jueves, 26 de junio de 2008

Enano cabrón

Ayer, al salir de la oficina, me encontré con un cliente y estuvimos charlando un rato. Entre el popurrí de temas que tocamos estaban nuestros estudios. Es unos años mayor que yo, pero estudiamos en el mismo colegio e instituto y tuvimos profesores comunes. Y ambos coincidimos en nuestra apreciación del director de nuestro colegio, don Tomás.

Era un hombre bajito (como mucho el metro sesenta), con cara de mala leche. Si el rostro es el reflejo del alma, a él le quedó niquelado. Porque era un cobarde malnacido y no se molestaba en ocultarlo.
En una época que supongo que a algunos les pilló con el paso cambiado y no sabían muy bien que hacer o esperar, él se quedó anquilosado en el pasado (allá por la época victoriana) y se permitía toda clase de abusos de autoridad, que le habrían resultado eficaces anteriormente.

Recuerdo la envidia que sentía por dos compañeros de clase, resultones ellos y que tenían a casi todas las chicas de clase detrás de ellos.
Cosa que cabreaba al director, que se creía una especie de Adonis ante el que las mujeres, que éramos poco más que objetos sexuales o decorativos, caeríamos rendidas a sus pies.

Recuerdo como humillaba a estos compañeros en clase constantemente, riéndose de sus fallos o como les daba puñetazos (en broma según él, pero que dejaban cardenales) en el brazo. En una ocasión, cogió por el cuello a uno y lo empujó contra la pared ante nuestra mirada atónita y asustada. En otra clase, rompió una regla de plástico de un golpe en la espalda de un compañero y más abusos de este tipo. Y por lo visto, cuando fue mi profesor ya se había moderado, que antes era peor.
Nosotros éramos niños y teníamos miedo. La autoridad nos imponía y además, muchos padres, acostumbrados a su (des)educación pensaban que si te daban es porque algo habías hecho. Pero una parte de crecer es enfrentarse a los miedos y al cabo del tiempo, nos interpusimos ante ese abuso, parando los golpes o protegiendo a los compañeros y alguno se llevó un pescozón por eso.

Yo tuve suerte. Jamás recibí un golpe y una vez que me levantó la mano, le encaré dispuesta a devolverle el golpe.
A mí me tocaba humillación y más de una y de dos veces, tuve que contener las lágrimas en clase para no darle una satisfacción.
Aunque también tuve mi pequeño triunfo. Hace poco, charlando con otra amiga, me recordó el día que le salió el tiro por la culata y la expresión que se le quedó de rabia mal contenida. "Todos pensábamos que se levantaba y te cruzaba la cara de un guantazo..." me dijo mi amiga. Y lo mejor, es que yo no lo hice a propósito, sino del modo más inocente que pude.

Como dije en un artículo hace mucho tiempo, tuve grandes profesores y grandes seres humanos de los que aprendí mucho. Otros más mediocres que me dejaron indiferentes.
Pero hubo otros, como el enano cabrón, que con su inquina y su odio, me enseñaron algo importante: quello en lo que no me quiero convertir.

3 comentarios:

Turulato dijo...

Nadie puede convertirse en lo que no es. Y tú, nunca serás Mr. Hyde.
Lo que ocurre es que, recuerda, una cerilla sigue ahumando con su rescoldo las astillas de madera de lo que se va viviendo. Siempre, constantemente..
Así nace la belleza.

Fran dijo...

Lo has dicho, ¡qué cabrón!.
Coincido con Turu, no podrás convertirte en lo que no eres. Aprendiste mejor la lección de las grandes personas que de las mediocres.
Un abrazo

Silvia dijo...

No, Turu, siempre seré Mrs. Hyde. Y Jekyll. Pero mientras haya equilibrio, no pasa nada pues son sólo facetas de lo que me hacen ser Silvia.

Fran, sí, era un cabrón y más dedicándose a lo que se dedicaba. Pues en sus manos confiaron la educación de unos críos y esa actitud hizo a muchas personas mucho daño, en algunos casos (no el mío) irreparable.