros frescores del otoño la habían pillado desprevenida.

Con la cabeza inclinada, comenzó a andar, buscando la protección de los soportales y balcones, sumida en sus pensamientos. A los pocos minutos, tenía los cristales de las gafas cubiertos de gotas de lluvia y apenas veía nada. El pelo, mojado, se le pegaba a la cara y varias gotas se resbalaban por su nariz y sus mejillas. ¡Menuda pinta que tenía que tener!. Sonrió ante ese pensamiento y retomó su camino hasta llegar a la estación.

En el andén, escenas de despedida. Una pareja que se besaba apasionadamente, unas chicas jóvenes que despedían a una amiga, un soldado con un enorme macuto que sonreía a una mujer mayor que le miraba preocupada, una anciana que abrazaba a una niña antes de subir al tren...
Recordaba aquella primera despedida, siendo una niña. Se quedó llorando en el andén mientras veía como se alejaba el tren con su tía. Nadie le había explicado que regresaría y por más que se lo explicaron después, fue tal la sensación de desamparo que, tras tantos años, se le formaba un nudo en la boca del estómago cuando presenciaba esas escenas. Quizás ese fuera el motivo por el que le gustaban tan poco los trenes...

Pero ahí estaba, dispuesta a regresar a casa en un tren.
Subió al vagón y dejó su mochila en la repisa, sobre los asientos. El contraste de temperaturas entre el vagón y el exterior empañó el cristal de sus gafas y mientras las limpiaba, sonreía con suavidad al contemplar ese mundo nebuloso que veía ahora. Parecía como si estuviera en un sueño, algo meláncolico, pero extrañamente bonito.

El tren inició su marcha e intentó leer un rato la novelita que llevaba en el bolso. No lograba concentrarse y cada dos por tres, su mirada se perdía junto con sus recuerdos a través del cristal. A veces, veía el paisaje que pasaba rápido ante sus ojos; en otras ocasiones, disfrutaba y hacía mudas apuestas en las carreras de gotas que se deslizaban por el cristal, empujadas por el viento.

Después de entregarle su billete al revisor, cogió su bolso y se dirigió al vagón restaurante. Estaba destemplada, la película era un rollo y le apetecía echarse un cigarrito delante de un cola cao caliente.

No había nadie más en el vagón, sólo ella y el camarero. Cogió el sobrecito amarillo del cola cao, el vaso de leche caliente y se sentó en uno de los banquetes, junto a la ventana. Se encendió un pitillo mientras disolvía el cola cao en la leche y volvió a perder su mirada a través de la ventana.

En esa soledad compartida con el camarero, entre volutas de humo y con el traqueteo del tren como banda sonora, ese torrente de recuerdos que llevaba todo el día pugnando por salir, hizo presencia. Poco a poco, como si fuese una película. Unas veces, sonreía al recordar tal o cuál cosa; otras, alguna lágrima se deslizaba por su mejilla con recuerdos menos dulces.

Extrañamente, se sentía tranquila y relajada. Suponía que ya había pasado el tiempo de reprocharse a sí misma haber o no haber hecho tal cosa, de estar enfadada porque otra no había salido como esperaba... Quizás ahora fuera capaz de paladear esos recuerdos, los más dulces y los más amargos, sin dolor, sólo con una suave tristeza.

Miró su reflejo desdibujado en el cristal. Le sorprendió ver que se estaba sonriendo a si misma y que su reflejo la miraba con serenidad. ¿Se estaría haciendo mayor?. No lo sabía, pero esa sensación que sentía en ese momento era lo más parecido a la felicidad que había sentido en mucho tiempo.

3 comentarios:

Fran dijo...

Me gustaría que ciertos relatos se hicieran realidad, pero tiempo al tiempo.
No conocía la canción, pero ahora llena el aire de mi oficina, dándole un poquito de luz a este día plomizo.
Gracias, fea

Turulato dijo...

Equilibrio..; llega, despacio pero llegará.

Por cierto. ¿El capitán es de nuevo un currante?; creí que iba a tener algo así como un año sabático, pero que esté en una oficina...

Fran dijo...

Sí, Goliath. Me han dejado nueve meses, como un embarazo, libre y ahora soy de nuevo un currante. Pero tampoco me mato a trabajar, que soy cuasifuncionario y a media jornada. Vamos, que de estrés no me voy a morir y puedo picar a la rubia "de gratis".