El autobús
Estos días tengo que desplazarme al centro de Madrid. Aunque el metro es más rápido, prefiero el autobús. Me permite ver la ciudad y las nuevas zanjas que nacen a lo largo y ancho de ella (¿Por qué esa manía de cambiar aceras y hacerlas más anchas? ¡Cómo que no tuviéramos cosas importantes en las que gastar el dinero en vez de en chorradas!), observar a mis conciudadanos y encima, me da el solecito.
Como he dicho, me gusta observar. Aunque alguna vez, no me contento con satisfacer mis ansías voyeurs e intervengo. Y mis intervenciones suelen coincidir con cosas que me enervan especialmente. Como el otro día.
Estaba sentada en el autobus y en una de las paradas, subió una mujer con muletas. Muy arreglada, con muchas joyas, muy pintada y medio litro de perfume pero que entró como un elefante en una cacharrería, arrollando a la mujer que iba delante de ella. Como es lógico, le cedí mi asiento.
Según iba avanzando en su trayecto, el autobus se iba llenando y transformándose en una lata de sardinas. (Inciso: los autobuses tienen un aforo de plazas sentadas y de pie, ¿por qué nunca se respeta y se cargan hasta los topes? ¿Tendrá que haber un accidente grave para que se tomen medidas y como siempre se actúe a posteriori?).
En una de las paradas, subió un anciano con bastón. La señora a la que yo había cedido el sitio comenzó a increpar a una chica sudamericana, vestida con ropas sencillas, que estaba sentada en uno de los asientos reservados. La chica, en voz baja y muy educadamente, le respondió que ella estaba embarazada (se le notaba la tripita) y que también tenía derecho a ocupar ese asiento. Finalmente, otra señora mayor, le cedió el asiento al señor y ahí tenía que haber acabado todo.
Pero no.
Sé que si en lugar de la chica, hubiera sido yo, la señora no habría continuado increpándola ni ofendiéndola. ¿Por qué? Pues porque mi piel es blanca, ese día iba muy arreglada y además, tengo un acentazo de Madrid que tira de espaldas.
Con la voz de fondo de la bruja, por no emplear otro calificativo más injurioso y sobre todo, con el silencio cobarde del resto del autobús (yo incluida) se me iba llenando la boca de bilis.
Hasta que no aguanté más, conecté con mi lado más monárquico y le dije un "¿Por qué no se calla?". Reconozco que me hubiera gustado decirle otra cosa, pero aún me pueden las formas.
Sé que mi tono de voz tuvo que ser duro y creo que mi expresión iría a juego, pues la señora enmudeció en el momento. Hizo ademán de replicarme, pero se calló. Algo sensato por su parte, porque sólo necesitaba una excusa para que me alegrara el día y soltarle toda la bilis encima.
En la siguiente parada, tal y como se llenó, el autobús se medio vació y bajó la mujer. Antes de acercarse a la puerta, nos miró a la chica embarazada y a mí con desprecio. La verdad es que que me desprecie una persona así, como que me gusta.
Una vez con ella fuera, comenzaron los comentarios de los que hasta ese momento habían permanecido en silencio. Hubiera continuado segregando bilis, si no hubiera entrado una niña pequeña a la que cedí mi recién recuperado asiento y que me respondió con una sonrisa enorme y preciosa.
3 comentarios:
Eso que tú consideras lógico (ceder el asiento) cada vez es menos frecuente. Será que la lógica no se lleva.
No creo que te des cuenta, pero cuando te cabreas por cosas como esta, pones una expresión de determinación y seriedad que echa un poco para atrás.
Discrepo en lo de tu acentazo de Madrid. Desde la lejanía me doy cuenta más de ese acento y tú no lo tienes marcado.
Un abrazo, "borde"
Bien. Simplemente bien. Correcto. Lo normal. Así es. .....
Y esto es lo que me irrita. Que dos gestos normales, como ceder al más débil y cortar el abuso, haya que aplaudirlos cuando no nos deberían llamar la atención.
Que malos pintas los vientos. Me entrsitece escuchar/leer tales cosas porque son reales.
Felicidades por no ser una mas de la inmensa masa de los que justifican lo que nos merecemos.
Un beso, Blas
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