Portugal: Lisboa (II)
Si en mi anterior artículo, la incursión a Lisboa fue por mar, ahora toca el asalto por tierra. Podía ir en coche con mi padre (lo que suponía que ese día me iba a tener de recadera por Lisboa o ayudándole en la oficina) o en autobus. Al cruzar el puente 25 de abril, veía a lo lejos el Aqueduto das Aguas Livres , construido en el siglo XVIII para abastecer de agua a la ciudad y el Parque Forestal de Monsanto , pulmón de la ciudad y donde he pasado muy buenas mañanas de domingo con mi familia.
En mi anterior artículo no lo mencioné pero desde Praça de Espanha (dónde me dejaba el autobus), se puede hacer una escapadita para ver la 'plaça de toiros' de Campo Pequeno. Ya comenté en alguna ocasión que aunque no soy una gran aficionada, muy de vez en cuando, veo una corrida de toros. Pues una de las pocas corridas de toros que he visto en directo, la ví en Campo Pequeno y aluciné. Primero, no era una corrida a pie, sino de rejoneo. Tras la faena de los jinetes y sabiendo que en Portugal no se mata a los toros en público, pensé que ya estaba eso acabado. Pero me equivocaba, lo mejor estaba aún por llegar: los forçados. De repente ví que aparecían por la barrera, un grupo de ocho jóvenes, vestidos con trajes típicos de las zonas rurales, caminando todos en fila. Al frente, caminaba el 'primer pegador', con paso firme y un movimiento un tanto chulesco, que con su voz retaba al animal a atacar. El toro levantó la cabeza, vió a ese grupo de provocadores y embistió. El hombre se plantó firme mientras el animal cargaba contra él. Y yo desde mi asiento pensaba "lo va a destrozar, que es un bicho de 500 kilos". En la primera embestida, el pegador no se agarró bien y el toreo lo volteó por los aires. En toda la plaza se oyó un lamento colectivo, mientras yo contenía la respiración al ver como el hombre era zarandeado por el animal. "Bueno, ahora después del meneo, se irá a su casa". Pero no. El hombre se incorporó y con el mismo gesto chulo, se enfrentó de nuevo al toro, que respondió a su rival, embistiendo de nuevo. Pero esta vez, el hombre logró agarrarse en condiciones y rápidamente, sus compañeros se fueron encaramando uno tras otro al animal, para doblegarle por el peso conjunto. Uno de ellos, el 'rabejador' le agarraba por el rabo para controlar sus movimientos. Al final, tras unos minutos de lucha, el animal acabó rindiéndose y ellos abandonaron la plaza con el mismo paso garboso con el que habían entrado.
Bueno, después de esta incursión en el mundo taurino (que estoy segura de que no gustara a muchos), volvamos a Lisboa. En Madrid, siempre que puedo, evito el metro, porque prefiero viajar en autobus (para contemplar el paisaje) o pasear por la ciudad. Pero el metro de Lisboa es una experiencia que no hay que perderse. Las estaciones están recubiertas de azulejos cuyos motivos varían según la estación y que hacen más agradable el ambiente subterráneo. Mi trayecto desde Marques de Pombal finalizaba en Restauradores. Bajaba hasta Rossio y en vez de dejarme tentar por la Baixa, me acercaba a la vecina "Praça da Figueira". Llena de cafés y tiendas, en el centro se yergue una estatua ecuestre del rey João I , primer rey de la dinastía de Avis e hijo ilegítimo de Pedro I de Portugal (que como al de Castilla, también se le conoció con el apelativo de "el Cruel") de quien otro día contaré una leyenda.
Desde la plaza iniciaba mi paseo por la Lisboa más antigua, entrando poco a poco en el barrio da Mouraria (la antigua morería), mientras me dirigía al mirador de Graça, vecino a la iglesia del mismo nombre y desde el que se puede contemplar la cúpula de la Igreja de Santa Engrácia, panteón nacional dónde hay cenotáfios del poeta portugués Luiz Vaz de Camões, de los exploradores Pedro Álvares Cabral y Vasco da Gama o de la gran cantante de fados, Amália Rodrigues , entre otros. Las obras de la iglesia se prolongaron durante 284 años, lo que ha dado pie a un dicho similar al nuestro de las obras del Escorial.
Unos pasos más y llegaba hasta la parada del tranvía 28.
¿Qué sería de Lisboa sin los tranvías? Las vías cruzan las principales calles de la ciudad como si de venas se tratara. Y al fin y al cabo lo son, porque trasladan a los habitantes que nutren la ciudad con esa vida tan especial. Si montas en los más antiguos (los 'amarelos'), con sus bancos de madera, te puedes trasladar años atrás en el tiempo. También se puede coger el turístico, conocido como el 'electrico de las colinas' que en un trayecto de hora y pico recorre los puntos más emblemáticos de la ciudad, sin hacer ninguna parada. Yo prefiero los normales, que además de ser más baratos, te permiten mezclarte con los habitantes de la ciudad y observar su día a día.
Si pagaba mi billete (que había veces que no y me colaba) y tenía suerte, me sentaba en un banco de madera junto a una ventana y me disponía a disfrutar del espectáculo, porque montar en esa línea lo era.
Primero pasábamos junto a algunas casas señoriales del siglo XVIII y junto a la "Basílica de São Vicente da Fora", mandada construir por nuestro rey Felipe II y que está dedicada al patrón de la ciudad. Respecto al santo, hay una historia curiosa que se refleja en el escudo de Lisboa. Dicen que cuando el rey Afonso I ordenó traer los restos del santo desde el cabo que lleva su nombre, unos cuervos que protegían el cuerpo del ataque de los buitres, lo escoltaron durante todo el viaje y como agradecimiento, junto a la barca del santo que aparece en el escudo, están dibujados los cuervos.
Después, dejando la iglesia atrás, nos adentrábamos en las calles de la Alfama. El tranvía serpenteaba por calles estrechas (tanto que en algunas calles, hubieras podido llamar a las ventanas de las casas desde tu asiento y pedir un vaso de agua a los vecinos), teniendo que parar en alguna ocasión porque había un coche mal aparcado y avisando con su campana en las intersecciones por si venía un conductor despistadillo o en sentido contrario.
Me bajaba en la parada del mirador de Santa Lucía , desde el que se tiene unas vistas espléndidas de los tejados y buhardillas de las casas de la Alfama que bajan hasta el río. A veces el viento traía, junto al aroma del río, aromas de albahaca, cilantro o de sardinas asadas. También traía ecos de fado de las casas de fado y de las tabernas, dónde cantantes improvisados se arrancaban a cantar. Canciones populares que pueden hablar sobre un amor perdido o sobre la vida diaria de los habitantes de un barrio, pero siempre impregnadas de ese algo tan característico de los portugueses, la saúdade. No sé si sabré sepa expresar muy bien que es ese sentimiento, pero creo que es melancolía por el recuerdo de una felicidad ausente. A pesar de la tristeza y el fatalismo, siempre hay un resquicio de esperanza, de que esa felicidad retorne cuando menos te lo esperas. Supongo que una de las mejores formas de entender la saúdade es escuchar un fado, porque aunque no se entienda la letra, las voces rotas de los cantantes saben transmitirlo. Es como el blues, una música que te toca directamente el alma.
Después de perder mi mirada por la amplitud del Tajo, tocaba hacer piernas subiendo al Castelo de São Jorge . Así que pertrechada de un calzado cómodo (imprescindible en Lisboa que con tanta subida y bajada y el empedrado de las calles, acabas con los pies destrozados), iba al asalto de una de las zonas más antiguas de la ciudad. Parte de sus murallas vienen de la época de la ocupación musulmana de la ciudad, pero éstas se construyeron sobre un asentamiento romano, que a su vez se asentó sobre uno cartaginés (y éste, sobre uno fenicio, que el sitio tiene solera). El castillo ha sido residencia real, acuartelamiento, prisión e incluso teatro, pero tras el traslado de la residencia real a la zona ribereña, sufrió unos años de decadencia. Hasta que a principios del siglo XX se le clasificó como monumento nacional y comenzó su restauración. Ahora, además de un excelente mirador desde el que contemplar la ciudad, se puede visitar una torre oscura (la torre de Ulises) dónde narran la fundación de la ciudad por el héroe griego (una de las leyendas de Lisboa), las antiguas celdas donde hay exposiciones sobre la historia del castillo y desde el verano pasado, las excavaciones arqueológicas. O simplemente, se puede tomar el sol en sus jardines y escuchar las historias que cuentan sus piedras.
De vuelta al mirador de Santa Lucía y un par de paradas más tarde de tranvía, tenía ante mí la catedral de Lisboa. La mandó construir don Afonso Henriques, primer rey de Portugal, tras la conquista a los moros de la ciudad. Se cree que está asentada sobre el mismo terreno que ocupaba la antigua mezquita de la ciudad. Su sobria fachada, de estilo románico, siempre me recordó más a una fortificación militar que a una iglesia, pero esa sensación se perdía en cuanto entraba en su interior. Podía pasear por sus distintas dependencias (nave central, capillas, el deambulatorio y el claustro, mandado construir por el rey Don Dinis) con sus distintos estilos artísticos o sentarme en uno de sus bancos a imaginar la de cosas que habrían presenciado sus muros y disfrutar de la calma, sólo rota por el ruido de los turistas, que hay entre esas cuatro paredes.
Después del frescor del interior de la catedral, salía al calor del verano y descendía hacia el Tajo, perdiéndome por las calles de la Alfama. Un gato en una esquina comía restos de sardinas, unas señoras charlaban frente a la puerta de su casa, unos tiestos colgando de un balcón...eso es la Alfama.
Ya en la ribera y camino de la praça do Comércio pasaba frente a la Casa dos bicos , con su fachada adornada con cabezas de diamante. Tanto subir y bajar cuestas me había abierto el apetito y acababa picando con un pastel de nata y un zumo, con los que reponer fuerzas antes de visitar el Bairro Alto.
3 comentarios:
Muchas gracias.
Para acabar con Lisboa, aún me queda uno, aunque podría escribir muchos más. A ver si el tiempo y la autoridad me permiten terminarlo.
Y ya que he abierto la caja de mis recuerdos, es posible que vaya otro artículo sobre Sintra (que si vas una semana, no te puedes perder que está solo a 30 kms de Lisboa) y sobre la región de Leiria-Fátima.
Espero que cuando vayas la ciudad te guste tanto como a mí.
Besos
¡Gracias a Dios!. Gracias a Dios que sólo pueden verse tus palabras, dichas con tal gracia que huelen a agua salada y vibran con la ternura de una canción de la mar.
¡Gracias a Dios!. Porque sí además de verse tus palabras, llegamos a poder oir tus miradas....
¡Que belleza de texto, Eloryn! He recorrido contigo cada punto
:) :) :)
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